Camino al colapso. Julián Zícari
había demostrado estar lejos de funcionar como una unidad articulada y actuaba más bien como una yuxtaposición de miembros heterogéneos que representaban las más diversas orientaciones, muchas veces enfrentadas entre sí. Aunque si bien inicialmente se buscó revolver con gestos de cordialidad los conflictos y diferencias dentro del gabinete, los ministerios y secretarias, los choques fueron frecuentes y despertaron tensiones, rispideces y desconexión en los planes a llevar a cabo, con lo que predominó la falta de coherencia programática y el desorden, cuando no la más absoluta parálisis49. A su vez, si este tipo de problemas no es algo que ningún gobierno se pueda permitir si desea llevar adelante una gestión exitosa, el asunto cobraba mucha más gravedad si consideramos el cuadro de situación que debían enfrentar los miembros de la Alianza dado el “empate institucional” que le habían dado las urnas. Con lo que, el nuevo gobierno debía buscar primero acuerdos necesariamente en su seno para luego salir a trazar alianzas con otros partidos y espacios, puesto que –de no hacerlo– resultaría muy fácil caer en el atasco y la dispersión. No obstante, si estas dificultades permeaban las áreas de gobierno casi in toto, era más claramente en el vértice gubernamental donde se encontraban los mayores problemas de coordinación.
En efecto, el núcleo duro de la toma de decisiones de la Alianza había ido mutando su composición desde la conformación de la coalición hasta su llegada al gobierno, desplazando a algunos de sus actores. Desde el inicio de la gestión la máxima dirección ya no estaba a cargo del “grupo de los cinco” como antes sino que dicho agrupamiento decantó finalmente a solo tres figuras: De la Rúa, Álvarez y Alfonsín (sobre todo porque Terragno y Fernández Meijide habían perdido mucha gravitación interna y no estaban en condiciones de imponer nada), con lo que se perdió cierto carácter de equilibrio confederal originario y la “troika” remanente estaba lejos de ser horizontal, siendo bastante despareja en varios sentidos. Por un lado, porque De la Rúa había asumido la presidencia del país por la unión de dos partidos a los cuales no controlaba pero con los que debía convivir, ya que ellos eran sus auténticos respaldos y las plataformas con las que había ascendido, más allá de que su carrera política personal se hubiera trazado por fuera de las estructuras partidarias, y que lo habían sostenido en el alto grado de aceptación de las encuestas. Por su parte, los dos líderes partidarios, tanto Álvarez como Alfonsín, debían actuar como figuras concertadoras entre presidente y partidos, y donde sus preferencias no podrían ser de ninguna manera excluídas, puesto que De la Rúa no tenía un cheque en blanco para gobernar, sino tan solo la conducción formal de la coalición. Así, por más que las campañas electorales se hubieran centrado en la persona de De la Rúa como síntesis y emblema de la Alianza, una cosa eran las publicidades y otra la realidad. Igualmente, y a pesar de todo esto, los roles que tácitamente debían respetarse como primer mandamiento de acción en poco tiempo fueron relegados lentamente, en lo que cada miembro de la troika fue asumiendo estrategias y objetivos diferentes, muchas veces cercanos a la colisión. Por parte de Alfonsín, en principio, debemos decir que no se había mostrado exigente, sino que había dado bastante aire político y solo atinó a funcionar como el catalizador de algunos sectores del radicalismo con respecto al gobierno. Sin embargo, a poco de andar empezó a ensayar posiciones cada vez más revisionistas de los objetivos iniciales de la Alianza, considerando que la acción del gobierno no debería estar centrada únicamente en las denuncias de corrupción –puesto que entendía que esto era una forma de “judicializar la política” (La Nación 27/06/2000) –, amén de que los gobernadores y legisladores del partido le habían trasmitido que no se encontraban cómodos con las querellas permanentes sobre ese tema o las sospechas que pudiera recaer sobre ellos, sus entornos o –incluso– en la misma oposición peronista de sus distritos. Del mismo modo, Alfonsín había empezado a mostrarse como la figura más heterodoxa dentro de la Alianza en función de los postulados económicos que se fijaron. Según el viejo líder radical, el gobierno “se estaba poniendo un poquito a la derecha” (Clarín 07/06/2000) cuando la realidad demostraba, al contrario de la ortodoxia hasta allí ensayada, que era indispensable comenzar a replantear los componentes básicos del modelo económico vigente, en los cuales veía un lastre demasiado pesado que más temprano que tarde habría que atacar y abordar de otro modo al fijado: continuar con la convertibilidad tal cual esta funcionaba, sostener el peso cada vez más grande de la deuda sobre las finanzas públicas, permitir el rol del FMI en la diagramación del programa de gobierno y los sucesivos ajustes eran todos, según aquel, elementos que no se podrían mantener en el mediano y largo plazo, y mucho menos de la forma conservadora –rayana al dogmatismo– en la cual el gobierno se empecinaba en hacerlo. Así, Alfonsín tuvo varios encuentros públicos con Duhalde, señalando que los giros económicos y sociales que este había planteado durante su campaña no podían subestimarse o dejarse de lado (tales como obtener una moratoria de la deuda o cuestionar el tipo de cambio fijo), abogando entre ambos líderes por conformar una concertación patriótica amplia entre partidos políticos, sindicatos y demás fuerzas sociales para establecer pronto un “cambio de modelo” y abandonar lo antes posible “el neoliberalismo50”. En el caso de Álvarez sus preferencias, estrategias y objetivos eran muy diferentes, ya que si bien había aceptado un lugar subordinado en la escena política detrás de De la Rúa, no había dejado de proyectarse como el más inquieto luchador contra la corrupción. En su cargo de presidente del Senado había advertido en más de una oportunidad que no estaría en el recinto solo para “tocar la campanita”, sino para conducir la cámara con mano de hierro y acabar con los privilegios corporativos, amenazando con investigar casos de corrupción “hacia atrás” y proceder hasta el fondo del asunto, especialmente con causas de la década de los 90. A su vez, estas acciones se complementaban con la tarea autoasignada de ser el máximo paladín de realizar recortes en el denominado “gasto político” de la administración pública, legislaturas provinciales y demás dependencias del Estado, con el fin de terminar con las “cajas negras de la política”. Decía Álvarez: “Los senadores peronistas quieren convertir al Senado en un lugar de privilegio con las mismas prácticas que tuvo el Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires. […] Quieren quedarse con el control administrativo para poder hacer caja y financiar sus actividades políticas. […] Si no los enfrento me llevan puesto” (La Nación 25/06/2000); poco después amenazó con publicar la lista de “700 u 800 ñoquis” que existirían en el Senado, nombrados por los legisladores peronistas (La Nación 29/06/2000). De allí que, entre ambas formas, pudiera acorralar al justicialismo y obligarlo a negociar las leyes necesarias, siempre con la amenaza latente de denunciar y enfrentar “a los corruptos” en la prensa. El objetivo más amplio que se podría alcanzar detrás de esto sería para Álvarez, además, el de dejar atrás a la “vieja política” y conformar un espacio superador, en el que confluyesen nuevas prácticas y discursos, desarmando las identidades obsoletas que habían sido el sostén de un bipartidismo en decadencia. Vale recordar que en la concepción de Álvarez jamás alguno de sus espacios políticos –ni el Frepaso, la Alianza o algún otro– haya sido un fin en sí mismo, sino solo medios para fundar un nuevo tipo de política –regenerada, pura, moderna y sin corrupción–, la cual podría alcanzarse de forma transpartidaria y con los elementos individuales que aún pudieran salvarse del sistema político que tenía por misión redimir. Fuerzas políticas como Acción por la República, partidos provinciales y algunos peronistas potables podrían quebrar la disciplina partidaria y sumarse según el vicepresidente a la renovación institucional que la Alianza debía encarar. Por lo que, acechar a personajes oscuros y liquidar sus cajas era una forma no solo de avanzar hacia mejores mecanismos de transparencia institucional, sino de depurar a dirigentes y partidos políticos sospechados y establecer con eso nuevos clivajes de votantes: la “trasversalidad” entonces era el único camino posible para por fin poder fundar la “nueva política” prometida, lo cual era, finalmente, “lo que la gente quería y pidió con su voto” (Novaro, 2009). Sin embargo, y en una dirección totalmente contraria, el presidente De la Rúa no estaba muy feliz con este tipo de tácticas, puesto que este apostaba a lograr una convivencia pacífica y sin confrontaciones con el peronismo, como además su estilo político se había delineado con una imagen serena y calma que apelaba más a la cordialidad que a los escándalos, y que –a su vez– le impedía estar interesado en romper el bipartidismo político en el que tan bien había anidado. Así, su razonamiento político iba en una dirección casi simétrica