Camino al colapso. Julián Zícari

Camino al colapso - Julián Zícari


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y 22 senadores del peronismo (La Nación 13/03/2000). Por su parte, los tres gobernadores de las provincias “grandes” tendrían en Ruckauf, De la Sota y Reutemann tres candidatos en ascenso, con proyecciones de volverse los próximos presidenciales del PJ con miras a 2003. Por lo que estos se verían empujados a competir entre sí, ganar autonomía y formar alianzas con otros miembros del PJ (legisladores, senadores, sindicalistas, gobernadores e intendentes) para construir sus proyectos de poder y trazar las estrategias para volver a ser gobierno. Todos estos elementos si bien le daban al nuevo gobierno la oportunidad de enfrentar a una oposición dividida y con tendencia a la atomización –y por ende, la facilidad de dominar la escena sin sobresaltos–, también representaban un peligro por la multiplicidad de rivales que implicaban, puesto que esto podría llevar a la Alianza a atender a cada uno de ellos para negociar y ver envuelta así sus acciones en un mar de contradicciones sin llegar con eso a ningún puerto firme. De este modo, lo que podría ganar al acercarse a algunos, podría perderlo también al tener que enfrentarse entonces abiertamente a otros, acrecentando los frentes en conflicto y finalmente pudiendo ser devorado por todos. De allí que el manejo del campo opositor fuera un delicado terreno para actuar.

      Cabe decir, igualmente, que aun teniendo en cuenta todas las limitaciones repasadas y de que el terreno con el cual se encontraba la Alianza al asumir no era el ideal, sus condiciones eran, sorpresivamente, las mejores si se las coteja con las recibidas por los cinco primeros gobiernos argentinos desde el retorno de la democracia en términos económicos, políticos, institucionales, fiscales o sociales. Los casos de los dos presidentes anteriores a De la Rúa (Raúl Alfonsín en 1983 y Carlos Menem en 1989) como de los dos posteriores (Eduardo Duhalde en 2002 y Néstor Kirchner en 2003) fueron infinitamente peores al respecto, mostrándose la transición aliancista como la más ordenada y mejor lograda de todas. Los condicionamientos hallados y los problemas al hacerse cargo del gobierno no eran en sí determinantes para temer alguna explosión virtual futura, sino elementos a considerar para que la coalición actuara de forma unida y acorde al escenario.

      En este sentido, desde la Alianza se debía dejar atrás el faccionalismo que pudiera contener dentro de sí y abrazar una estrategia de gobierno que favoreciera la cooperación, la disciplina interna y se decidiera por ejecutar un plan integral que se ocupara de todos los frentes. Aunque por supuesto, declamar posturas de este tipo es mucho más fácil que realizarlas, sobre todo cuando la heterogeneidad inicial es la regla y porque los dos socios de la Alianza cargaban con sus propias limitaciones. En el radicalismo, que era el partido mayor, se debía hallar una forma en la cual integrar su dispersa vida interna con el gobierno y articular así la presidencia de la Nación –en cabeza de una persona con escaza gravitación dentro de la UCR como era De la Rúa– con el liderazgo confederado que ejercía Raúl Alfonsín (quién no dudó en formalizar su poder filas adentro del radicalismo asumiendo la presidencia del partido una semana antes de que De la Rúa se hiciera cargo del gobierno, lo que señalaba una distancia entre uno y otro) (Clarín 03/12/1999)42. A su vez, porque el peso de los cargos dentro del partido, como la relevancia de varios de sus dirigentes y de sus líneas internas en perpetua competencia entre sí, no permitía que a estos se los pudiera marginar con facilidad de los cargos de gobierno o de su rumbo, pero tampoco armonizar con él, especialmente cuando las ideas políticas y económicas de De la Rúa fueran contrarias a las del grueso de la estructura partidaria. Porque mientras el presidente era un cultor del pensamiento conservador y de la ideología neoliberal, Alfonsín e importantes cuadros radicales eran propensos al keynesianismo, la intervención estatal y al resguardo del mercado interno en sus concepciones –y anhelaban al Estado de Bienestar como modelo–, contraste que en más de una oportunidad podría despertar ciertas tensiones. En las designaciones de gabinete se sintieron ya algunos resquemores cuando los grupos del sindicalismo docente –como los que lideraba Marta Maffei en el Frepaso–, académicos –pertenecientes a ambos partidos– y de la militancia universitaria radical –estos últimos agrupados en Franja Morada– debieron ver desembarcar a Juan José Llach como ministro de Educación (un economista liberal y de concepciones privatistas, ex viceministro de Economía de Menem) que parecía diametralmente opuesto a las concepciones de aquellos de fortalecer la educación pública; del mismo modo, el presidente debió darles lugar casi sin entusiasmo a dos de sus históricos competidores internos (Rodolfo Terragno y Federico Storani, nada menos que en los puestos de vital importancia como eran la jefatura de gabinete y el ministerio del Interior, respectivamente), así como también al alfonsinismo tradicional en Ricardo Gil Lavedra (ministro de Justicia), mientras que el resto de los puestos –aparte de los dos ministerios a cargo del Frepaso– recayeron exclusivamente en el núcleo de amigos íntimos, familiares y del entorno de más confianza de De la Rúa, con un cargado perfil pro mercado y de adscripción al más duro monetarismo. Los enfrentamientos larvados y las desconfianzas añejas debilitaban el trabajo en equipo e impedían el juego colaborativo. Por citar un ejemplo, cuando se fijó como tipo de acción de gobierno inicial de la Alianza apuntalar al terreno económico como principal campo de batalla, alineando a todo el gabinete detrás del que fuera designado ministro de Economía, José Luis Machinea (el economista de mayor relevancia para Alfonsín y para el partido), De la Rúa intentó marcar su impronta y buscó cercenar la acción de este para que no se convirtiera en un “superministro” que condicionara su imagen como lo fue Cavallo con Menem, con lo que le sacó atribuciones a su cargo. Fue así que se creó el ministerio de Infraestructura y Vivienda, a cargo de un amigo del presidente, Nicolás Gallo. En igual dirección y en pos de aminorar aún más la independencia de Machinea, De la Rúa llenó el gabinete de economistas ortodoxos y de su propio entorno con el fin de que las decisiones de peso fueran debatidas siempre coartando cualquier autonomía del ministro. Así, López Murphy recaló en Defensa, Adalberto Rodríguez Giavarini en Cancillería y Fernando de Santibañes en la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), además del recién mencionado Llach en Educación. Bajo esta dirección, muchas figuras delaruistas, con nulas o pobres credenciales partidarias terminaron ganando peso y una alta relevancia en la toma de decisiones a espaldas o incluso en contradicción de lo deseado por los hombres del partido. El mismo Alfonsín temió que la UCR repitiera lo sucedido con Menem una década atrás cuando técnicos e ideólogos del más duro neoliberalismo colonizaron el gabinete y luego el Estado sin tener vinculación orgánica alguna, dando un giro ultra ortodoxo (Novaro, 2009), para lo que señaló cuando asumió la presidencia de la UCR que De la Rúa y el partido tenían que trabajar juntos, aunque advirtiendo: “No vamos a permitir que desde afuera le indiquen a nuestro gobierno qué medidas tomar para hacer frente al grave endeudamiento y el alto déficit fiscal” (Clarín 04/12/1999).

      Por parte del Frepaso, los problemas eran otros, ya que los dos núcleos de identidad del partido –novedad y lucha contra la corrupción–, una vez en el gobierno, debieron perder parte de su atractivo para tener que concentrarse en elementos propositivos de acción y llevar adelante políticas públicas concretas; aunque hacer este tipo de redireccionamiento se dificultaría mucho desde un partido tan débil institucionalmente como el Frepaso, sobre todo porque este carecía de un programa ideológico claro, y especificarlo podría desatar disputas internas de importancia y nuevos portazos –como los que ya habían ocurrido en el pasado– o también ahora generar enfrentamientos con sus socios radicales. A su vez, porque una vez en el gobierno, los miembros del Frepaso deberían aprender tardíamente la importancia de contar con las estructuras partidarias tradicionales que tanto se habían encargado de criticar y de evadir, puesto que al poco tiempo de andar sus funcionarios comenzarían a actuar desordenadamente, con muchos cuadros librados a su voluntad, sin experiencia ni coherencia programática o preparación, y sin tampoco tener un partido al cual rendir cuentas; lo que volvía a estos elementos un peligroso cóctel mortal para la supervivencia del partido o incluso de la misma Alianza. Los tres casos de mayor responsabilidad en el gabinete así lo demuestran. Chacho Álvarez debía batallar en soledad frente un Senado mayoritariamente peronista y con solo un senador de su partido, lo que debilitaba aquí la existencia de estrategias colaborativas institucionales, amén su espíritu de acción individualista. Graciela Fernández Meijide conduciría Desarrollo Social sin haber tenido gestión alguna o experiencia en un área tan compleja como esta; mientras que, Alberto Flamarique, designado en el ministerio de Trabajo y que había sido hasta entonces el principal operador político de Álvarez, preferiría comenzar a proyectar su crecimiento


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