Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
para decir en tono conciliador:
—La humildad, el perdón, la piedad, la limosna y la misericordia deberían ser los atributos de los ministros de este santo templo. ¡Pero este santuario se ha convertido en una guarida de latrocinio, cuando debería ser una casa de oración y de virtud!
Los sacerdotes lo miraban incrédulos y azuzaban a los vigilantes del templo para que lo detuvieran, incluso uno alzó la mano para abofetearlo. Pero se detuvieron al comprobar que algunos de sus seguidores iban armados con siccas —espadas cortas— y que el patio estaba lleno de fieles que podrían provocar un alzamiento de irreparables consecuencias para Israel.
—¡Blasfemo, blasfemo, blasfemo! —vocearon algunos sacerdotes.
De repente la voz del Galileo templó de ira reprimida y un escalofrío recorrió mi nuca. En aquel instante sus ojos recorrieron la larga hilera de tiendas y de puestos de prestamistas, donde relucían las monedas y las balanzas de cobre para pesarlas, así como las jaulas de palomas y tórtolas. Se desató el cíngulo de su túnica, se abrió paso entre la multitud y, como un héroe vengador, arremetió contra las mesas volcando las más próximas. Sus discípulos y partidarios fueron tumbando una tras otra, mientras el rabino increpaba a los cambistas y mercaderes.
—¡Habéis envilecido el templo del Padre! —gritaba Yeshua airado—. Este santuario está corrompido y hay que liberarlo del estigma del dinero y la descomposición.
Los sacerdotes, pálidos como la cera, lo miraron despectivamente, como solían hacer con cualquier judío analfabeto, pero también aterrados. Aquel maestro no era un pobre predicador que iba de sinagoga en sinagoga contraviniendo las Escrituras. A una señal de un anciano saduceo, abandonaron el Pórtico de Salomón y llamaron a la guardia, mientras anónimos exaltados empleaban la violencia contra los tenderetes y volatería, convertida en un pandemónium de aleteos y gruñidos.
—¡Os habéis apartado del camino de Dios y de su ley! —insistió el maestro.
Era evidente que había removido las conciencias de cuantos lo oíamos.
Recuerdo, Naomi, haber contemplado, iluminados por el tibio sol de la mañana, los brillantes denarios y sestercios romanos con las efigies de Augusto y Tiberio; los shekels y zuz judíos con las uvas, el barco herodiano y la efigie del templo; los tetradracmas de Alejandría con su faro y los cistóforos griegos con la serpiente de Dionisio, volando por los aires y rodando por las losas del patio.
Fueron instantes de caos, anarquía, ruidos, voces, carreras, protestas y lamentaciones, irreemplazables para mí. Mi padre Fazael hubiera llorado de gozo.
—¡Salve, Hijo de David! ¡Rey de Israel! ¡Ungido del pueblo! —gritaban.
Jamás se había contemplado nada semejante en el tabernáculo de Jerusalén.
Miré hacia el Patio de las Mujeres y observé que el Galileo y su círculo más próximo se dejaban envolver por la agitada marea humana de los peregrinos y desaparecían por las escalinatas que conducían a la Puerta de Susa. Pensé que era una sabia decisión, si es que deseaba conservar la vida, pues había encolerizado a los sacerdotes.
Suspiré profundamente, deseando que el Nazareno pusiera tierra de por medio y no entrara más en la Ciudad Santa. Mi maestro sonreía. No lo olvidaré.
—¿Y qué aconteció después, Ezra?
—Pues que se tardó más de una hora en recuperar la paz en el santuario y los mercachifles en recoger sus mercancías. Se veían grupos de saduceos, levitas y fariseos hablando en corrillos, intentando reunir al sanedrín para juzgar al Nazareno, y si era sentenciado por blasfemia, apedrearlo como era costumbre y ordenaba la ley. La noticia se extendió por la ciudad, como uno de los hechos más insólitos acaecidos en ella.
—A mí me parece un rabino distinto a cuantos oí predicar, Ezra. Pienso que con sus palabras nos libera de la culpa y de la desesperación y que abre una puerta de esperanza para sacudirnos de esa ralea de hienas: los saduceos.
Me extrañó que siendo una mujer estuviera tan interesada por los temas teológicos y que empleara unas palabras tan elevadas y certeras. Me agradó y respondí:
—¡Y tanto! Sus palabras me hicieron meditar e incluso las discutimos en la Academia del Templo. Ese sorprendente galileo pide al pueblo judío que se enfrente a la iniquidad de unos sacerdotes inmorales. Nos habló de un Israel sin templos y sin rituales, y mi padre y mi tío se echaron las manos a la cabeza y lo llamaron irreverente.
—Pues cada día crece más y más el número de sus discípulos.
—¿Tú lo eres, Naomi? —me interesé intrigado.
—No, no. Mis padres no lo aprobarían y muy pronto seré la esposa de un escriba de la ley, un sofrín que ejercerá la justicia ante el pueblo y un sabio respetado. Soy una mujer sin capacidad de decidir por mí misma —se lamentó.
Le respondí con una cariñosa sonrisa y me alegró conversar con ella.
—Yeshua de Nazaret es un judío y habla para los judíos. ¿Cómo no vas a poder escucharlo, si es un rabino de la ley? Jamás se ha proclamado hijo de Dios, lo que sería una gran blasfemia, y menos aún Mesías. Pero esa revolución religiosa de la igualdad y la pureza que predica no la aceptarán ni los sadoki, ni los frívolos boethusin, esa herética nobleza sacerdotal antigua, ni los viejos fariseos del sanedrín, a los que llama ciegos conductores de ciegos y linaje de reptiles.
—Muchos aseguran que es el prometido de Israel, el enviado por Dios para librarnos de la opresión del invasor extranjero.
Recuerdo que esgrimí una leve sonrisa de reprobación.
—Ese es el gran dilema, Naomi, saber si viene a traer a Israel la paz o la guerra. En los últimos años he escuchado muchas prédicas de otros tantos profetas que se creían el Mesías y a los que se llevaron el viento y el olvido. O murieron lapidados.
Vaciló unos instantes, pues no deseaba pasar por una mujer pedante.
—Muchos lo creen el Mesías esperado, y desean proclamarlo en Jerusalén.
Lo negué con una terminante negación de mi cabeza. No lo juzgaba así.
—No creo que el Galileo posea un discernimiento claro de su destino y de su misión. No obstante, te diré que entre sus seguidores descubrí a muchos zelotes, seguidores de Judas el Gaulonita, con la espada al cinto. Temo por él si se decide a predicar otra vez en Jerusalén acompañado de esa gente pendenciera. Muchos lobos estarán al acecho.
—Yo lo veo vulnerable y desamparado, Ezra —me aseguró Naomi apenada.
—Sé por los guardias del Templo que espías de Herodes Antipas y de Josef Caifás lo siguen a todas partes. Lo temen y piensan que puede levantar al pueblo si se presenta como el libertador y el Ungido de Israel. No olvidan al Bautista.
Me maravilló la defensa que hizo mi prometida del predicador Galileo. Yo pensaba que aquel fenómeno y la aparición del rabí de Nazaret en Galilea bien podía ser el espejismo surgido del apremio que abrigaba el pueblo de un salvador que lo liberara de la opresión romana y de la corrupción sacerdotal, pero callé.
Nos acercamos al río, y quise concluir la plática sobre el revolucionario rabino. Me aprecié impulsado a preguntarle algo que se murmuraba en el templo.
—¿Y ciertamente proviene de Nazaret? Esa aldea no la conoce nadie.
—Una de las mujeres que lo siguen nos aseguró que su madre, al enviudar, abandonó ese villorrio y residen en Caná, al pie de las montañas de Achois, donde se formó como rabino y donde ejercía como artesano. Ahora va de aquí para allá por las ciudades del mar de Tiberíades predicando y haciendo portentos —me aseguró.
En aquel momento sus ojos relampaguearon de deseo. Nos cogimos de la mano y nos quedamos pensativos.
Recuerdo a Naomi arropada por una túnica que marcaba sus delicados contornos, sus senos como dos tórtolas gráciles y el delicado perfume a agraz que exhalaba