Impúdicas. Arabella Salaverry

Impúdicas - Arabella Salaverry


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      Arabella Salaverry

      Impúdicas

      Colección Sulayom

       San José, Costa Rica

      Primera edición: Uruk Editores, 2016.

       © Uruk Editores, S.A.

       © Arabella Salaverry.

       ISBN: 978-9930-526-94-1

       San José, Costa Rica.

       Teléfono: (506) 2271-6321.

       Internet: www.urukeditores.com

       Correo electrónico: [email protected]

       [email protected]

       Ilustración de portada: Egon Schiele.

       Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.

       Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.

      A mi madre

       mis hijas, tías, hermanas,

       sobrinas, amigas.

       Al universo femenino

       y a los hombres que lo comparten

      “Pero cada uno

       Tiene su propio reino de penas

       Y todavía no las encuentra todas

       Navega en su busca día y noche

       Incansable infalible incontestable”

       W.S. Merwin

       “La felicidad no necesita

       ser transmutada en belleza,

       pero la desventura sí.”

       Jorge Luis Borges

      No hay vida sin cuento

      Dicen muchas cosas que no son ciertas, lo que se puede considerar apropiado en un mundo con tantas cargas de mentiras, disimulos, desmemorias y confusiones. Sin embargo, lo que resulta a plena luz una tragedia es callarse. Lo cierto, lo silenciado y por lo tanto oculto se entremezclan en un siniestro juego de escondidos.

      No hay peso que se quite de encima con solo un deseo palabresco y pasivo de hacerlo. Eso únicamente puede aumentar el peso, igual pasa con las buenas intenciones inactivas que pavimentan el camino a la tortura terrenal.

      Arabella acusa en sus cuentos, no calla debilidades, cobardías, traiciones y deslealtades. No oculta que la humanidad es imperfecta sin dejar de aspirar a que sea diferente, con menos violencia, más tolerancia y comprensión, más justicia, igualdad y amor.

      Sus cuentos son un ejemplo de sus observaciones y de fidelidad a sus propios sentimientos. Su dedo acusador se vierte en un dibujo claro con la fuerza realista de los signos evidentes, sin que por ello pierda el contorno poético de su estilo, ni el revestimiento lírico de su agudeza sapiente. Sin perder el brillo coloquial del ambiente, su narración acentúa su toque creativo, tan personal como el matiz de prosa poética que muestra en sus narraciones.

      Cada cuento de Arabella cumple con los consejos de Horacio Quiroga, sin que su obra en ningún sentido advierta alguna influencia determinada, salvo la de las costas caribeñas, la nostalgia del mar, de su vida en Limón y de sus caminantes familiares por las calles de la ausencia.

      Hay vida en sus cuentos, vida que se apodera del lector que los siente como una aventura personal y los agrega a sus etapas de ensueño. Sus personajes son inolvidables: la abuela y las tías, el amigo Jerónimo, los visitantes, Miss Hoover, los hombres de negocios, las vendedoras pregoneras, dentro del envoltorio del calor, los caracoles, la sal en sus residencias de piel y de deseo. El recuerdo presencia la vida, la vida revive el recuerdo. La nostalgia gobierna los pinceles y las acuarelas dibujan paisajes y momentos permanentes.

      Al entrar en este libro, sin aviso alguno, abandonamos nuestro sitio acostumbrado, nuestro sillón habitual de lectura, para acercarnos a la densidad caribeña sin necesidad de tocar puertas y pedir permiso al paso libre. Dejamos atrás las rutinas, siempre tan fastidiosas, para que el aire marino eternamente refrescante nos grite en voz baja y entonada: aquí hay vida y no hay vida sin cuento. Y no hay cuento sin sueños.

      Carmen Naranjo

      30 abril del 2004

Vigilia

      Agnès

       (o las torturas del flamenco)

      El lápiz labial quebrado. El último pedacito y se había partido. Con el dedo, ¡qué remedio! Tendría que pintarse los labios con el dedo –después el pañuelo un desastre, pero ¡nada que hacer!–. Así aprovecharía los restos de la barrita. Colocó el rimmel, Maybelline, que por suerte en estos lares al menos se encuentra Maybelline, y además barato, lo colocó, decía, sobre el pupitre al lado del peine y de la peineta. ¡Ay!, la peineta había perdido tres de las perlas y cómo reponerlas. Tal vez con bolitas de naftalina. Total, de largo no se nota… solo que el olor… y con lo alérgica que se había puesto. El clima de porquería le producía asma. No paraba de toser. Mejor ni pensarlo porque si empezaba ya no terminaría nunca. El cepillito de pintarse las pestañas un tanto pegajoso. En una de esas la Hermana Clara Mercedes, tan dulce ella, tan caribeña, le haría el favor de traerle un poquito de agua para humedecerlo. ¡Y tan largas que tuvo las pestañas! Pero eso antes, antes. Ahora cada día eran menos. Cuatro pelos ralos. Bueno, pero el Maybelline en algo ayuda. Sacó el pomo con los polvos de arroz ¡mare meva!, ¡parece que se evaporan!, la borla que fue de plumas y ya algo parecido a un estropajo. La colocó cuidadosamente al lado del rimmel, de la barrita del labial despuntado y del lápiz para delinearse los ojos. Agnès revolvió con cuidado la pequeña maleta hasta encontrar el espejo. Estaba rajado en una esquina no fuera a cortarse mala suerte dicen las malas lenguas pero como que ya más imposible se quedó tranquila. El vestido de manola, con lo que odio el flamenco, fondo rojo y lunares de colores, mostraba dos lamparones debajo de las axilas… ¡este clima de mierda! La humedad revuelta con el calor torturaba su piel blanca, blanquísima. Y su ropa. Con lo dificultoso que era encontrar un sitio decente para lavar. Bueno, usaría carmín. En una de esas un poco más que el de costumbre. Las luces eran pobres y ella con ese color que suelen tener los muertos cuando la sangre se estanca.

      Afuera el bullicio crecía. Oía pasos precipitados, grititos de burla, ella en camisón con sus tetas caídas, por la hendijas sentía los ojos espiándola, y sus caderas anchas, cada día más anchas. El culo le crecía sin misericordia. No soportaba las piernas. Miró la izquierda, congestionada aún más que la otra con los cordeles azules que eran sus venas resaltándose en la piel blanca. Dispuestas a romperse en cualquier momento. Pensó que tanto esfuerzo le estaba cobrando su cuota.

      Por la ventana entró el reflejo de una palmera que se movía con una ráfaga que medio refrescó el ambiente. Sacó su vestido, lo colgó de una percha para que se estirara, y luego el mantón de manila. Su hermoso mantón verde. El mantón que había sido de su abuela. Aunque ya descolorido al menos los bordados se mantenían. Flores fucsias, rosadas, rojas, las puntadas en espiral que aún atesoraban su brillo, flores que flotaban en la seda verde. Tendría que remendarlo. Se había rasgado un poco y la seda en cualquier momento se rajaría de parte a parte. En el fondo de la maleta su cajita de la costura. Cortó una hebra no demasiado grande, “el perezoso y el mezquino siempre hacen doble su camino” oía a su profesora de manualidades de esa infancia más bien lejana, cortó la hebra de un tamaño tal que no se enredase. Buscó el enhebrador además de los anteojos, y con dificultad logró dejar la aguja con su cola de color: la hebra verde dispuesta. Oyó el golpe a la puerta. La Madre Natividad que le preguntaba: ¿Estamos listos? Con su suave acento tropical.


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