Impúdicas. Arabella Salaverry

Impúdicas - Arabella Salaverry


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construir del colegio escuchó una voz oscura. No una voz adolescente. Su dueño, un hombre con olor a viento y sol de ese mar desconocido para ella, el Pacífico. Alba olvidó los amores pulcros dejados entre las olas. Adentro de ella un látigo. Ese hombre. El hombre con olor a viento y sol del Pacífico, ese hombre con nombre de héroe griego. El hombre que diseñaba el mural escultórico a la entrada del teatro. Ese hombre llegaba todas las tardes a su nueva casa, su colegio. Alba olvidó. Y a partir de ese encuentro el té de manzanilla mejoró su sabor y los días fueron más amables. Alba transformada, sin saberlo, en espera. Alba esperaba, esperando cada tarde.

      Otra tarde de aguacero optó por no ir a la clase de danza. Moriría si no le hablaba. El autobús repleto hasta el centro. Un edificio carcomido por la humedad. La escalera pesada de tan perpendicular. ¿O sería el peso de su premura? La puerta se tomó tiempo. El tiempo se transformó en plomo. Pasó un instante. Un día. Una semana. Hasta que al fin. Nada la detuvo esta vez. Ni sus diecisiete años, ni la lluvia, ni el dintel triste de la puerta, ni la presencia hermosa que la enfrentaba. Sí, vengo a decírselo. No más silencio: yo sé que usted sabe. De todos modos me incomoda el silencio. Sí, sé que usted sabe. Y aquí estoy para que sepa que yo sé que usted ya sabe.

      La mano de él fuerte y consoladora, tal vez un poquito burlona, tomó la suya y la hizo cruzar el umbral, entrar al estudio donde se desbordaban bocetos, modelos en barro, pinturas en proceso. Mientras la conducía hacia el sofá, junto a la ventana por donde espiaba la lluvia, el hombre puso a hervir agua en una pequeña hornilla, y minuciosamente se dedicó a preparar un té para entibiar los labios de Alba, hasta que decidió aplacar antes ese frío colocando su boca sobre la boca de ella. Sus manos, despacio. Alba con los ojos cerrados, imaginando lo que sentía. No sabía si era el tacto o la imaginación o simplemente no estaba allí aunque estuviese, –una manera de estar no estando que iría haciendo cada vez más recurrente–, mientras él la ayudaba a despojarse el uniforme colegial, las medias negras de lana se hacían innecesarias, la malla de la clase de danza también innecesaria. Ella en una suave desnudez de ojos cerrados, estoy allí. Y no estoy. Ahora la danza sería otra: la danza del tacto, de las manos anudadas a su cuello, los brazos que la rodean, las manos cobijándose en sus axilas, bajando por sus pechos ateridos, acariciando, tocando, acunándose en el recinto tibio de su pubis mientras él se deshacía también de su ropa y los dos cuerpos desnudos, uno caricia del otro, se transformaban.

      A partir de ese momento palabras sustituidas por tacto y tacto por palabra sin retroceso. Siguieron las tardes en las que Alba se diluía subiendo la escalera hasta llegar a la puerta de esa habitación de las manos repletas de caricias, nunca excesivas, caricias dóciles, caricias que la llevaban a una indagación minuciosa de los resquicios donde se ocultaba el placer. Alba aprendía a acariciar. Con timidez y con descaro, conociendo, desde sus ojos cerrados, explorando por primera vez otro cuerpo. Tardes destinadas a la fiesta de dos pieles palpándose, reconociéndose, inventándose.

      Las lecciones quedaron en un plano perdido. Solo importaban los encuentros furtivos evadiendo a compañeros y profesores, las miradas concretando la cita próxima, el desacato, el sobresalto.

      Hasta ese día en que ocurrió lo inesperado. El dentista le había sacado dos cordales. Sus muelas del juicio, o mejor: de la cordura. Otra manera de perder algo del poco juicio que aún le quedaba. Su cita suspendida. La mejilla derecha una abultada colina. El dolor impedía hablar. Nadie en la casa. Y esa tarde el té de manzanilla ausente. Los analgésicos adormilándola. Alba brumosa y el timbre del teléfono que recorría los distintos aposentos transformándose en un eco: el sonido del sonido que recorría la casa rebotaba de pared a pared hasta la habitación repleta con su dolor. Decidió contestar pese a que casi nunca las llamadas eran para ella. Le costó incorporarse de la cama. Su delgadez no alcanzaba para mucho. Débil por el ayuno. Recogió de paso un suéter pues temblaba con las corrientes de aire, medio se embutió las zapatillas de danza arrinconadas bajo la cama, se dirigió hacia el timbre mientras trataba de evitar la vibración en la cabeza al caminar. Trabajosamente llegó al teléfono. ¡Aló! Mientras se estiraba el suéter para cubrirse en algo las piernas, sus pobres nalgas ateridas ¿Su nombre es Alba? Sí, Alba. Con voz algodonosa. La otra voz estremecida, diciendo: Alba que no tiene nada de Alba, la puta, la que visita a un hombre que tiene mujer, es decir, me tiene a mí. La llamo para advertirle. Nunca, nunca más se le ocurra acercarse a su estudio ¡nunca más! Ya sé que vos sos de la costa, ya sé que todas las de por ahí son iguales, no pasan de eso, las mujeres del Caribe son… son… son unas putas, sí, todas putas, putas impúdicas… ¡sí! y vos, vos, igual que todas, ¡puta impúdica!

      La palabra se quedó sembrada en la piel de Alba. No entendió muy bien la dimensión del insulto, que en el fondo le produjo gracia. Lo de puta, para ser honestos, no le gustó mucho… algo, o bastante había oído al respecto y no era de lo mejor… pero lo de impúdica, lo de impúdica, casi podría decirse que lo disfrutó. Porque la verdad no sabía mucho de pudores, ni de convenciones, ni de represión. Y en su piel de sol, su piel de mar, la palabra germinó y marcó su destino para siempre:

      ¡Impúdica!

      Alona

       (o sobre reacciones adversas)

      Sus caras se asomaban entre el marasmo de sábanas, edredones y colchas con el que aliviaban el frío de navaja. Sus caras de papel de china arrugado, marco para ojos vivos y profundos, –sobre todo los de la mujer, Alona–, emergían mostrando su asombro por la extraña irrupción.

      Visitas, nunca. Sabían que el tiempo no perdona, y que ya les correspondía vivir en el desván. No porque no fueran aptos, no porque no fueran hábiles, o inteligentes, o capaces. No. Sencillamente porque ya las arrugas del rostro, el paso lento, el dolor en las caderas no ayudaban, y los condenaban a la vida en el rincón. Ella se contentaba con resolver sudokus día y noche. Él, con mirarla.

      De usarla tan poco, la memoria se les había desteñido. Recordaban poco. Tal vez los niños que fueron, los besos adolescentes, o las pasiones de la edad temprana. Tal vez los hijos que tuvieron, los trabajos que realizaron, los amores que sufrieron. Pero todo envuelto en una tenue tela de plata, que hacía de su pasado algo parecido a las sombras del crepúsculo.

      Esa noche, Alona tomó el borde del edredón y se cubrió aún más, si eso fuera posible. Solo sus ojos asombrados quedaron fuera. El hombre emergió como una tortuga de su caparazón, me parece una estupidez, estamos bien así, no necesitamos nada. Los ojos de ella hablaban distinto. Sí, estoy interesada, me gusta, me gusta.

      El muchacho, desde que tuvo la idea, entendió que no sería fácil. Requeriría de un delicado trabajo de convencimiento. Tendrían primero que aceptarla, luego aprender a usarla, y después encontrarle destino. La madrugada de ese invierno de 2 grados no era el mejor momento para la visita, y menos para plantearlo. Pero no resistió la tentación. Tomó su sobretodo café, la bufanda, una boina paciente que aguardaba por él, salió de su apartamento, bajó la escalera casi corriendo, caminó las diez cuadras que los separaban y llegó a la casa. El jardín, imposible. No podía caminar sin llenarse de hojas secas, sin esquivar malezas y piedras mal alineadas. Aún tenía la llave y pudo abrir la puerta de bisagras teñidas con el herrumbre del desuso. El pasillo discurría entre sombras heladas y solamente la escasa lamparita de la mesa de noche dejaba un remedo de luz insomne en el ambiente. No tendría más remedio: despertarlos. ¡Hola! Allí estaban. Expuestos, con sus pieles de papel de china, el pelo enredado en el sueño, y los ojos, especialmente los de Alona, emergiendo –en un alegre asombro– de la noche.

      El muchacho se sentó al borde de la cama. Su voz pintada de entusiasmo comentaba la propuesta. Tendrán el mundo a la mano. Ya verán, es como abrir el horizonte de par en par. Podrán visitar países, entrar en museos, conocer personajes, leer historias… Ella decía sí, sin palabras. Un sí vibrante y alegre. En cambio él, cada vez más turbio, se oponía. Se sentía amenazado. No quiero saber nada. Eso es mierda, mierda y tontería. Una irrupción en la paz. Y a estas hora, muchacho necio. ¿A quién se le ocurre? Venir con semejante propuesta y a estas horas… Ella, acostumbrada al silencio, no opinaba. Pero sus ojos decían sí, por supuesto, me encanta la idea, yo puedo, yo quiero.

      El hombre cada vez más molesto. Nada que alterara


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