Tensiones y transiciones en las relaciones internacionales. Carlos Alejandro Cordero García
donde globalización y hegemonía son procesos opuestos.
El primer escenario, el régimen de acceso a los mercados, proviene de las nuevas prácticas y representaciones de una economía global trasnacional y desterritorializada; el segundo contempla (y acepta como inevitable) la perspectiva de guerras culturales entre distintas “civilizaciones”, aunque el precedente del S–11 —y sus hoy mismo vigentes consecuencias en el Medio Oriente— lleva a pensar, casi de manera automática, en una confrontación entre el islam y Occidente; el tercero es la confirmación de una hegemonía global acrecentada, “dado que no hay alternativas relevantes al ejercicio del poder estadounidense” (Agnew, 2005, pp. 137–150).
Si bien apunta que hay condiciones de posibilidad para los tres escenarios, Agnew (2005, pp. 141–150) considera que el primero se corresponde en mayor medida con las orientaciones que siguen los nuevos procesos local–globales de producción e intercambio, y por tanto permite atisbar en el horizonte una historia geopolítica cualitativamente distinta a la vigente desde los inicios de la expansión europea; esta geopolítica, ya desestatalizada y no geocéntrica (no eurocéntrica, no geoatlántica), desplazaría a los anteriores esquemas de poder internacional, organizados en sistemas jerárquicos cerrados. En consecuencia, plantea Agnew, los procesos de globalización limitan o incluso contribuyen a erosionar los fundamentos de un poder global estadunidense capaz de imponer por la persuasión o fuerza sus visiones e intereses, si bien señala también —y en este argumento coincide con Brzezinski—que dicho poder y dicha influencia mundiales serán verdaderamente confrontados y acotados si Estados Unidos sigue un camino geopolítico “unilateral y coactivo” (2005).
Parag Khanna (2008, pp. 30–34) reivindica la idea de un mundo multipolar dominado por “tres centros de influencia relativamente equivalentes: Washington, Bruselas y Pekín”, cuyo frente de batalla sería el de la disputa por la influencia en los países del Segundo Mundo, aquellos que están en condiciones de emerger de la marginalidad económica y política para constituirse en interlocutores del Primer Mundo sin haber abandonado totalmente el ámbito del Tercero; (7) esta línea de pensamiento hace recordar, aunque con matices significativos, el esquema de interpretación propuesto por Immanuel Wallerstein sobre un centro y una periferia cuya interconexión estructural constituye el espacio de la economía–mundo. Pero esta relación centro–periferia, de “complementariedad conflictiva” entre dos modos de organizar económica y técnicamente los procesos productivos, se integra con otra dimensión espacio–temporal, la semiperiferia, un espacio móvil donde el ejercicio de la política —la gestión más o menos institucionalizada del conflicto—, relativamente autónomo respecto de las estructuras económicas vigentes, desempeña un papel crucial; este espacio ambiguo es para Wallerstein el ámbito dinámico donde suceden, pueden suceder a través del conflicto, las trasformaciones que hacen posible el cambio social, histórico (Taylor & Flint, 2002, pp. 16–21).
El esquema interpretativo de Khanna delinea, como se anotó, un mundo donde tres polos fundamentales organizan el espacio mundial y definen la supremacía mediante la influencia ejercida sobre los países del Segundo Mundo —semiperiféricos, en la terminología de Wallerstein—, que a su vez procuran establecer alianzas privilegiadas con algunos de los polos o imperios. Sin embargo, esta rivalidad tripolar, señala Khanna, se aleja del ámbito característico de las disputas entre potencias de similar magnitud por el dominio de zonas de influencia, pues al darse en un contexto delimitado por los procesos de integración globalizada neutraliza la reactivación de disputas geopolíticas como las del gran juego europeo del siglo XIX (Nieto sobre Khanna, 2010, pp. 259–261).
En contraste con los esquemas planteados: de unipolaridad en la globalización (Brzezinski); de intensificación creciente de procesos e intercambios en la red global, con acotamiento de la hegemonía estadounidense (Agnew); y de tripolaridad dominante, en un esquema centro–periferia, en el cual la hegemonía se disputa en el ámbito de las relaciones con el Segundo Mundo (Khanna), Richard N. Haass considera que las relaciones internacionales y globales del presente esbozan una era de no polaridad, descentralizada y difusa, con hegemonías provisionales (la estadunidense en lugar destacado) y delimitadas por contrapoderes políticos, culturales y económicos con diversa escala y objetivos, entre los cuales destacan las organizaciones suprarregionales, así como los grupos organizados con fines altruistas, comerciales, delincuenciales: “El poder ahora se encuentra en muchas manos y en muchos sitios” (2008, pp. 66–77).
¿Qué papel desempeña Estados Unidos en la no–polaridad? Según Haass (2008, pp. 71–72), pese a su predominio manifiesto en las magnitudes del PIB y el gasto militar, cada vez se hará más evidente la distancia entre poder e influencia, esto es, entre las magnitudes económicas, políticas y militares que Estados Unidos puede exhibir, y las consecuencias efectivas de ejercer ese poder mediante la definición de agendas y el cumplimiento de objetivos estratégicos. En este contexto, Haass (2008) propone tres causas para el tránsito de la unipolaridad a la no–polaridad: a) una histórica: la aparición de nuevos actores estatales, sociales y empresariales con posibilidades de ejercer diversos tipos de influencia gracias a la combinación cada vez más eficaz de sus recursos humanos, tecnológicos y financieros; b) una específicamente estadunidense: el debilitamiento de su posición económica relativa por una política energética consumista, cuya principal consecuencia es la trasferencia de recursos a otras sociedades; y c) el proceso multiforme e intensificado de la globalización, con sus intercambios y circuitos cada vez más autónomos respecto de las políticas estatales.
Por eso, advierte que la combinación de estas tres causas hará más difícil diseñar y aplicar acciones internacionales concertadas, tanto de cooperación como de seguridad, dada la proliferación de actores estatales y no estatales con posibilidad de intervenir y tomar decisiones, no necesariamente colaborativas, en sus respectivos ámbitos de influencia. En este contexto impredecible, heterogéneo y abierto, la opción multilateral “será esencial para hacerle frente al mundo no polar” (Haas, 2008) a través de una refuncionalización de órganos claramente desfasados de las realidades contemporáneas, como el Consejo de Seguridad y el Grupo de los Siete + Rusia. (8) “Multilateralismo cooperativo” denomina este autor al conjunto de iniciativas y alianzas que, potenciadas por las redes integradoras que operan globalmente, permitirían establecer relaciones de cooperación entre grupos de naciones con intereses y perspectivas afines, en un esquema que promovería una estabilidad descentralizada, por así decir, obteniéndose un orden móvil (y necesariamente provisional) de “no polaridad concertada” que contribuiría a disminuir “la probabilidad de que el sistema internacional se deteriore o se desintegre” (Haass, 2008, pp. 73, 77–78).
GLOBALIZACIÓN Y GEOPOLÍTICA, ¿UNA RELACIÓN CONTRADICTORIA? ALGUNAS CONCLUSIONES
La permanencia de la geopolítica como referente de las relaciones entre los estados ha de situarse y analizarse en un mundo cuyas dinámicas técnicas, económicas y culturales parecen provenir de la articulación entre dos tendencias: 1. hacia una mayor integración a través de los crecientes vínculos reales o virtuales entre sociedades y estados; y 2. hacia la ampliación de los factores que definen la medición del “poder disponible”, político–militar, económico y técnico, pero también cultural y simbólico (centrado en las capacidades para trasmitir imágenes convincentes de formas de vida y consumo), considerando asimismo la influencia de los polos regionales, nacionales o supranacionales sobre la agenda internacional.
Agnew (2005) y Haass (2008) han planteado, desde distintas perspectivas, que la coexistencia compleja entre la geopolítica y la globalización supone un límite definitivo de la influencia estadunidense tal como esta se ha manifestado desde fines de los años cuarenta del siglo XX; mediatizada gradualmente por un conjunto de procesos que se expresan, desde hace tres o cuatro decenios, en la amplitud y la variedad de las agendas de las relaciones internacionales contemporáneas, ya no solo vinculadas a cuestiones “clásicas” como la seguridad y los sistemas de alianzas sino de manera cada vez más significativa a formas de cooperación que relativizan, sin anularlo, el valor de la hegemonía político–militar como eje de la supremacía.
Khanna, por su parte, afirma la vigencia de la geopolítica a través del conflicto, que juzga inevitable entre los tres grandes “imperios” que concentran la capacidad de