Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez

Muy caribe está - Mario Escobar Velásquez


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meto la mano al hondo cajón de la cómoda que mantengo con dos cerraduras de llaves complicadas, y de una de las recias bolsas de cuero en donde guardo las monedas de oro y plata extraigo una de estas para gratificarle sus afanes de hormiga por mí y mis cosas, la cara del charlatán fulgura de complacencias. Toma a la moneda y la sepulta en uno de los hondos bolsillos de su traje de jerga. Yo me río. Se supone que ha hecho voto de pobreza íntegra. Y espera la llegada de todo año nuevo con regocijo mucho, porque en él la moneda sepulta en la jerga es de oro, y de las más grandes. Como le está vedado salir de estos muros, ignoro qué hace con sus monedas. No me interesa saberlo.

      Esa de que seguramente moriré en este año es la suposición que me he hecho en todo anterior a este, por unos quince de ellos, y en cada enero. En cada uno es más lógica la suposición y más anhelado el acierto. El cansancio demasiado es acumulativo, y es así como creo tener todo el posible.

      A veces, como los indios del Darién, que así lo hacían, he querido morir por el deseo de hacerlo como única causa. Pero nunca pude lograrlo, sin que sepa por qué. No era carencia de deseo, ciertamente. Tampoco he podido saber nunca por qué sí ellos podían: les bastaba con el desear. No requerían de arma, ni de ponzoña, ni de tósigo, ni de hondas aguas azules para ahogarse.

      Sí que podían. Pude verlo en más de una vez. Uno de esos indios, uno que estuvo muy cercano a mi corazón, cansado un día de su fardo de agobios, causados todos ellos por la carga que nosotros los españoles les éramos, decíame despidiéndose que iba a morir. Decíame que lo haría en uno o dos días más. Decíame que suavemente, cayendo a la muerte desde el caminar como cayendo al sueño. Decíame que sin violencia. Sí, lo suyo fue un suicidio, y la única arma empleada fue su voluntad de morir.

      Cuando lo comenté con otros indios no tuvieron extrañeza: todos parecían tener conocimiento de ese don. Me dijeron que les era connatural.

      Francisco Pizarro, en su colosal incomprensión de todo, salvas la guerra, la codicia, y la crueldad, decía que morían de la tristeza. Como la torcaz, esa ave zahareña, cuando la enjaulan. Que en todos ellos esta condición era como una enfermedad letal. Creo que fue él el primero en decir que a los indios esclavos debería reemplazárseles por negros africanos que no enfermaban así del alma, y no sabían morir de muerte deseada. Después, los Cronistas de Indias, que a veces desaciertan porque escribieron de oídas y no de vividas, dijeron lo mismo de Fray Bartolomé de las Casas, el primero de los sacerdotes ordenados en Santa María la Antigua del Darién.

      Pero no era eso. Yo estuve cercano a ellos, los indios, como ninguno jamás lo estuvo. Y aunque a este libro lo escribo, en el tedio de los días sin qué hacer, para decir de mí y de lo que hice y fui en el Nuevo Mundo, lo escribo también para contar de los indios, sus habitantes, y mucho. No era, pues, ni tristeza ni enfermedad lo que los hacía morir cuando el agobio los aquejaba. Era la voluntad de irse cuando no querían soportar más las cargas que el amo imponía. Tal vez como condimento el irónico deseo de burlarlo, privándolo de una posesión. Una especie de sisa en grande sisado todo el cuerpo. Era la voluntad de irse cuando no querían vivir más, estuvieran o no cargados de las cargas que el amo imponía.

      Alguno de ellos pudo hasta vaticinarme el instante. Pero vaticinio no es la palabra adecuada. Señalamiento sí lo es.

      “A la hora en que las guacamayas regresan”, dijo. No faltaba para eso mucho más de una hora, y yo me estuve con él. Conversábamos de todo lo usual en cada día. Cuando esas grandes aves descendieron de un cielo de nubes bajas hasta sus perchas en el bohío, él se fue a llenarles el cuenco con el cariño de la harina habitual. Y volvió a sentarse en el banco en donde yo estaba. Nada más antes de desmadejarse me puso su mano cálida en el hombro, no fría como la de uno que iría a morir en segundos. “Ahora va a ser, amigo. Sé feliz”, me dijo. Apenas si cerró los ojos para irse.

      A mí eso me parece de una maravilla inalcanzable. Algo capaz de burlarse sin violencia de las ignominias de una edad longeva. Por ejemplo de la odiosa incontinencia goteante de la orina, que ahora me castiga cuando el frío muerde más duramente y me humilla hasta hacer salir otras gotas saladas: las de mis ojos. A veces me parece que en los más hondos adentros de mi cráneo tengo a un lago que desagua y desagua intérmino.

      Es por esas gotas deslizadas sin mi permiso que se me fabrica una especie de almohadilla rica en algodón absorbente que uso sostenida por las bragas, y que aparan a esas gotas siempre inoportunas. Las desecho por docenas, para que el olor a orina de los chivos no se me adhiera. Unas almohadillas a las que odio, semejantes a las que las mujeres usan cuando sus asuntos de luna. Pero ellas apenas por unos días de cada mes, y yo por todos los días de todos los meses del invierno.

      Es cierto que existen los pistolones y su bala de plomo que deshace sesos. Que existe el desangre por degüello que una daga bien afilada pone en el cuello. Que es posible volcarse sobre la espada cuya empuñadura se ha afincado en el suelo, con su punta tocando el pecho en el exacto punto del corazón. Y que existen los tóxicos, muchos y variados. Pero de ninguna de esas maneras de morir me fío: todas suelen acercarse sin elegancia, plenas de lentas agonías y dolores. Tengo por decir, entonces, que a muertes así les temo. A la muerte que deseo es a la que los indios tenían, intacta la dignidad. En conciencia y con la facilidad con que un soplo apaga una vela.

      Las guacamayas son unas aves increíbles hasta vistas, ornadas de unos colores muy vivos y en unas combinaciones difíciles, pero que en ellas armonizan violentamente, si es que me son permitidos los términos que parecen excluirse mutuamente. Combinan caprichosamente los rojos, los azules, los amarillos y los verdes. Tal vez no haya dos que distribuyan iguales sus colores. Parecería que las hubiera decorado un pintor locato, pero con una asombrosa sabiduría de las combinaciones que intenta. Son del tamaño de un ánade, y tienen la carne, que es dura de cocinar, de un azul desvaído que no favorece el apetito cuando están servidas. Hay que hervirlas por horas para poder hincarles el diente. A veces teníamos que comerlas a falta de otra cosa. Su voz es desapacible. Suena como el raspar de un cuchillo contra una oxidada plancha de fierro. En esos entonces creía en Dios y me pensaba que se divertía coloreándolas a una por una. Todas distintas, pero todas obras de un pintor que fuera un colorista eximio. Ya no creo en Dios, pero sí en esas aves como obra de sus manos. Y qué importa que sea contradictorio.

      Los indios del Darién las criaban libres en sus bohíos. Un poco abajo del techo colgaban alguna enorme calabaza hueca, y ponían perchas. Les bastaba con hacerse a unos pichones, y con recortarles las puntas de las alas. Para cuando volvían a crecerles estaban hechas a la dehesa, mansas. A veces se juntaban tres o más generaciones, muy unidas. Se iban juntas, y así venían al oscurecimiento. Llegaban volando bajo y lento, en fila y conversando cosas de comadres en cuchicheos. Parecían un chal de colores vivos, desplegado. Una de ellas solía, luego de comer los granos o las féculas de su comedero, volar al hombro de mi amigo. Allí se dedicaba a decirle cosas al oído, como en secreto. Muy paso la voz mascullada. A veces le mordisqueaba el colgante lóbulo de la oreja. A veces él ponía uno de sus dedos entre los filos del pico córneo capaz, a mi ver, de trozarlo. El ave lo palpaba con los filos. Parecía imposible esa suavidad entresacada de la potencia de morder.

      Cuando le preguntaba por esos manejos, me respondía:

      —Me dice que me quiere –explicaba con una luz de complacencia en esos ojos oscuros como la media noche de la selva–. Me dice que cerca de la costa ha madurado el fruto de los güerres, y que hay racimos a montón. Me dice de un gran pez que ha muerto y que las olas arrojaron cerca de la playa. Me dice que ese olor ofensivo de la descomposición sube alto, creyéndose nube.

      —¿De veras te dice todo eso? Si me lo dijera alguno que no seas tú no podría creerlo por más que me esforzara. Hasta podría enojarme con él, porque me estaría suponiendo cándido.

      —Sí, eso me dice. No lo oigo de su voz, ni con los oídos. Lo oigo más hondo, viniendo más hondo que de su parla. No sé explicarlo.

      —¿Y puedes creerle, siempre?

      —Sí le creo, y siempre. En muchas veces lo he verificado a su decir. Cuando ustedes entraron al golfo por la primera vez vino a decírmelo, ella y su gente muy excitadas. Habían pasado en vuelo sobre las naves, y no las entendían. Era cuestión de palabras.


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