Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez
—¿Dices que “ella”?
—Sí. Es la madre de esas otras cuatro que están en la percha y es abuela de otras ocho, que regalé pichonas. Su macho no vino más algún día. Ella y yo nos criamos juntos.
—Explícalo más.
—Viven bastante. Ella tiene ya más de veinte de eso que tú llamas años. Cuatro tenía yo cuando salió del huevo. Creció en mis manos y en mis hombros. Casi puedo decir que solamente los dejaba para dormir. Y para excrementar. Me hablaba de continuo. Acabé aprendiendo su idioma, sin darme cuenta. Pero nada más que para oírla. Yo no soy capaz de emitir esos cloqueos suyos. Y, bueno, como no pude entenderle lo que me decía, lo que había visto, muy temprano el otro día me fui hasta la playa. Vi a las naves enormes, ancladas. Oí a las voces de ustedes, tan inentendibles, y sentí al miedo subiendo desde el suelo, y cayéndome desde arriba, y viniendo de los lados. Me subía por las piernas, como un bejuco. Otros bejucos me enredaban los brazos y la cabeza. Estuve mucho tiempo tratando de entender. Mucho. Me costó desprenderme de los bejucos, para irme. Y, en el yéndome del camino, a cada ratito quería esconderme.
—¿Qué pensaste en esas horas?
—Que la hora de los dioses por venir había llegado con ellos.
—¿Crees eso todavía?
—Sí. ¿Quién puede dudar que los españoles son como dioses malos? Esos los peores. A veces los dioses buenos olvidan hacer el bien. Ensordecen. No oyen las súplicas. Pero los dioses malos se gozan en el mal. Lo practican sin olvidarlo: como los españoles. Sin que sean dioses, son malos como los dioses malos. Los españoles son la misma peste, igual a las que trajeron: la viruela y la gripa. No sé por qué tú eres distinto.
Yo recordé la primera entrada al golfo. Habíamos venido caboteando por días y días, casi perezosamente. Buscando, sin saber qué se buscaba. Juan de la Cossa, el piloto casi brujo, trazaba y trazaba trazos en un papel clavado sobre una tabla ancha, y respondía a nuestras preguntas diciendo que dibujaba mapas. Que ellos le permitirían, después, volver recto, si quisiera. Tanto tan recto como una flecha tirada por una ballesta. Cuando vimos que la boca del golfo se abría como un bostezo, el piloto ordenó entrar. Era enorme, y profundo. Fuimos lentos, siguiendo la línea de la costa. Una costa baja. La selva empezaba a unos cuantos pasos de donde rompían las olas, y yo me demoraba extasiado mirando toda la gama de verdes que se daban en esa vegetación. Quizás uno se cansaría catalogándolos, me pensaba. De allá de donde yo venía todo verde era el mismo. Puedo decir que un solo tono de hierbajo, casi pardo. Todos esos verdes me entraban ahora por los ojos y me anegaban como en dulzores. Por no decir de los árboles inmensos. Se alzaban como monstruosas llamaradas verdes, y escalaban el cielo. Millones de ellos, todos gigantes.
—Malas costas estas –me dijo Juan– si los hombres crecen como lo hacen los árboles. Son increíbles, hasta viéndolos como los veo.
Juan se rio por entre los largos pelos de la cara tostada por todos los soles que aparaba desde su puesto de mando.
—Pero no esperes eso, muchacho. Serán como somos nosotros. Ya los has visto en La Hispaniola.
—En La Hispaniola no vi árboles como estos. Me maravillan, pero es una maravilla que se parece a mi miedo.
—Sus tierras, estas, en las que hunden las raíces, no están fatigadas. No las ha expoliado el hombre, como sí a las españolas. Han estado fertilizándose por milenios, y dan una vida muy forzuda, como ves. De esa fuerza nacen esos árboles. Pero los hombres de por acá no comen tierra.
De arriba caía una voz rasposa. Alzamos la cara y vimos a las aves. Hermosas, parecían llegando del Paraíso de Dios. Iban bajas y lentas, y yo no había visto antes plumajes más bellos. Eran ocho o diez. Le dije al piloto:
—Deberán venir del aviario de Dios.
Él ya las conocía. Me dijo, con un modo de ver las cosas que se me antojó bestial:
—Son carne fresca.
Y cuando vio que iniciaban un giro de regreso, ordenó:
—Tráeme la ballesta. Rápido.
Juan de la Cossa era el mejor ballestero que conocí. Rápido y seguro. En una vez le vi atravesar con la saeta a un gran pato que alzaba vuelo a unas dos docenas de pasos adelante, desde una charca, y ahora quería repetir la hazaña, supongo. El arma estaba cercana, tensada, y la puse en sus manos, dispuesta.
Pero aunque las aves dieron un gran giro sobre las naves, como observándolas, habían subido mucho y el tiro era inútil.
Desde las tres de la tarde, viniendo del mar, una brisa muy persistente alzaba de las aguas una maretilla continua que mecía a las naves. Juan y otros miraban a la costa, pero no vieron rastro de seres humanos. Entre los observadores yo distinguía la noble fortaleza de Vasco Núñez de Balboa, un hidalgo pobretón que, perseguido de deudas insolutas, había huido a La Hispaniola. Pero las deudas navegan más y mejor que las carabelas más veloces, y a la isla habían llegado, desembarcadas, esas deudas, acrecentadas de intereses de mora. Viéndolo se me hizo que miraba si su fortuna estaría entre la maraña. Por ella se había embarcado cada uno de nosotros. No obstante la ausencia de nativos, el piloto, que era la prudencia misma, ordenó ir golfo adentro y largar dos anclas. Y, para la noche, dispuso centinelas. Después de la cena el pinche de cocina tiró al mar un balde que subió con agua para lavar los cacharros en donde se tomó las gachas en donde flotaba, cecinado, un trozo de tocino que más sabía a sal que a grasa. Cuando hundió en el agua a su mano para enjuagarla, tuvo un gesto de sorpresa. Después hizo cuenco con ella y sacó unos buches, que bebió. Alzó un grito estentóreo:
—Venid a ver. ¡Es agua dulce!
Casi todo quisque acudió, y se tiró a más baldes. De la otra nave nos imitaban. Sí que era agua dulce, apenas con un toquecillo arcano de sal. Podía beberse sin ardor ninguno de la lengua y la garganta. Bebíamos de ella como si estuviéramos aprendiéndola después de la sed más larga. Era tonificante. El agua que traíamos en los barriles puestos en la cala acababa teniendo un sabor a rincones, y se llenaba, pese a todos los cuidados, de gusarapos. A uno le llegaban, en la taza en que la servían, nadadores.
Después se originaron las hipótesis y las discusiones, toda panza repleta de esa dulzura. No entendíamos: habíamos llegado por la mar amarga, salobre. De él cada gota que daba en la piel escocía, y al secarse dejaba la blanca impronta de la sal. Pero mientras los otros discutían de razones que no sabían, a mí en la sesera me maravillaba otra cosa, distinta a la ilimitada extensión de agua potable, porque no podía dejar de pensar en la mano de ese pinche. Esa mano que bebió primero que su boca, y que supo la primera.
De la Cossa tardó en hablar, razonador primero. Después dijo lo que resultó la verdad.
—Deberán desembocar en este golfo algunos ríos inmensos. La playa está repleta de troncos que la marea avienta. No pueden venir sino de ríos. Mañana haremos aguaje: el agua de los barriles apesta.
Se estuvo un rato mirando como a la nada, y dijo después:
—Vamos a llamarlo “El Lago Dulce”.
Así lo anotó en su mapa y en su cuaderno de bitácora.
No volveríamos al golfo recién bautizado sino dos años después, cuando Alonso de Ojeda fue nombrado gobernador de estas tierras del Darién, como así las llamaban los indios, y a las cuales pertenecía “El Lago”.
Si el piloto mayor hubiera sido zahorí hubiéralo bautizado El Lago del Hambre. Porque de esa cosa amarilla y terrible habrían de morir, después, y en sus costas, muchos más de mil y cien españoles.
En esa noche soñé con las aves que sobrevolaron el barco: las veía venir y pasar como brasas. Como brasas rojas, brasas azules, brasas amarillas, suavemente crepitosas, unas atrás de otras.
En la mañana me pensé que el sueño no desajustaba mucho de la realidad.
La brisa persistente que llegaba del sur había cambiado, viniendo cargadas las manos