Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez
hacerse a la materia de que están hechas. O para hacer monedas.
El piloto dejó de masticar para mirarme extrañado. Solo dijo:
—Tienes alma de poeta.
Ya había osado demasiado como para callarme lo que más me importaba. Antes de preguntarle más miré hacia el sol, ya muy caído. A esa hora uno podía atreverse a mirarle la cara sin sufrimientos de los ojos. Ciertamente parecía de un oro jaro que se agitaba. Quizá fuera cierto que sus sudores y sus aguas nos cayeran a veces. Le dije:
—¿Crees que tengamos derecho a quitarle a los indios el oro? ¿No solo el oro, sino también sus alimentos?
Arrugó el ceño. Me respondió aspérrimo, preguntando:
—¿Desde cuándo andas con esos pensares? No son buenos.
—Desde que pisé La Hispaniola, y vi.
El piloto escupió todas las briznas lechosas que había estado masticando, como si le ardieran súbitas. Dijo:
—El papa dividió a este Mundo Nuevo en dos. Dio la mitad a Portugal. La otra, a España. Dijo que predicáramos la fe católica. Y que se destruyera o esclavizara a quienes no aceptaran esa fe. ¿Te es ello suficiente?
Me estuve callado, masticando esa respuesta con dientes de adentro. Todo eso era duro como una bala de arcabuz. Masticaba, a más, si no había ido demasiado lejos, yo osadísimo. Él miró por un ratito apenas el camino demarcado hacia el pueblo del indio. Me aupó:
—Te hice una pregunta.
—Estaba pensando en las naborías de Cuba. Son haciendas, todas trabajadas por indios esclavos. Cada peninsular que desembarca quiere una. Y entonces organizan cacerías para capturar a los pocos naturales que hay libres. Es fácil, porque de la isla no pueden salir.
—¿Y qué?
—Todos esos habían aceptado la fe. Todos fueron bautizados. En cada domingo van a misa. Y sufren látigo y cepo.
Me dio la espalda y se puso a otear hacia la entrada del golfo. Yo arremetí:
—Acá, seguro, nosotros buscaremos un poblado de gentes que no sean belicosas como esas –dije señalando hacia Tirupí–. Cuando demos con él cambiaremos baratijas de vidrio, o hachas o cuchillos por su oro. Los engañaremos. Y tendremos por canjecitos su comida, o se la quitaremos. En eso pienso.
—Con Tirupí también nos las veremos, a su tiempo. Bueno, eres un pensador. Piensa entonces que la riqueza que viniste a buscar no se logra con el trabajo. Trabajando se subsiste, apenas. Si quieres ser rico tienes que quitarle a otros lo suyo. Por trueque de engaño, como dijiste, o por la rapiña. O poniendo a otros a trabajar para ti en una naboría, o en una mina. O engañándolo en los negocios, o aprovechando sus necesidades. Una cosa sé: la riqueza no es afín con la piedad. Y eso debes saber. Y debes escoger: Te quedas por acá, o vuelves a España. Allá puedes pensar lo que quieras, allá en donde la tierra desgastada no ofrece nada. Pero si te quedas no pienses.
Era una advertencia muy seria la que me estaba propinando, y yo prudente o cobarde, callé. Me ordenó:
—Anda y me traes la comida. Traes la tuya, igual.
Bajé, callada mi boca, rencoroso un poco. Juan, que había sido siempre la comprensión misma para conmigo y lo mío, se me había puesto hosco como una espelunca. Arriba, por un cielo despejado, trajinaba todavía alguna claridad, pero ya el agua estaba oscura como la de los pozos hondos. Se oía a la maretilla darle palmadas a la madera del casco, como aplaudiendo, y en la brisa tibia que venía de la selva me olía a verde de los árboles inmensos. Abajo y alumbrándose con malolientes velas de sebo, algunos jugaban todavía. Oí voces del piloto ordenando guardias. Para la cofia. A proa y a popa, y para el puente, y distribuyendo horarios. Después de haber comido, me dijo conciliador, ante mi silencio que era ya agresivo:
—Ahijado: me duele que tengas que entender algo que es doloroso para muchas sensibilidades: mira que hay la razón del fuerte y la que tiene el débil, y que no se puede conciliarlas. Son opuestas, como el arriba y el abajo, que tampoco pueden unirse. Hay la razón del cuchillo y la razón de la herida. Cada una es justa en sí misma, y es injusta para la otra razón. Comemos de la res, y del cordero, y de los granos del trigo, y el pájaro come del gusano, y el gusano de la manzana, y el lobo del venado. ¿Qué sería de la estirpe lobuna, hecha para la carne que sangra, si su mente pensara como la del venado? Pondría en contradicción a su mente y a su estómago, que no admite la hierba. ¿Y qué sería de la clase venado si su mente pensara como los brotes de la hierba?
Añadió rumiando, creo que contento de su parrafada. Creo que al contento lo tuvo con los bocados que masticaba:
—Voy a darte espacio para que pienses más, pensador: estarás de guardia hasta la madrugada, aquí, en mi puesto. Cada media hora irás a rondar. Hablarás con el centinela de proa. Con el de popa. Y harás que te dé un silbo el de allá arriba.
Tomó de un cajón un par de pistolones y me los entregó luego de revisarlos. Preguntó:
—¿En dónde tienes a tu espada? La ciñes. A la menor sospecha das la alarma. No vaciles. Nada de raro tendría que ese Tirupí intentara alguna trapacería: él es capaz de todo. No me fío. Ahora o después va a saber dolernos.
Bajó, sin esperar palabras mías de torna. La guardia desusada era un castigo que me imponía. Pero no lo expuso como a tal. Era una noche muy despejada, algo que no es tan frecuente por allá. Arriba cruzaban las constelaciones. No se veía que se movieran, pero de hora en hora podía verificarse su giro. Estremecía pensar que todo el universo se mueve. O así, cuando menos, lo sabían mis ojos: no sé las razones de los sabios. Yo no sé cómo, ni por qué, pero nada está quieto. A las once de la noche sentí alas que pasaban sobre el barco, numerosas. No pude ver a los animales, pero en sus plumas se oía la rapidez que ponía un silbo muy dulce. Pasaron a miles. No supe hasta entonces de aves que volaran sus manadas en la noche. Saberlo me era toda una maravilla, todo siéndome nuevo en este Mundo Nuevo. A veces las aves soltaban la voz, muy aguda, acaramelada: “Pisisí, pisisí”. Uno solo pisiseaba: sería guía de cada escuadrón, creo. Más tarde vi unos resplandores por el lado en donde el caño desembocaba. Casi que disparo un pistolón. Pero como la luz no avanzaba, me contuve. Fui a donde el de proa. Le pregunté:
—¿Ves a esos resplandores?
—No son nada de temer. Se dan sobre los pantanos. Es un fuego frío.
Me ofreció una taza con vino. Dijo:
—El piloto dejó una botella para los cuatro centinelas. Este es el tuyo. Me dijo que lo despertara a las dos, para relevarte.
—Déjalo dormir. Haré su turno. Me está gustando mucho la noche.
—No sé si deba. Ya sabes cuan estricto es.
—Yo le explicaré.
Nunca dejará de haber guardia entre gentes de guerra. Pero, como lo supe después, allí era completamente innecesaria. Los indios no peleaban de noche, ni incursionaban. No aprendieron, ni se adaptaron. Por eso mismo no tuvieron centinelas en las noches, y eso permitió que los diezmáramos y que incendiáramos sus poblados. Ellos sabían mantener limpias las noches, pero nosotros se las corrompíamos. La noche nos fue siempre una celestina oscura.
Con el alba subió el piloto. Reprochó:
—No se tiene consideraciones con soldados, ni aunque sean padrinos de algunos pensadores.
Yo no le contesté, sonreído: él estaba agradeciéndome a su modo áspero. Preguntó:
—¿Qué de esos pensares tuyos, ahijado?
—Mis pensamientos no son soldadesca. No van hacia donde se les ordena. Son libres y discurren como les place, señor.
Añadí, tras una pausa:
—En la noche pensé si en la Biblia se dice de alguno llamado Nabor que haya sido esclavo, o esclavista. No sé de dónde sacaron lo de “naboría”.
La