Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez

Muy caribe está - Mario Escobar Velásquez


Скачать книгу
Pero dos días después yo, que estaba en la cofia, la vi, lontana.

      De las aguas se veían saliendo, como dedos, algunos árboles. La grité. Él me ordenó:

      —Baja.

      En una bolsa tenía una pistola, unos frascos con pólvora y postas y tacos, una daga, y unas muchas docenas de collares, de esos traídos a miles, cuentas de vidrio coloreado. Y unas docenas de cuchillos. También un libro grueso de páginas en blanco, y carboncillos, y un frasco grande, con tinta, y plumas. Dijo:

      —Trae lo tuyo.

      Fui por el baulito marinero, con candado. Siguió:

      —Seguirás a sueldo. Tus deberes serán sencillos. Aprenderás la lengua de estas gentes, y anotarás en el libro todo lo aprendido. Aunque sea en desorden. La gramática me importa menos que el vocabulario. Y los verbos y los sustantivos mucho más que los adjetivos. El adjetivo es siempre algo nebuloso, pero verbos y sustantivos son tangibles. Añadió:

      —Será un oficio diario, ese tuyo. No lo olvides. En cada uno anotarás lo aprendido en él, y lo fecharás. Así no te perderás en el tiempo, y yo te controlaré.

      La isla crecía y parecía ser ella la que venía. Creo que nada más al verla aprendí mi destino, entendí la separación que tendría.

      En la playa, algunos. No más de seis o siete. Viéndolos pensé en la separación que se acercaba con la isla. Pensé que iría a ser el único de mi raza, allí. Entre “salvajes”, pensaba, ignorando aún la injusticia de ese dictamen. Lo que me trajinaba el magín con una mezcla de pensamientos atropellados era una unión de miedo y de nostalgia anticipada. Pero ellos, los nativos del Darién y de todo el continente, probaron luego que en los más de los aspectos eran más civilizados que nosotros, mejores en todo sentido. Por no saberlo el miedo me ablandaba los huesos y me parecía estar parado sobre dos varitas flexibles.

      Nada más anclar se despegó de la playa una de esas ágiles canoas de los indios, largas y estrechas como un lápiz. Dos remaban. Al centro un anciano. Les tendieron una escala de cuerda, y subieron. El anciano dio un repaso con la vista a toda la marinería, y se fue hacia donde estaba Vasco Núñez y con una sonrisa le puso la mano en el hombro. Balboa le correspondió. Desde arriba el piloto y yo entendimos: lo estaba tomando como al Jefe. Balboa le hizo una seña, y el anciano miró hacia los escalones que el piloto descendía, yo siguiéndolo.

      Entonces se adelantó y repitió el saludo. Al piloto lo conocía de antes. Los dos, él y el piloto, “hablaron”. No encuentro palabra para describir la acción de gesticular al tiempo que decían cosas, y sé que a las palabras no las entendían, pero hasta yo pude saber que estaban llegando a un acuerdo sobre mí. El anciano recibió dos hachas y un manojo de cuchillos, así como las infaltables baratijas de vidrio de color, que pareció apreciar tanto como a las hachas.

      Cada uno de los de la tripulación vino a despedirme. Cada uno decía de lo bien que iría a pasarla, pero ninguno se ofrecía a suplantarme. Vasco Núñez me dijo:

      —Ten por cierto que tu padrino sabe lo que hace. Yo sé que estarás bien. Aplícate a aprender la lengua. Ese conocer irá a hacerte muy importante entre nosotros, cuando volvamos ya en plan de conquista.

      El padrino me abrazó. Anotó por entre la cascada de sus barbas:

      —Ya todo te lo tengo dicho. Acá tendrás que hacerte hombre. Y será “tendrás”. Es en la soledad en donde un hombre se hace su armazón. No tendrás por un tiempo afinidades con nadie de la isla, y esa es la soledad más verdadera. Te puse en esa bolsa mi Biblia. Léela toda en muchas veces. Y un rosario.

      Añadió:

      —Cuando vuelva con Alonso de Ojeda, que hace gestiones para asumir este territorio como su gobernación, te recogeré. O con Diego de Nicuesa, que gestiona la suya. No sé con cuál me contrataré. No será tu espera mayor de seis meses.

      Sin más subió al puente. Cuando fui a recoger la bolsa de lona, el baulito y la hamaca, vi que Francisco Cangrejo las entregaba a uno de los remeros de la afilada canoa, que bajó con ellas. El anciano y el otro me esperaban. Así es que puse el pie en la escala, pero oí el “aguarda” en la voz de Pizarro. Me entregó una daga en su vaina de cuero, diciendo:

      —Hasta desnudo, llévala. En el lecho, tenla. Y nunca te confíes: guárdate siempre una desconfianza.

      Nunca le oí antes aconsejar: esos no eran sus usos. Ni pedir consejos, después. Él se bastaba en sus pensares. Le dije adiós con la mano, no con la voz, agradecido. Creo que porque yo ya tenía cascada a la voz como una taza de porcelana caída, y rota. Si mi pundonor no me hubiera puesto su mano con guantelete de hierro en la garganta, apretadora con fuerza, creo que hubiera grita do que no, que no quería separarme. Veía a las naves quedándose. Ya iba aprendiendo yo lo que era partirse, yo ido-quedado. En varias veces en la vida me habría de ocurrir esa partición, y siempre me fue dolorosa.

      Un cardumen de sardinas, al parecer enorme, era acosado por una colonia muy numerosa de gaviotas. El cardumen se desplazó hacia la canoa en que íbamos, queriendo refugiarse bajo su sombra, y a nuestro alrededor caían las aves, sin cuidarse de nosotros. En medio de esa algarabía blanca desembarqué. La recuerdo complacido. Todo el tiempo de Urabá fue lo mejor de mi vida. Vi que las naves circuían a la isla, y yo supe que mi padrino la dibujaba. Esperé en la arena, con mis cosas a mis pies, a que aparecieran por el otro lado. Luego las vi seguir con rumbo norte, caboteando. El piloto debería estarme viendo, porque la nave disparó un cañonazo. Vi primero la nubecita de la pólvora, y a los segundos me sacudió el estampido. Luego las dos naves arriaron la bandera y volvieron a subirla, y a mí se me antojó fúnebre el saludo.

      Capítulo segundo

      Cuando las blancas velas se perdieron lontanas, como gaviotas que la distancia borra, me senté sobre el baúl a pensar que mi padrino me utilizaba. Que se valía de su autoridad, mayor sobre mí que sobre otro marinero cualquiera, para dejarme aprendiendo un idioma. Ninguno de los otros de la nave hubiera accedido, porque era pedir en demasía.

      En la verdad se cava, como cavando en un pozo hondo. En lo hondo está lo cierto, como una agua brillante. Pero aun y cuando me he pasado muchas horas de mi vida ya larga cavando en los motivos de Juan de la Cossa, no he llegado al agua que busco.

      Ya no llegaré. No sé si sus motivos fueron buenos, o no. Me pasé la vida condenándolo y absolviéndolo, alternadamente. Como sea, me salvó la vida. En otro de sus viajes, el siguiente, y antes de recogerme, desembarcó contra un poblado indio en el cual, según sabían, abundaban el oro y el bastimento. Lo hizo con otros ciento ochenta hombres. El sitio, adentrado unos kilómetros de la playa, estaba desierto. Sus gentes, avisadas no sé como, tal vez por el ladrido de los perros de presa que los españoles llevaban, muy alborotadores, se habían ido súbitos dejando todo. Eso irritó mucho a los invasores que habían esperado capturar a muchos para que les transportaran el botín.

      Saquearon a su amaño. El regreso fue desordenado: una larga columna de soldados cargados, contentos de lo robado, contentos de lo tenido, algo borrachos los más. Ya habían aprendido a no hacerle ascos a la bebida embriagante de los indios, la chicha como la llamaban. Y en cada bohío encontraron cántaros llenos.

      Hacia la playa los esperaban los caribes, feroces como los más, ceñudos, vengativos. Cuatro o quinientos de ellos. Abiertos en longitud, muy atinadamente, también columna ellos. Así iniciaron la carnicería que tuvo más de un kilómetro de larga y entre una gritería atroz.

      De ordinario el número mayor de los indios que daban combate no fue obstáculo para el invasor, y su victoria. Cuando no usaba la armadura llevaba empero casco de hierro que protegía a su cabeza contra los golpes de la clava india. Y usaba, o bien una cota de malla que guardaba el tórax de lanzazos, que eran asestados apenas por un palo con la punta aguzada y endurecida precariamente al fuego, o un chaleco con lana espesa. Eso guardaba también de las flechas. Mucho más caluroso este último, pero lo mismo de eficaz. A más, cada uno embrazaba el escudo. En la mano la espada, o la lanza, y en el cuerpo todo, regado, escrito en cada tendón, sabido por los movimientos del brazo y del torso, el arte antiguo de


Скачать книгу