Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez

Muy caribe está - Mario Escobar Velásquez


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el aguaje. Los marineros subían de la cala con baldes de agua envejecida y poblada de gusarapos, y la tiraban por la borda. Lavaron los depósitos, y después las naves se acercaron a una de las bocas del río monstruoso, y arrojaban los baldes atados a cuerdas. Los subían repletos del agua sana.

      —Nada como haber tenido que beber de aguas enfermas para apreciar la delicia del agua viva –dijo Juan–. Hoy saldremos del golfo.

      Se puso pensativo.

      —En el último viaje con el almirante Colón dimos, ya afuera del golfo, y hacia el norte, con una isla. No es muy grande. La pueblan nada más que diez o doce familias. Gente amistosa. Estuve pensando anoche si quisieras estar con ellas. Quedarte, cinco meses o seis, hasta mi próxima venida. Aprenderías su idioma. Estamos muy urgidos de un intérprete. Nos serías muy valioso. Ganarías mejor, y se te pagaría tu sueldo por todo ese tiempo.

      Quité los ojos de los suyos y los puse en el río monstruoso de aguas. Hoy no venía aborrascado y lodoso, llevando consigo árboles que derribó, y hojarascas múltiples, y pueblos enteros de espumas amarillas. Hoy era un espejo inmenso fluyendo hacia nosotros. En él se veía a otro cielo inmenso, alargado y acostado, con nubes de ilusión y azules copiados. Los indios lo llamaban “Atrato”, y nunca supe qué significado tiene la palabra.

      Volví mis ojos a los suyos azules y los escruté: eran buenos. Le respondí:

      —Yo sabré hacer siempre lo que mi padrino quiere que haga. Sonrió.

      —Tendrías tiempo para pensar, sobrado, y tendrás muchas experiencias. Eres ya todo un barbián. ¿Sabes?, las indias son muy cariñosas. No son como esas hembras españolas, austeras, monacales. Estas de acá todas desenvueltas. Te harán varón, y te garantizo que serlo es algo muy agradable.

      Me puse rijoso como un macho cabrío.

      —Sea –dije.

      La voz no me salió muy clara. La garganta se me había secado y sentía en ella algunas arenas inexistentes como si existieran. Y el corazón me hacía tun-tun, pero en la cabeza. Acabado el dispendioso oficio del aguaje las naves enrumbaron hacia la bocana del golfo. Próximos estaríamos de ella, y cercanos a la costa más oriental, cuando Vasco Núñez, que utilizaba a sus ojos desde la cofia, vino a decirle a Juan que en la costa había unos indios que iban cargados y sin armas. Que le parecían mansos. Que pedía permiso para ir a donde ellos con miras a conseguir bastimentos frescos. El piloto alargó su ojo y estuvo viendo. Dijo que sí.

      Los indígenas habían puesto a sus pies los fardos y miraban embelesados, dudosos entre la fuga y la curiosidad. Los nuestros arriaron dos botes, y fueron designados veinte para ir.

      En los botes, no a la vista, pusieron todo el armamento de rigor, y escudos, pero ciñeron las espadas. En las manos Vasco Ñúñez se echaba collares y collares. Las naves, atrás de los botes, se acercaron cuanto pudieron a la costa. En las manos de los artilleros humeaban las mechas. A los cañones los habían cargado con metralla.

      Vasco Núñez no había aprendido a temer. Bajó solo, de un salto. Le veía sonreír, amarillos sus dientes como la carne del coco cuando envejece, pero escasos. Ya no tenía sino los de adelante. En la mano izquierda enseñaba los collares. Los indios, quietos, mostraban la carrera dispuesta. Cuando Vasco les llegó puso su mano derecha en el hombro del primero. Hizo lo mismo con los demás, que eran siete. A partir del segundo le correspondieron, manos muy morenas en su hombro. A mí eso me emocionó. Después hubo una sorprendente tempestad de señales con los brazos. No sé si se entendían totalmente. Tal vez sí. Las señas son un lenguaje universal que todos sabemos por dentro.

      Luego bajó Pizarro. En la derecha la espada desnuda. Fingía una cojera estruendosa y se apoyaba en la tizona como en un bastón, avanzando desconfiado como un gallo tuerto. El piloto sonreía. Me dijo:

      —Fíjate en cómo los actos de esos dos hombres dibujan de lo más bien a sus modos de ser. Creo en el valor de ambos, pero el extremeño teme.

      Vasco, con toda naturalidad, estaba inspeccionando canastas. Yo le respondí al piloto, como si me iluminaran. Como si otro dijera por mí desde mis adentros más hondos:

      —Lo que teme es ser sorprendido: porque él mismo es un taimado. Teme a la doblez, porque él es doble.

      Terminada la inspección, las señas de Vasco reempezaron. Acabó poniendo collares vueltudos en cada garganta india, e indicando a dos canastas queridas para sí. Los indios dijeron “sí” con las señas, y Vasco hizo señas a los del bote. Bajaron cuatro por ellas. En los músculos tensos de los brazos se les leía el peso de las canastas. Las subieron al bote. Y luego ocurrió algo mágico: Vasco preguntó por señas por el contenido de las canastas. Uno de los indios se tiró al suelo e, imitando, hizo que todos viéramos a un caimán. Otro avanzó con una red inexistente, desplegada, y la arrojó. El saurio se debatió y acabó enredado. Lo alancearon por un sobaco. Todos reían en la playa. Todos en los barcos. El bote vino con su carga. Era una carne blanca de muy buen ver. Para traerla, todos habían embarcado, menos Vasco. De pronto Pizarro, que se hundió hasta las verijas, saltó para acompañarlo. El piloto y yo nos miramos, admirados. Uno del bote dijo:

      —Vasco quiere que le envíen dos hachas.

      —Envíaselas –me ordenó el piloto.

      Cuando Vasco las recibió le entregó una a Pizarro. Le hizo a la indiada señas de seguirlo, y con ella en pos se llegó hasta un mangle. Blandió la herramienta en unas pocas veces, y la carne del árbol saltaba en tajadas. Cuando lo derribó hizo más señas: hacia las narigueras de oro que los indios lucían, y hacia las especies de caracolas del mismo metal que usaban para cargar a príapo y a los testículos. Sonriendo se desataron los cordones, y entregaron los recipientes, y se deshicieron de las narigueras y las dieron. Quedaron con sus vergüenzas al aire. Sobre ellas ninguno tenía ni un solo pelo. Vasco entregó las hachas.

      Después el hidalgo preguntaba, otra vez las manos hablando. Le respondían señalando hacia tierra adentro. Vasco, como despedida, puso en otra vez su mano sobre cada hombro, y fue correspondido. Se sonrieron, y Vasco dio la espalda. Pero Pizarro regresó a embarcarse caminando de lado como el cangrejo, con un ojo en el bote y otro en los indios. Le dije a Juan:

      —No sé para qué quieres intérprete. Y a Pizarro le podemos llamar también Francisco Cangrejo.

      —Ten la lengua quieta –me dijo. Pero sonreía.

      En la playa los indios ensayaban sus hachas. Vasco subió al puente. Entregó el oro, y se levantó un acta de lo más formalista. Lo llamaron oro “rescatado”. No entendí por qué. Juan le preguntó:

      —¿Hacia dónde señalaban esos?

      —A su pueblo. Uno grande, entendí. Su señor se llama Cemaco, o así se llama el pueblo. No estoy seguro.

      —¿Cómo entendiste todo eso?

      —¿Tú entendiste que cazaron un saurio? ¿Y cómo lo mataron? ¿Y que esa carne es carne de la cola?

      —Muy claramente.

      —Bueno, así entendí lo otro.

      El piloto protestó:

      —¡No es la misma cosa!

      —No es la misma, pero lo mismo entendí.

      Dos años después esa información que Vasco Núñez obtuvo de los cazadores de caimanes sobre el poblado de Cemaco salvaría la vida de unos puñados de náufragos que venían de la derrota de Tirupí. Ese poblado, que era grande de verdad, le sirvió como “fundación” de Santa María la Antigua del Darién: la fundó como el hurón funda su casa. Es decir, desalojando de la suya al conejo. Vasco, en esa “fundación” no puso otra cosa que el nombre de La Virgen. Pero me he anticipado, una mala costumbre de un viejo que se embarulla con péñolas y papelotes.

      De abajo, como un clangor de orquesta, subía una algarabía crecida, con risas burlonas y comentarios de burdel. Bajamos. Desnudo, solo con una caracola de oro conteniendo lo suyo, Francisco Pizarro fungía de


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