Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez

Muy caribe está - Mario Escobar Velásquez


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entonces entraba la estocada, rápida como una cabeza de culebra que tira a picar. El escudo paraba a la macana, si llegaba a caer. Y, todavía, sabían pelear en grupos de cuatro o cinco, que se guardaban unos a otros las espaldas.

      Pero ahora no esperaban que fuesen atacados. Llegaban desordenados, y cargados de sus robos.

      En ese día los indios mataron a más de ciento veinte invasores. Escaparon los de pies ligeros, los piernilargos, los que eran como los venados, los que corrieron como galgos. Y los que supieron esconderse entre lodos, como Alonso de Ojeda. Pero a eso no podía saberlo todavía, sin ocurrir.

      Miraba a la llanura inmensa del mar, veía a su espalda potente agitándose sin cesar, y deseaba que por allá en sus confines aparecieran de pronto las dos naves. Y lloraba callado, yo, un mocetón que para enero cumpliría veinte años. Porque había naufragado: hay muchas maneras de hacerlo.

      Habrían pasado cinco o seis horas, y me calcinaba. Pero se habían olvidado de mí, también los indios.

      Oí unos pasos que venían de atrás, menudos, quebrantando a las arenas. Miré. Era una india. Llegaba desnuda, enteramente, como salida de un paraíso. Le pensé, antes que nada, los años: sería apenas mayor que yo. Puso a mi lado un atado de hojas y un jarrito de arcilla, y me indicó que comiera. Ante su espléndida desnudez yo estaba todo ruborizado, pero en ella parecía connatural. Cuando vio que ni siquiera desenvolví las viandas se sentó a mi lado, abrió las hojas y sacó un gran trozo de pescado y me lo puso en las manos. Se sonrió cuando empecé a comerlo. Me hizo señas de que bebiera del jarro. Al ver que comía con apetito se desentendió de mí. Puso a un lado un trozo de madera pulida en el cual había clavadas muy simétricamente unas espinas de pescado, muy lisas, y se fue al mar, a retozar nadando. Parecía una nutria en lo desenvuelto de su agilidad. El agua le abrillantaba la piel, que parecía de un cobre rojo muy pulido. La comida, muy buena, no me era tan grata como verla. El agua le abrillantaba también la cabellera larga que le caía como un chorro de esmalte sobre la piel de cobre. La mata de su pelo, espesa, era negra como la lignita, como la noche más espesa. Fuera de esa espesura de cabellos de la cabeza no tenía ni un otro pelo en todo el cuerpo. Yo dudaba en decidir si esa desnudez de las axilas y del monte venusino era impúdica, o hermosa sumamente. Supe después que se arrancaban cada vello con un par de cilindros pequeños, de madera, muy pulidos y ajustados entre sí, que a modo de pinzas servían para tirar. Casi toda mujer tenía unos, lo mismo que un peine como el que estaba a mi lado, ingeniosamente fabricado. Con el tiempo ella, que consideraba sin limpieza los pelos del cuerpo, arrancó uno a uno los míos: todos. Eso fue lo primero que, de indio, tuve.

      Yo había acabado de comer, pero ella seguía jugando con el agua. A veces se sumergía, tragada de verdes traslúcidos, malaquitas. Reaparecía lontana. A veces con un gran caracol en las manos. Nadaba con él hacia la orilla, y lo ponía en ella, varado en la sequedad. Se comían, y eran una delicia. Me acerqué hasta donde las olas rompían en espumas con lengüetazos, con regüeldos. Me lavé las manos. Desde su verde de ensueño ella me hizo señas de que fuera, entrado. Pero yo era entonces muy mal nadador, y era tímido como un cangrejillo.

      Ella vino entonces a mí. Por encima de los brazos me sacó la camisa, y la tiró. Antes estuvo observando su hechura, y las costuras, pulsando entre los dedos la textura de la trama. Me indicó que me quitara los zapatos. Saqué de ellos los pies. No sabedora ella de los modos del pantalón, tiraba hacia abajo de la pretina. Aflojé el cinturón, y salí de ellos.

      Se puso a mirarme. Primero a los ojos. Los míos son verdes, malaquitas, claros. Ella señaló al agua más profunda, que igualaba a ese color. Miraba y miraba, y no creía. Después quiso frotar en la córnea a ver si se borraba, pero era doloroso y le aparté la mano. Empezó a tocarme. Los vellos de la cara, los del pecho, las axilas, la ingle. Puso entre sus manos mis testículos, y los sopesó. Engreído, me pareció que aprobaba. Palpó mis músculos para sentirles la dureza: eran duros. La vida no fácil me los había endurecido. Y con las palmas me recorría la piel, como tasándola, como aprendiéndole la textura. Después me arrastró hasta el agua. Con ella al cuello, me dejó. Se hundió. Reapareció lejos. Volvió a hundirse. Luego sentí a sus uñas en mis tobillos. Salió justo junto a mi cara, riéndose. Volvió a meter su desnudez entre la verdura inmensa. Cuando no la vi en un rato muy largo, me asusté. Miraba hacia afuera, hacia la llanura encrespada, cuando de la orilla me llegó un su gritito burlón.

      Salí. Ella, sentada, se escurría el pelo. Lo toqué, y era grueso como crin. Empezó a peinarlo con el palo de las espinas, que cumplía harto bien. Cuando, luego, el pelo estuvo seco, fue en otra vez al mar para quitarse la arena de las nalgas rotundas. Recogió a las caracolas, varadas como naves en la arena parda, y me dio algunas para que las llevara. Púdico, me puse las ropas. Pero antes de ocho días las guardé en el baúl, y fui y vine, desnudo como todo por allá. Cuando tuve picaduras de insectos en el falo, que dolían inflamadas, entendí el porqué de las caracolas de oro que usaban los indios del continente. Acá, pobres según los usos españoles porque no tenían el metal, usaban una de las que los moluscos fabrican de la cal. Así es que me improvisé un guarda vergüenzas con un trozo de lienzo. Cuando ella lo vio supo reírse demasiado. Para esa tarde había conseguido una caracola y la había repulido en los bordes con arena para que no cortara, y perforado para pasarle unas cuerdecitas. Sonriendo me la puso. La sentía incómoda, al principio. Después ni la sentía. Empecé a llamar a príapo “mi cangrejo ermitaño”. Me hizo señas de que la siguiera. Recogí el baúl y los perendengues, puse los caracoles entre la hamaca, y la seguí. Mis ojos, con una verdura codiciosa, lamiéndole cada trozo de piel. Calificándole la gracia de los hombros, la línea dolorosamente bella de las caderas, los muslos, las piernas. Digo que dolorosamente, porque a mí lo que es hermoso me ha dolido siempre como una estocada, pero bellamente. Me había olvidado enteramente del piloto, de Núñez, de las naves, y mi mente y mi cuerpo la querían mía como nunca antes deseé a nada. La deseaba con un ansia que era también un dolor inmenso como el cielo, o como la mar innúmera. Mi mano, mis dedos, querían asirla. Mi piel que la estrechara contra ella.

      Pero mi prudencia, montada en mi hombro como una cacatúa, me platicaba “cálmate, no sabes de quién sea. Porque una maravilla como esta no va a estar horra. Dueño tendrá, y si no eres prudente vas a dejar por acá los huesos enamorados”.

      Más allá de los matorrales que ceñían a la costa como un cinturón, que atravesamos entre un confuso chirriar de grillos que me punzaban los oídos, había no más de seis bohíos, dispersos. Ella se dirigía a uno, que lindaba con el monte. En él barría con una escoba que era una hoja de palmera el remero proel que estuvo en el barco, con el Viejo. No tenía para ese oficio mucha habilidad. Lo que hacía era redistribuir la arena, pues no vi basuras. Ella rio, burlona. Algo le dijo al joven, que yo creí entender como “déjame a mí, torpe”. Y se puso a lo mismo con mucha habilidad. Cuando hubo emparejado, alzó la rama y con ella recogió del techo y las paredes unas grandes telarañas grises. Puso la rama afuera, y me tomó la hamaca. Diestramente la amarró de cuerdas preexistentes en los postes. Los marineros habíamos aprendido el uso de la hamaca en Cuba, de los nativos. Era magnífica para colgar en la cala. Y dijo, con las señas, que ese bohío de una sola habitación sería para mí. Se acercó para mirarme una vez más a los ojos. Se acercó tanto como para verme los adentros, y uno de sus pechos me punzó. Era tibio y firme, y lo sentí como a una quemadura deliciosa. Pero cuando se apartó me dolió.

      Sin más, la india y el proel se fueron.

      Me senté sobre el baúl a aprender la estupefacción. Estaba solo, en un territorio extraño, sin nada a mi alrededor que me fuera familiar. Desconocía el lenguaje, los modos, las costumbres, y todo eso se me clavó como una lanza, en otra vez como antes en la playa. Yo no sabía estar solo. De la india me había aferrado, como una garrapata de una piel, y la piel se había ido dejándome como despatarrado. Me puse a mirar a los bohíos del más allá, y vi que algunas caras, unas de chicos, me miraban. Les sonreí desde mi aflicción.

      A poco vino el Viejo. Traía unas ananas, la fruta esa deliciosa que la mayoría de los españoles llegó a considerar como la mejor de todas las del Mundo Nuevo. Me enseñó a pelarlas y volverlas rodajas. “Anana” fue la primera palabra que aprendí del idioma caribe, y todavía me sabe a dulcecito


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