Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez

Muy caribe está - Mario Escobar Velásquez


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sus manos sobre mis hombros, y cuando el orgasmo la copó gimoteó por un rato, clavándome las uñas. Y luego, sin romper la unión, fue volteándose hasta que quedó debajo, yo el jinete ya. Algo en mi sangre quería urgencias y las aupaba, pero esa milagrosa lentitud suya se me había aferrado. Solo cuando ella empezó a agitarse conmigo me aceleré.

      Creí que había explotado, y que en todo el ámbito no había todo el aire que estaban necesitando mis pulmones. Jadeé un rato como un perro afiebrado, desplomado sobre su cuerpo. Entonces me sacudió de sí con suavidad, y, como si no fuera yo capaz de valerme, fue llevándome hasta que estuve de cara al cielo estrellado cuyas constelaciones no conocía aún. Ella se puso boca abajo, paralela, y me acariciaba las orejas.

      No sé por qué me puse a llorar, callado. Solamente unos sollozos que me agitaban. Solamente los ojos expulsando gotas. Sentía a la felicidad en mí, venida, llegada, aposentada, inconocida antes, grande como el mar, inmensa como el cielo.

      Cuando sus dedos percibieron las lágrimas, alzó hasta mis ojos la boca y empezó a chuparlas. Sabrían a mar, supongo. Su lengua lamiendo las comisuras, prolija.

      Sé cómo y cuándo y dónde me llegó la inmensidad del amor que le tuve, que aún está en mí, en mis viejos huesos de vidrio, en mi sangre floja, en mi entraña cansada. Fue en la playa de esa isla caribe, y en ese momento de esa noche. Atroz, el amor me llegó como un dolor. Como si me atravesara el pecho una azagaya descomunal. Algo doloroso, pero dulce, violento y tierno. Y recuerdo que entonces hubiera querido yo que ella llorara igual para también sorber yo de sus lágrimas. Pero ella no sabía llorar. Entonces me puse a lamerle las orejas en donde aún había gotas del mar innúmero. Y después gajos de su pelo.

      Desde esa noche empezó a inquietarme el regreso de las naves de Juan de la Cossa. A temerlo, más bien.

      Arriba en la hondura de los cielos giraron las constelaciones con las horas. Cuando empezamos a sentir frío, entrada la madrugada, volvimos despaciosos recogiendo pasos. En la puerta de mi bohío me frotó la cara con las manos, y se fue.

      Encontré la hamaca como encontrando el destierro. Salí brincando a retenerla, pero ya no estaba.

      Vi en el suelo a una sombra espesa desplazándose hacia mí, pequeña. Era uno de esos perrillos indios de raza extraña, que no ladraban. Sentí su hocico frío en un tobillo. Me agaché a acariciarlo, se entró conmigo, echándose bajo mi hamaca. Me hizo desde entonces su dueño. Lo llamé “Amigo”.

      No sé cuándo me dormí. Yo no quería en esa noche entrar en el país oscuro del dormir. Quería que me duraran todas las sensaciones habidas. Analizarlas. Me tocaba el cuerpo: todas sus partes, que ella acarició, y agradecí al cielo por ese cuerpo. Lo agradecí devoto y pío.

      El cura de mi pueblo, que desde el púlpito escupía sus sermones, amonestaba que el cuerpo era pecaminoso. Que era perverso, y que el camino del infierno pasaba por él. Ahora yo sabía que él no sabía nada del cuerpo, o que adulteraba su saber, si era que lo tenía. Que él corrompía a la naturaleza para sus sermoneados. Porque esa belleza del sentir no podía ser mala. Era evidente que los cuerpos estaban diseñados para complementarse, y que cuando se unían como se unieron los nuestros en esa noche, eran un solo cuerpo. Serlo, dos uno solo, era la completa felicidad.

      Hace poco vine de un lento paseo por las alamedas dilatadas del convento. Ahora están llenas de las hojas de que los árboles se despojan para afrontar el invierno, que se anuncia ya tocando todo con sus manos de frío. Esas hojas que cecean con el menor vientecillo, y que amarillean, leprosas, carcomidas de su descomposición. Un paseo lento en el cual el bastón debe ayudar a las piernas a sostenerme. Cauto, cada paso es una muestra de la debilidad temblona que me usa. Las hojas alcatifan la senda.

      Vi a una ratica royendo algo, entretenida. Vino a percibirme cuando alargué el bastón hasta casi tocarla. El miedo la poseyó enorme, y salió de estampida. Más que ratita parecía una raya alargándose. Yo me reí con mi temblona risa de gelatina. Después le grité:

      —Corres como Ojeda.

      Lo dije, resentido todavía. Cuando la emboscada caribe aplastó a macanazos a más de ciento veinte españoles, el piloto venía entre los últimos que salieron del poblado, Ojeda con él y algunos otros. Pudieron ver cómo la pelea se alargaba por centenares de metros, y cómo iba de mal para el invasor. Si hubieran permanecido unidos, si esos seis o diez hubieran rodeado a Juan de la Cossa y peleado como una unidad según tenían sabido, no hubiera sido fácil vencerlos. Pero, en carrera, se dispersaron, cada uno dueño de su miedo, caballos del miedo que los cabalgaba. Juan de la Cossa no era joven ya, y su carrera no tuvo aliento, ni alcance. Algo en él, en su solo porte, denotaba al jefe. Los indios supieron leer en ese algo, y en cuanto le alcanzaron lo rodearon en un baile de asuntos gritados: insultos a montón. Él, su espada en la mano, giraba el ataque que no se daba.

      Después cantaron sus cantos, embriagados de la alegría de la victoria, que es un licor muy potente. Y de a uno fueron haciéndose con sus arcos y las flechas, esas de las ponzoñosas puntas, esas dolorosas, que infiernan en dolores al que las recibe. Esas que hacían que se quisiera no haber estado ahí para recibirlas, no haber venido, no haber invadido ni saqueado. Cantando ampliaron el círculo. Y luego empezaron a disparar las flechas. Primero de añagaza. No dirigidas al cuerpo, no. A la arena, vecina de los pies, burlescas. Caían con chasquidos luego de sisear.

      Después, a él. Pocas. Espaciadas. Cuando una se clavaba el dolor ponía gestos imparables en el rostro del piloto, y alzaba griterías de los flecheros, que asustaban a las nubes que iban altas. Después de recibir cuatro o cinco de esos virotes de infierno mi padrino se derrumbó, como una torre se derrumba, pero a medias. Cayó de sus pies a las rodillas. Clavó la espada en el suelo para sostenerse en ella, las manos puestas en la empuñadura, y oró.

      Sabedores de que no podría irse ya ni aunque lo quisiera, desanudando el círculo lo estrecharon más. Y cada uno, ahora girando, le disparó todas sus flechas. De una en una se clavaron hasta que Juan de la Cossa más pareció un puercoespín que el piloto mayor. Cuando lo miraron, dos o tres días después, estaba verde. Completamente verde como una iguana joven.

      Desde una laguna, entre las raíces de un mangle, esas más numerosas que las patas de veinte arañas, entre el lodo y el agua Ojeda lejano vio y oyó. Y después, boca arriba, apenas asomada la nariz para el respiro, cuando las patrullas de indios buscadores espurgaban el terreno deseando a los huidos. El miedo chuzándole la garganta y ascos de los cangrejos peludos que lo caminaban a ratos. Acosado de bandadas de pececitos que le tiraban de los pelos de la cara y de los brazos, que le mordisqueaban labios, orejas, dedos. Y hostigado por tiras de mal olor de la vegetación podrida que a veces le aventaba el viento. Tiras que le entraban por las fosas nasales y se le volvían nudo arriba, mortecinas.

      Su ojo de guerrero vio muchas cosas: los indios no recogían las armas de los vencidos, ni siquiera para inutilizarlas. No dejaron centinelas. Y, cuando la noche empezó a brotar de las raíces de los matojos y a escalar ramazones como una extendida inundación negra, vio que se recogían hacia la aldea.

      Alzaron de los españoles muertos lo que les era propio: oro y bastimentos, y dejaron al camino solo, colmado de muertos. Cuando ya ningún indio vino más hacia el poblado en un rato muy largo, salió arrastrado. Fue yéndose, reptado como una lagartija, temeroso de alzar la silueta, y también por envarado. Y soslayando cuerpos muertos, de cabezas aplastadas. Los indios habían ido de un cuerpo caído a otro y machacaron con sucesivos y bastantes golpes de sus clavas. Dejaban una masa asquerosa e irreconocible en donde hubo cada cabeza, escribiendo a golpes su odio por los invasores ladrones.

      Lento, lento fue yendo. Arrastrado, lagrimeando, humillado él con la humillación de todos los vencidos y todos los muertos. Aplastado con los aplastados. Cuando hubo recorrido los metros a centenas, sin muertos, alzó el cuerpo del suelo. Alzó los codos sin piel, las rodillas raspadas, las botas con las puntas gastadas y fue reaprendiendo el caminar que había olvidado en el agua de todo el día y en el arrastrarse de tanta parte de la noche. Vacilante el caminar.

      Cuando dio con la mar, que desde antes se había avisado con sus voces de ola en la arena, sus ojos escrutadores no daban entre la negrura con la luz de


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