Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez
rugosa y tajada como de sable airado. En los bordes la herida empezaba a sonrojarse y parecía, satinada, de esa color como la de las caracolas de las aguas que acababa yo de largar de vuelta a su profundidad verde. Una lengüeta casi roja asomaba como entre labios asoma una lengua, y era de ella de donde manaba el líquido amarillo que daba alivio. Pensé entre los fuegos del veneno de la medusa que era como una boca, la más verdadera y la mejor de las dos.
Cuando, calmado el alargado infierno untado en mi brazo, le pedí que me dejara mirarla bien, se rio con su risa de arroyo de montaña lijando pedrezuelas, y se tendió en la arena. Abrió, como una tijera, los husos pulidos de las piernas, y estuve viéndola-viéndola un rato enorme. Antes de izarme puse en esa su boca más verdadera un beso largo que me dejó una temblorosa emoción que todavía no acierto a clasificar. Un beso tan largo. Mientras que lo depositaba puso su mano en mi cabeza, y apretó las piernas como dos lianas de impudor ciñendo un tronco. Mano y piernas me acariciaron suavecito. Cuando me alcé pude pensar que entonces sí la conocía ya y verdaderamente.
Entonces explicó la causa de la quemazón:
—Es el agua mala.
Señaló hacia las olas. Vi acaso a una docena de esferas azuladas, muy bellas, del tamaño de una taza. Me explicó que de la esfera azul llena de aire pendían unos tentáculos. Que uno me había rozado. Que, de ser dado el contacto con más de uno de esos colgajos se pudiera morir del dolor ardido. Dijo que vivían de peces que tocaban el colgante ardor cuando, tomándola por algas, pretendían refugiarse.
—Para casi todo mal hay remedios que las plantas dan. Pero para esa quemazón del agua mala solo sirve la orina. Vamos a sacar a esas malignas.
—Seremos cuidadosos –dije, sabedor ya del infierno.
Me hizo cortar dos ramas con garfios en los extremos, y entramos al agua. Cuando estuvo cercana a una de las boyas azulencas le pasó por debajo el gancho y se fue a la playa. Hice lo mismo con otra. Así hasta que la flotilla entera estuvo varada. Pude verlas bien: la cúpula era firme, tensa de inflada. Pero los largos brazos babosos eran casi agua. Sobre la arena iban desapareciendo chupados, escurridos como el agua, y después solo se veía el pellejo de la cúpula, que desinflamos con el cuchillo, y la baba nacarada parecida a la de un caracol. En montón, mientras que sobre ellas apilábamos arenas, ella les tiraba escupitajos y malas palabras. No las conocía a las palabras, pero me sonaban como pedradas. Apenas me dijo cuando pregunté los significados:
—Malas palabras son, para estas cosas malas.
Pero no las explicó. Todavía las sé. A veces las uso, cuando quiero insultar sin que se me entienda.
Y aprendí a vigilar. Esos domos de un azul pérfido son fácilmente identificables. Creía que nada podría contra su terribilidad, que eran invulnerables. Pero, con ellas, las tortugas pueden. Una vez, en el bote, pescando con la red un poco adentro del mar, vimos a una de las acorazadas de casi un metro de largo, que comía de una de esas medusas cuyo tamaño cuadruplicaba el de la que me incendió. Masticaba con aparente placer de los filamentos, y tenía cerrados los ojos.
Capítulo tercero
Con el gran cuaderno blanco en donde debería anotar, fechado, cada día, el vocabulario de la lengua caribe, mi padrino me entregó su Biblia, un libraco reciamente empastado en cuero.
Leí de él muy cuidadosamente hasta que di, muy al comienzo todavía, con los relatos del patriarca Abraham. Y entonces no leí más, y empecé a descreer de la santidad del relato, del libro, y aun de Dios. Sigo descreyendo de Abraham y del libro pero no ya de Dios. Creo que a él no lo entendemos, y que por eso nos hacemos a interpretaciones torcidas. Eso pienso, aun ahora que ya sé que la muerte se acuesta conmigo en mi jergón y los fríos que siento son en parte los de sus huesos. A veces ni sé cuáles son los suyos y cuáles los míos. Porque Mi Muerte, como una amante cariñosa, se me abraza.
El patriarca Abraham, y su dios, se me volvieron obsesivos. Me pasaba noches demasiadas en la yacija mirando por el ventanuco cómo la estrella azul de que ya dije escalaba su cielo y mi ventana y se perdía por el techo. En eso se me iba media noche: tratando de entender a esos dos. Sobre todo cuando Miel no estaba, ida por enfermos. Y todavía esa obsesión se me aferra. Jehová, meloso y celoso, halló en su repertorio palabras humanas para preguntar a su siervo. Voz alta, de entre nubes, con acento de trueno:
—¡Abraham!, ¡Abraham!, ¿si es cierto que tú me amas?
Y el Abraham barbuchas, voz terrestre entre terrones, voz acoquinada, sabía responder en cada vez:
—Señor, oh mi Señor: tú sabes que te amo.
—¿Qué tánto es lo que me amas, Abraham?
—Te amo por encima de todas las cosas, Señor.
—¿Más que a tu heredad?
—Más que a ella, Señor. Más que a todo.
La voz de peñones rodados, inmensa, persistía en sus preguntas cada vez más enojosas, más difíciles en cada vez de ser contestadas.
—¿De veras? ¿Me amas más que a Sarah?
Abraham barbudo y rijoso sintió el latigazo de la pregunta. Viejo ya, nada en su vida era para él más deleitoso que la carne tímida de Sarah. Ella le calentaba el lecho y la vida, y sabía tener una piel dulce llena de altozanos y de honduras por donde él, caduco, llevaba sus dedos a recorrer sin urgencias. Una piel sedada, con hondas honduras, y a veces por ella Abraham soltaba a sus labios y a sus barbas a rebuscar sabores resguardados por sotos de musgos.
Respondió con voz más empequeñecida todavía, seca como el mismo desierto infame en donde todo se calcina:
—Señor, tú sabes que te amo más que a Sarah. Lo sabes bien y yo no estoy entendiendo por qué lo preguntas.
Jehová dijo, malhumorado:
—Yo puedo bien saberlo, sí. Te lo pregunto para que en tu misma respuesta tú lo sepas bien, sin duda ninguna. Para que musites lo que sabes. Para que lo sepas mejor. Para que haya confusión en ti. Y me gustará que lo digas duro.
Y así Abraham supo que había contestado con una voz delgadita muy, acaso de insecto entre pedrezuelas. Y se acoquinó más aún. Más todavía se empequeñeció, porque ahora supo qué iría a preguntar de más esa voz altanera, esa voz de montañas y sus truenos, y temía, más que a la pregunta que le llegaría, su respuesta obligada. La temía más que a cien mil latigazos como los inmensos del relámpago. Porque Jehová venía progresivo.
Arriba la voz estalló, fragorosa como ciento cincuenta tempestades:
—¿Y qué me dices de Isaac? ¿Qué de ese hijo tuyo que yo te di en tus días mayores? ¿Acaso me dirás que me amas más que a él, ternezuelo?
Abraham, anonadado, había hundido la frente en el polvo, caído y miserable, de rodillas. Polvo con pedrezuelas recogía su mano izquierda y tiraba en su pelambre.
Callaba.
Adentro de sí sus pensamientos respondían, callados y rebelados, cobardones, temerosos.
—¿Por qué eres así, tan cruel, Señor? ¿Por qué me desuellas el alma? ¿Por qué inquieres en cosas de respuesta imposible? Tú no estás preguntándome, Señor, cosas que yo pueda responder libremente, sino que me estás acosando ordenándome respuestas. Tú me torturas, Jehová de mis mayores y mío, y te estoy pensando demonio y no Dios. Tú sabes siempre cómo hacerme más miserable.
Arriba la voz tronadora callaba, y abajo humillada la voz debilucha también. Porque Abraham recordaba a Isaac desde que se desprendió del agitado vaivén de sus caderas en una noche de todo amor. Lo recordaba acreciendo el vientre de Sarah, y reventándolo después en aguas sanguinolentas para emerger dando vagidos de mucho pulmón. Lo recordaba creciendo, mecido en sus rodillas. Tirando de sus barbas, suavemente, con deditos resbalados, y nada era más dulce que eso: nada podría ser.
Y es así como Abraham callaba, piedra entre piedras su cabeza muda. Lengua rebelada, mordida, callando. La voz de arriba se enojó