Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez

Muy caribe está - Mario Escobar Velásquez


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paso que yo daba. No únicamente me vigilaba a mí, sino a cada una de las indias jóvenes. Casi que me repugnaba, y no la entendía. Tal vez pueda exagerar levemente y decir que la sufría.

      Los caribes, todo el pueblo desperdigado por la costa atlántica, que era muy unido y mantenía comunicación, se preparaba para resistir a la invasión. Desde lo del asalto en donde mi padrino se puercoespinó, la esperaban. Acumulaban flechas, fabricaban arcos y macanas, y desde la isla se distribuía el tósigo que Miel fabricó. El Viejo, que me era muy querido, era uno de los jefes. Chalupas iban y venían de la isla llevando mensajes y trayéndolos.

      Yo me sentía renegado. Me erigía renegado, colaborando en todo. Llevaba en la isla, según mis cuentas meticulosas, dieciocho meses. Me parecía más vida la vivida en ellos, que toda la anterior en Europa.

      Con el Viejo, que me había recibido al llegar, solía conversar. Contestaba a sus interrogatorios:

      —Sí, habíamos venido a conquistar. Sí, creíamos que todo el territorio era nuestro. Sí, ansiábamos el oro más que nada. Todo lo que el indio tuviera nos pertenecía. Sí, veníamos a quedarnos. Sí, estábamos autorizados a matar o esclavizar a todo el que no aceptara nuestra religión. No, no traíamos mujeres: para el placer las había por acá. Las tomaríamos como al oro.

      No se extrañaba, ni lamentaba. Eran esas las prácticas del guerrero. Las tenía sabidas desde niño, las traía en la sangre: así era el pueblo caribe, igual. Así trataba a los otros pueblos, salvo lo de religión, que no entendía. Antes los caribes atacaban, y ahora era al contrario. Se defenderían y le abrirían al invasor la resistencia fiera.

      Nos endurecíamos endureciendo la punta de los virotes y de las lanzas, al fuego. Y me dijo, después de una de las conversaciones:

      —Aunque tú no crees ya que regresen por ti, y no lo deseas, si lo hacen deberás ir con ellos. Más nos servirás informándonos. Porque eso es lo que harás, ¿verdad?

      Si, a veces, pensando en mi tierra, y en los coterráneos míos, me asaltaban dudas, muchas como lluvias, de que en dieciocho meses yo me hubiera vertido en otro que era indio y renegaba de su raza, de sus gentes, y descreía de su religión que era cruel y sanguinaria castigando o matando al que no la adoptara, esas palabras del anciano disiparon las dudas: yo era ya caribe.

      Entonces le dije, mal traducidas, las palabras de la Biblia que otra renegada de gran hermosura pronunció para su hombre, esto es, que “tu pueblo será mi pueblo y tu ley será mi ley”, el proel que era mi amigo vino a ponerme la mano en el hombro, y a mirarme hondo y escrutador en los ojos. Cuando vio en su fondo que mis palabras nacían de allá, me abrazó y dijo:

      —Tú y yo somos hermanos. Desde ahora hasta siempre.

      Cuando el Viejo le contó esto a Miel, ella se dulcificó hasta ser casi la de antes, y en las noches se tendía en las esterillas sobre el suelo de arena menuda y me llamaba al amor. Era difícil, con el atado del hijo sobresaliéndole el vientre, ella sin fuegos ahora, apenas una ternurosa afición, apenas su devoción cumpliéndole a mi cuerpo. Después se me amarraba y yo sentía al hijo que se rebullía, y entonces reencontraba el llanto de cada vez: yo estaba, siempre, pluvioso.

      Un día una canoa muy veloz, impulsada por seis remeros, vino a buscarla, y yo presentí dolorosamente que no iría a verla más. Creo que, igual, ella lo mismo lo sabía. Dijo:

      —Tú serás siempre mi dueño. Solo a ti he amado. A los otros los tuve, nada más. Y no volveré a amar: apenas al hijo.

      Arreglaba trebejos. Cuando le pregunté por su regreso, musitó:

      —Tan pronto como pueda. Pero no debes olvidar que estaremos siempre unidos.

      Así ha sido. Ha estado a mi lado en cada uno de mis días.

      Cuando murió en combate, y el hijo tenía apenas seis años, lo supe casi en seguida. No era extraño que las mujeres caribes combatieran tan ferozmente denodadas como los hombres. Ya estaba yo en Santa María la Antigua del Darién cuando me llegó razón de que mi hermano indio quería hablarme. Alta la noche de la selva nos encontramos junto al caño determinado. Me contó de esa muerte, y del hijo en buenas manos. De tropelías. De despojos. De aniquilamientos. Y de los muchos demasiados muertos que al invasor le estaba costando la conquista, que no había logrado. Pero esto es adelantarme. Le ordeno a mis recuerdos que me vuelvan a la isla, y allá van conmigo. Soy llevado por ellos, en legión.

      En una mañana, recién ida Miel, estaba en la playa adecuando astiles de flechas. Me gustaba estar en esas arenas tibias, bajo la sombra de un almendro, palpado por las innumerables manecitas de la brisa y oteando el horizonte de agua, vacío casi siempre. Cuando alguna canoa se acercaba aparecía como una astilla negra entre el cabrilleo del oleaje. Hacía ratos que no alzaba mis ojos de la tarea. Cuando los alcé, y tiré al mar una mirada larga como una liana, creí delirar con la mirada. Porque una isla llena de árboles venía navegando la mar. Seguía el rumbo de Urabá, y estaba pasando lentamente majestuosa a no más de cuatrocientas varas. Se desmoronaba entre los tumbos del oleaje. Le calculé unas cincuenta varas de radio, casi redonda su estructura. Vi cómo un sector con ocho o diez árboles antediluvianos se desgajó lento, rompiendo lianas que se aferraban como manos, y cómo perecían en el mar como una brizna de lana en un cazo de agua agitada.

      Miré un rato, incrédulo de mis ojos que no entendían algo así, y me adentré en la isla en busca del Viejo. Lo encontré liando cuerdas de arco. Era la habilidad misma. La cuerda amarilla y húmeda se veía crecer entre sus dedos, brotando retorcida.

      —Sí –me dijo sin deseos de ir a la playa–, ocurre. A veces, en sus crecientes, los grandes ríos que se clavan en esta mar arrancan trozos enormes. Ese que viste es un resto. Debió ser enorme si ha llegado hasta acá de ese tamaño que dices.

      Casi lo forcé a ir. Para mí era un asunto prodigioso. Navegante, la isla se derruía. Era extraño ver el derrumbarse de esas enormidades de árboles sin sentirles el estruendo que, en tierra, armaban con sus caídas, sin sentirles los temblores de la tierra golpeada.

      —No irá demasiado lejos. Ahora tendremos todos que cuidarnos de las serpientes. En esta isla no las hay ya: las acabamos. Pero a veces llegan. En épocas de ríos crecidos suele el agua arrastrarlas. Y cuando columbran la isla se vienen a ella. Peor cuando uno de esos despojos de continente pasa cercano.

      Yo no sabía que nadaran. Así se lo dije. Me contestó:

      —Siempre has sabido sorprenderme con la nada nadita de nada que tú sabes de los animales. Me parece que es imposible saber menos. Sí, nadan, y muy bien. Algunas, de las terrestres, cazan peces debajo del agua, como es natural. Los persiguen. Los alcanzan. Se los tragan. Las grandes cazan peces grandes, y los chicos son comidos por las chicas. En la vida comes o eres comido. Ven –añadió–. Voy a mostrarte algo que te convendrá ver. A esta hora de la mañana la escollerita aquella de la punta recibe el viento de la isla hacia el mar, y por eso está calma el agua suya. A esta hora caza, ahí, a pececitos de colores, una gran serpiente coral.

      Fuimos. Caminábamos la playa todavía húmeda de las aguas que le llegaban en la noche, y sentía en las plantas de los pies sus apelmazadas durezas. Tardamos en llegar. Cuando nos apostamos, con el agua a la cintura sobre unos pedrejones calcáreos llenos de rugosidades y de unas lamas verdes muy resbaladizas, sentí las lenguas frescas del agua dándome caricias. Había poco fondo, y nada de arena. Todo era corales y su blancura esparcía la luz. Claro como de vidrio, todo se veía. Entre esos desfiladeros de una belleza de construcción mudéjar increíblemente intrincados, vagaban innumerables bandas de pececitos, como astillas de luz.

      —Acá se crían –me dijo el Viejo–. Esto no está hecho para peces grandes. Mira a esas menudencias. Hacen que te olvides de todo. Para acá me vengo cuando la vida me duele.

      Me extrañé mucho de esas palabras. Salvas las amargas reconvenciones que una vez me tuvo mi mujer, nunca nada me entristeció en mis dieciocho meses de estar en la isla. Le dije:

      —Acá nada hay de qué dolerse, salvo de la lengua picante de Miel, a ratitos.

      No respondió.


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