Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez
mi vejez –me dijo–. Cosas hay a las que no me resigno. A la ausencia de las mujeres en mi lecho, por ejemplo.
Yo callaba. ¿Qué podría decirle?
Él siguió:
—Antes las mujeres me buscaban. Venían hasta mí, de día, entre los arbustos de estas playas. Y en las noches a mi lecho, como sabandijas ávidas. Todavía las deseo, y puedo, y las espero. Pero todas creen que estoy de tirar. Si me les insinúo se ríen picaronas, pero su carne no desea a mi carne. Es duro. A veces preferiría estar muerto. Creo que las viejas son más afortunadas. A ellas se les apaga el fuego de su horno cuando no sangran más. Ya no se inquietan por el hombre. Pero mi padre, que vivió mucho más de lo que he vivido yo, me confesaba todavía sus deseos.
Callados nos quedamos. Al agua yo le oía sus voces, parloteando. Se frotaba contra las edificaciones de cal, lenta, y alzaba cantos de vidrio, muy dulces.
—Recién llegado tú –continuó– una muchachuela, a la que me le ofrecí requiriéndola se me encrespó como una ola brava contra una proa y me salpicó todo de improperios. Me dijo que si se me diera de confiada no sería capaz: yo no daría. Me fui a la playa, y lloré. Y luego avancé aguas adentro buscando morir untado de sal. Pero me era imposible hundirme. Mi cuerpo ha sabido flotar desde siempre. No quiere aprender a estarse abajo. Entonces me puse a nadar mar adentro. Pensé en hacerlo hasta que las fuerzas no me dieran más y me ahogara. Creo que hubiera llegado al continente así hubiera sido tres soles después, pero sin lograr hundirme, si mi hijo, el que gusta de ir en la proa con el arpón, no me hubiera alcanzado con la chalupa. La vi, negra y larga, que me pasaba y se detenía bailando olas. Me así de la borda y pensé qué respuestas dar. Pero no hubo ninguna. Derrotado subí, no queriendo parecer derrotado ni nada, y tomé un remo. Mi hijo el otro, y volvimos.
—Yo –le dije– antes de tener a Miel tenía a mi mano derecha como mujer. La dulcificaba para los frotes con mi saliva. Es un sustituto, pero alivia de esos jugos espesos nuestros que si no salen, amargan.
Se rio un poco, apenas con los ojos que destellaron su risa brillando como pececitos azabaches. Dijo:
—Si vuelves a necesitar de tu mano, usa del aceite de coco. Es mejor que la saliva, y la boca no se te seca. Y, sí: la mano es la fidelidad constante, la disponibilidad de siempre, sin condiciones. Es más fiel que la mujer más fiel: no se va nunca. Es un gran recurso, como ya dijiste que sabes. Y de eso sabrás mejor cuando estés viejo.
Muy al rato, en el que el silencio de nuestras bocas íbame siendo pesado, le dije:
—No viene la serpiente. Vámonos.
Me reconvino con una voz suave:
—Tú no sabes tener paciencia. No es esa una buena cosa. Esperemos. Mientras, aprende a los pececitos, sus modos. Al agua los suyos. Todo es tan importante. Todo es necesario. Aprende del viento sus movimientos: el viento es movimiento. De la arena la dureza, y el calor húmedo. De los árboles la permanencia. De las piedras la duración. Aprende a ser agua, sol, peces, árboles. De cada cosa irás a necesitar su sabiduría. Pero antes, sábelo, tienes que aprender la paciencia. Ella es la puerta de entrada a todas las otras.
Me pareció oír a Juan de la Cossa, mi padrino, oyéndolo al Viejo. Hablaban de lo mismo, cada uno en su lengua. El uno en su nao, y este otro en su escollera. Cada uno desde muy hondo de sí, como desde otras edades, como si muchos viejos hablaran por él, con una voz de caverna hondísima. Una voz conteniendo cosas preciosas. Lo oía, sin mirarlo. Mis ojos enredados abajo de la movilidad de los cristales del agua, viendo las carreras inmensamente lentas de una babosa del mar que era acosada por las pinzas de un cangrejo: no podían asirla. Cuando apretaban, la carne babosa se escurría de la garra. Al alzar los ojos, la cara del Viejo, tan ancha, me mostró súbita y casi de tocar su sabiduría rancia. En ella se mostraban muchas cosas: aparecía el amor por su mar, ancho como el mar. En esa cara veía costas, islas, oleajes, sirenas, sirtes. En ella vi tortugas, delfines, sardas, peces plateados, corrientes submarinas, algas meciéndose al compás de músicas muy complicadas. Ese indio viejo era toda la tierra suya, que a veces se le salía por los poros.
En ese instante entendí un poco al saber: era ser. Ser arena, a fuerza de entenderla, mar por la constancia de su uso y entendimiento. La sabiduría no era conceptos, ni babosas palabras de universidades, sino la integración con algo. Como la de Miel con su ciencia médica, y la del proel con la navegación.
Al rato de estar mirando la entraña del agua con esos sus ojos apartados me hizo señas de que mirara yo también hacia abajo, y vi a los chorros innúmeros de pececitos que fluían por entre los acantilados del coral. De tantos parecían cuerdas.
—Ya viene –me dijo.
A poco la vi: otra cuerda de anillos rojos, amarillos y negros. Rápida como los pececillos, parecía empujarlos más que perseguirlos. Vi que iría a pasar rozándome las piernas y pensé recogerlas. El Viejo leyó en mi gesto y me puso una mano en el hombro. Me dijo:
—No te muevas.
La serpiente pasó junto a mí como un largo escalofrío de anillos, y se perdió entre recovecos. Lo reproché:
—Me tenías dicho que es muy venenosa.
—Es la más venenosa de todas las serpientes. Más, incluso, que la mapaná más talluda. Pero es casi inofensiva para nosotros, porque tiene los colmillos muy atrás de la boca. Son fijos, y no son huecos como los de las víboras. Su veneno baja por acanaladuras. Tendrías que meterle un dedo en la boca para que, hundiéndolo, te cortaras. Es imposible que te chuce en la pierna.
—Medirá algo más del largo de un brazo y otro medio brazo. ¿Qué es lo que entiendes tú por inmensa cuando eso me dijiste?
—No hay otra como esa. Debe ser la tatarabuela de todas las corales. La mayor de todas las que la siguen tendrá su mitad de largo. Cuando se dice inmenso o pequeño es con relación a algo determinado.
A poco reaparecieron todas las cuerdas fluidas de los pececillos, untadas de colores. Detrás la serpiente. Pasaron.
—No veo que alcance a ninguno –le dije.
—A algunos alcanzará. A los que se cansen primero. Por eso los persigue, para cansar a algunos.
Añadió:
—He querido cazarla. Con su piel tan grande, minuciosamente retorcida, haría unas ajorcas muy bellas. Con ellas cazaría a alguna jovenzuela, seguramente. Pero no he podido verla saliendo del mar. Debe tener alguna cueva con entrada acuática. O salir a los arenales únicamente por la noche. Esas culebras tan viejas saben mucho: de peces, y de sobrevivir. Es por ese saber que llegaron a viejas.
Estuvimos tanto como media hora viendo el largo pasar de esas cuerdas de peces y serpiente. Luego las cuerdas de peces se rompieron como collares y los peces se dispersaron como cuentas.
—Ya tuvo lo suyo. Mañana será igual.
Me fui con él, a lo de antes. Me dejó con las varas para las flechas, y él se fue a las cuerdas. Las manos mías hacían su trabajo, solas. Sabidas ya, parecían desconectarse del cerebro y ser autónomas mientras que mis pensaderas pensaban en otras cosas. Las de esa serpiente coral persiguiendo astillitas de luz con escamas habían sido fascinantes. Sabía desde ya que al día siguiente me iría solo a contemplar el desfile multicolor.
De pronto rompí a reír. Yo cazaría a esa culebra para el Viejo y se la entregaría para que hiciera ajorcas caza muchachuelas. Resguardé del sol para todo el día a mi pila de varas, y me fui a mi bohío. En él anduve hurgándole las entrañas a mi baúl, y encontré el viejo calzón de lienzo liviano con el cual, en el barco, dormía. Acá estaba sin uso. Recorté una de las perneras a la altura de las rodillas, y me busqué una liana fuerte y flexible. Cuando vi que me serviría dejé todo y me fui a donde el Viejo.
—Téjeme –le dije– una cuerdecita tan delgada como se pueda tejerla, y tan larga como cinco brazos.
—¿Para qué la quieres?
—Ya te diré.
Cuando