Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez

Muy caribe está - Mario Escobar Velásquez


Скачать книгу
caribe empezó a prepararse para la guerra a muerte: de otra clase de guerra no entendían. Empezó a saberme, no uno rubio de ojos verdes que la aprisionaban, llegado de distancias que no era capaz de imaginar, bello para ella y casi dios, sino a uno amigo de enemigos. El dolor y el odio le crearon nacionalidades.

      En ese viaje, en el cual supo de la atrocidad, ya estaba mi hijo en su vientre, creciendo cacique. Tal vez unos dos meses antes, en unos días en que una ternura desparramada nos unió con una unión que nunca jamás he vuelto a tener, me había dicho, los ojos como dos pozos insondables llenos de la dulzura que saben dar a las abejas los robledales:

      —¡Hagamos el hijo!

      ¡La voz que tuvo para decirlo! Algo más de setenta años de pronunciadas las palabras, y aún sigo oyéndolas en su extraña mezcla de almíbares y música. De música de flauta, imprecisa entre llanto y canto.

      Podía ella decir ese “hagamos el hijo” con la certeza de su cumplimiento, porque conocía muy bien el mecanismo de sus órganos, y el de las mujeres que trataba. Solía, en los períodos prolongados en que no se deseaba a la preñez, recetar (o tomar) un cocimiento de plantas de que ella sabía y que esterilizaban a la mujer durante algunas lunas. Otro tenía para quienes habían ejercido el placer carnal sin haberse preparado para evitar la preñez, que se tomaba el día siguiente al de haber ejercido el placer.

      Ella era apasionada. A su cuerpo lo usaba para el placer carnal. Sabía buscarlo, a ese goce, en mi cuerpo, y, encontrado, demorarlo. Los rasgos de su cara eran bellos. Pero no escribiría que fueron delicados o pulidos, al modo de los rasgos españoles. No eran plácidos, sino bravos, fieros. Bellamente fieros, como una lanza o una tizona. Leona, le decía yo a veces, y facona, gavilana, espada. Sabía ir como una bandera victoriosa, alta, altanera, gonfalona. Pero en esa tarde del “hagamos al hijo” sí que se dulcificó su cara. Y en ese día no fue el amor feroz. Dulcificados los rasgos, transparentes como un alabastro moreno transido de luz íntima, se me untó como unas cucharadas de miel y así, untándoseme, se estaba, recibiéndome.

      Y apenas entonces supe yo lo que la ternura es. Con ella el amor copulado era una batalla, un asalto dado y recibido, en que la fatiga llegaba después como un premio, y en el que el sudor abrillantaba las pieles, y se hacía trencillas en algunas partes. Nos agredíamos de amor, nos peleábamos los goces, y la batallaba y me batallaba.

      Pero en esa vez fueron suaves sus rasgos. Sus voces fueron cariciosas, y estuvo plácida, los ojos como rezándome agradecimientos. Yo, igual. Y sé, desde entonces, que hay bellezas feroces, y que las hay serenas.

      Cuando sentí el espasmo curveteándome la espalda, uniéndose al suyo que le llegaba profundo y caudaloso como un gran río, me pareció que de mí brotaba miel, que era yo la colmena más dulce.

      No me le desuní, como sí lo hacía luego de las batallas feroces. Descansando mi peso sobre las rodillas y los codos permane cí adentrado en su carne, como un cuchillo llegado y permanecido adentrado para quedarse. Le decía cosas ternecitas. Y como la lengua india en que ella me entendía no me alcanzaba para tamañas ternuras me saltaba de ella al castellano que sabía desde siempre. Pero me entendía en ambas.

      Cuando el uno solo que éramos, yo así adentrado en ella, se volvió dos al desunirnos, ella se quedó estática. En el antes del batallarnos recíprocamente, solía, tras de mi descarga seminal, irse al suelo, deslizada como una lagartija y, acuclillándose, dar largos saltos de rana. Así se desprendía de mis jugos untuosos. Si le hacía burla, diciéndole que ella misma no creía en la eficacia pregonada de sus bebedizos, seriota me replicaba como la rana que acaba de saltar:

      —Sí creo. Nada más le ayudo al bebedizo, porque la fuerza que tienen las cosas que se reproducen es inmensa. La vida es lo más empecinado en permanecer, dividiéndose.

      Pareció recordar esas explicaciones de antes, porque ahora dijo:

      —No voy a moverme. Yaceré acá hasta mañana. Hoy es la noche para que tu semilla permanezca recogida en mí, y crezca en mí.

      Montó una pierna sobre la otra, como para cerrar bien su entrada, su boca mejor, la más verdadera, y añadió, dos charcos de dulzura negra sus ojos:

      —Hazte tu comida.

      Las sombras fueron saliendo de los rincones y fueron espesándose y subiendo, hasta que fueron multitud y se volvieron noche. Entre las piedras del fogón las llamas viboreaban. Su resplandor alcanzaba hasta el lecho y la inventaba en rojos, tanto como la luz inventa a las cosas sacándolas de lo oscuro. Ella aquietada como una agua de charco, los rasgos apaciguados meditando el hijo.

      A veces decía cosas para mí incoherentes, en su lengua que no conocía yo lo bastante. Pero en otras era clarísima:

      —El hijo tuyo-mío me está entrando.

      Y dijo después:

      —Ahora lo veo como irá a ser en nueve lunas adelante: tiene verdes tus ojos.

      Me costó, cuando al fin estuvo el guiso de pescado, que comiera. Yo me había hecho de maderas duras algunos remedos de cucharas, tenedores y platos, pues no pude aprender a servirme de los dedos al uso de ellos, y me fui al lecho. Usando el tenedor por primera vez, comió, echada, longa, una pierna sobre la otra cerrando su boca mejor, su boca más verdadera. Yacía en una estera, sobre el suelo de arena delgaducha. Era sobre ella que nos amábamos. Después de las amorosas batallas cada uno iba a su hamaca. Pero en esa noche dijo:

      —Trae las mantas.

      Se refería a unas delgadas, de algodón, que nos echábamos encima en las madrugadas, que eran frías a veces. Cuando las traje, añadió:

      —Dormiremos acá, dueño mío.

      Cuando me estiré a su lado, se me ciñó entera, como una liana que se envuelve a un tronco. Se me unió, sinuosa, pámpanos sus brazos y sus piernas. Reclinada en mi hombro su cabeza, me respiraba en el oído.

      Se durmió nada más ceñirme. Pero yo no podía entrar en esa llanura oscura del sueño. En parte atropellado por una estampida de sentimientos: toda una tropa. Yo iba a ser padre. Allí era fácil serlo, sin ningún apremio económico. La tierra trabajada, el mar trabajado, daban todo con largueza. Allá, en ese trópico que se me asemejaba al Paraíso, yo, un extraño, me partía: iría a ser la mitad de un otro, con otra mitad de una mujer de otra raza, con mucho de bruja según me lo susurraba en el entendimiento todo lo que yo sabía de la “Santa” Inquisición. Con una otra mitad de una salvaje. Ese “salvaje” era el término con que cada peninsular se refería a cada nativo. Porque lo miraban desnudo, no porque lo conocieran.

      ¿Era mi mujer una salvaje?

      Era una médica, y era una cultora de su deber. Yo sabía lo que le costaba salir de su isla hacia el continente cuando un enfermo la requería. No tenía paga del sanado, si se exceptuaba algún collar que le entregaba, ni pedido ni deseado, y que después solía regalar a alguna muchachuela ansiosa. En ella descansaba toda una antigua sabiduría de muchas curanderas que la antecedieron, acumulada en su cabeza, aprendida minuciosamente en años al lado de su antecesora, una abuela muy exigente. Una sabiduría que, hasta donde podía juzgarlo yo, era más y mejor que la europea.

      Desde el suelo veía a mi trozo de firmamento a través de la ventana. Por lo alta que estaba la estrella que era mi conocida y mi preferida, pude saber que la noche estaba crecida. Para poder dormir tuve que despegarme, como de pámpanos, de los brazos y las piernas de mi mujer. Dormida se resistía. Cuando me di vuelta me hundí. Pero cuando me despertó la algarada de los pájaros chuzando el día nuevo con sus cantos, mi médica estaba enredada a mí, adherida. Y de pronto me puse a llorar, callado, abundoso, doliéndome la vida con un dolor de belleza y de contento. Ya se va viendo que yo soy una lágrima con patas.

      He dicho que por los meses mayores de su preñez, cuando el vientre le abultaba como un fardo, Miel me tuvo resentimientos, y tal vez pudo pensar en mí como en uno igual a los que asaltaron el poblado indio. No hallaba yo ni los modos ni las palabras convincentes para decirle “no soy de esos, ahora soy indio”. A más, su barriga nos separaba los sexos. El suyo perdido el gusto por el mío. Inflados,


Скачать книгу