Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez

Muy caribe está - Mario Escobar Velásquez


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de sí mismo. Que estuviera seco se buscó un arenal y como un cangrejo cavó para enterrarse. Se echó encima arenas que estaban todavía calientes y fue, entre su calorcito de sol guardado entre ellas, encontrando migajas de sosiego.

      Temió de sus voces, y por eso no las expulsó de la garganta para los de los barcos. El miedo le susurraba de indios oyendo. Después, sobre la cara y las manos, le cayeron los mosquitos zumbadores, a millares, como un ácido con alas. Acabó hundiendo cuanto pudo la cabeza en la arena, y después se puso el casco sobre la cara, y sepultó las manos. Y el calor entonces fue demasiado, y empezó a olerse su sudor de días de antes retenido por el forro. Le repugnaba tragarse con el aire respirado a esos olores indignos.

      Cuando dejó de ver a las estrellas, las echó de menos. Se pensó un cadáver pensante. Y entonces, solo consigo mismo, sin testigos que la vergüenza rechazara, lloró. Lloró la derrota. Lloró el oro rapiñado y tirado luego. Lloró a los compañeros machacados. Lloró su carrera de caballo montado y acicateado por el miedo, y el día casi entero metido en las aguas fétidas del manglar, y lloró su caparazón de arena y su firmamento oscuro de casco hediondo.

      Lo durmió el cansancio de los ojos que lloraron, y aprendió el beneficio del olvido transitorio que es el dormir.

      Ya el sol había escalado una parte del cielo cuando lo despertaron los pasos. No fue que los oyera. Los sintió caminándolo como hormigas, transmitido por las arenas. Su miedo le contó que no estaba muy hondo, y de entrada quiso ser una de esas lombrices de tierra que tan fácilmente se hunden. Y solo alzó la testa cuando sintió a hierros raspándose.

      Destapó los ojos: los de las naves, todavía unos ochenta, patrullaban. Pero al camino de la aldea india no se atrevían a caminarlo. Algún roce con regustos musicales delataba la tensión de las cuerdas de las ballestas. Humillos se veían en las cuerdas ardiendo de los arcabuces.

      Sin alzarse, cauto ante las disposiciones de los otros que pudieran soltar la flecha rauda antes de reconocer bien, largó a las voces que tenía prisioneras desde anoche. Soltó nombres cuyos dueños estaban ahí, ceños fruncidos. Solo se alzó, más sucio que la sentina, cuando le respondieron.

      Alonso de Ojeda, menudo él de cuerpo, flaco como una lagartija era, empero, uno de los capitanes grandes. En el hoyo en que estuvo enterrado dejó a las lágrimas miserables y a los miedos que desataron la cuerdecita de los líquidos de la vejiga, y no más surgido se asumió capitán, el gobernador que iría a ser estuvo válido, callando sus angustias de antes, ahorrándolas: de eso no platicaba un hispano. Tiró los andrajos que hedían. Se metió al agua y lavó todos sus exudados, y ordenó junta en la nave. Enterrado, él había pensado. Sepulto, planificó. Resurrexo iría a cobrar cabezas machacadas, flechas erigiendo puercoespines, bailes anteriores a las flechas.

      Las naves, alejadas de la costa, permanecieron ancladas algunas horas más. Los mirares vieron a indios vigilando, rondando, pintarrajeados en ocres guerreros y en jaros ostentosos. Se les veía escupir insultos. Pero no los oían: no eran tan fuertes como para ir tanto tan lejos sobre las olas. No más entonces se fueron las naves. Eso estuvieron aguardando: que las vieran irse.

      En esa noche no volvieron. Tampoco en la siguiente. Pero en la tercera sí, cuando el mundo estuvo oscuro. Desembarcaron todos los ochenta. En los barcos no quedó más que uno en cada uno. En la playa se agruparon, los torsos protegidos por las cotas. En las cabezas los cascos. Y en las manos las armas. Solamente las blancas, espada, lanza. En el cinto el puñal recursivo. En el brazo el escudo y en el corazón la ira.

      Entonces fueron por entre la hediondez de los cuerpos pudriéndose. Una hediondez más espesa que gachas. Y que afrentaba: esos olorosos fueron todos amigos.

      Antes del poblado dieron con dos o tres de esos perrillos indios que carecían del ladrar. Se escurrieron por la maleza, temerosos. Los de las teas rodearon el rancherío, más callados que el silencio. Cuando se dio el silbido las prendieron y fueron arrimándolas a las pajas del techo resecas por el verano. Corrían de un techo a otro, y después no necesitaron porque las llamas corrieron solas, y pronto fue como el día la hoguera inmensa que aullaba.

      Los indios salían aturdidos, e incendiados, entontecidos por el sueño. Los aparaba la estocada o el lanzazo. Guerreros todavía pintarrajeados, y no. Mujeres humeantes con cabellera de llamas, y niños soasados.

      Tal vez no escapó ni uno. Y después al olor de los podridos se unió el de los asados.

      Cuando el día breve del incendio se apagó, se estuvieron por ahí esperando al otro, al del sol. Cuando vino, trajo la rapiña. De las narices calcinadas sacaban las narigueras. De los brazos en carbón los brazaletes. Y de las revolturas de cenizas y maderos, los pectorales, los ídolos, y una que otra vasija con grano no ardido. A algunos que, tirados, se empeñaban en aprender la supervivencia, les encimaron la estocada decisiva.

      De regreso recogían las armas, tiradas. Desamarraban dedos de empuñaduras, y de otros dedos cosechaban anillos. De bolsillos uno que otro reloj, y de faltriqueras la redondez de las monedas. Todo eso oliendo hediondamente a muerte.

      “¿Por qué no?”, me digo. Esos muertos no estaban para poseer. La muerte es la carencia de necesidades.

      ¡Ese Ojeda! Después, en San Sebastián de Urabá repetiría la fuga, en otra modalidad.

      Eran demasiados los españoles muertos para ser enterrados. Los dejaron, festín de gallinazos. Creo que por días las aves negras oscurecieron el cielo, y engordaron. Con carne peninsular y carne del Mundo Nuevo. Una risita temblona me sacudió el cuerpo enteco. Ahora hasta la risa me sacude. Reí de la ratita, y de Alonso de Ojeda.

      La memoria es ubicua. Vuelvo con ella a la isla de mis amores. Ahora sé que la vejez es apenas otra cosa que un largo recordar, que además amarga: no vi a la chica en dos días. Entonces me fui a donde el Viejo y, vergonzoso, le conté. Sonrió con una sonrisita de cuchillo afilado. Me dijo:

      —Si ya supieras lo que yo sé de las mujeres, sabrías que lo que quiere es que vayas por ella. Eso, seguro. Ve, y le hablas. Ve aprendiendo tu esclavitud. Amar es ser ajeno.

      Yo era tontolo todavía. Le pregunté:

      —¿Y de qué voy a hablarle?

      Se rio, con una risa gargarienta. Respondió:

      —De lo de siempre. De las palabras que siempre están y que se dicen siempre, iguales. Ya las dijo mi boca en una vez, antes de que esa a quien quise viniera a vivir conmigo. Le dije que mi casa era muy ancha para mí solo, y muy larga la noche sin ella, y que los brazos míos estaban aburridos sin tenerla. Anda. Nada más le dices lo que estás sintiendo.

      Subí la ligerísima pendiente, muy azorado. A cosa de un kilómetro se abría otro claro, y en él se dispersaban muchos más bohíos. Caras me miraban, sabedoras de mí desde hacía más de tres meses, muchas sonriendo maliciosas. Pero no la suya, ausente con estruendo. Para mi buena suerte allá estaba tejiendo una red, ayudado de otro, el muchacho proel. Sabedor, como todos, al parecer, de mis asuntos, me hizo una seña indicando un bohío. Se la agradecí como a un puñado entero de narigueras de oro. Fui hacia él, tembloroso.

      Por la puerta la vi, sentada en el suelo, sobre sus piernas. Sobre cada oreja se había puesto una flor de hibisco, más rojas que heridas, y todo el pelo, atado en un solo mechón que le caía atrás, le había despejado el rostro un poco ancho. Estaba hermosísima, y parecía tan joven. De la cintura a las corvas se envolvía en un tejido blanco. Los pechos le detonaban en el pecho. Lo que pensé fue lo celoso: “¿Cómo, por Dios, siendo tan joven, ha podido ser de varios, como dijo el Viejo?”.

      Como no alzó la cara, ignorándome, vacilaba en entrar. Y, rabioso un poco por su indiferencia, vacilaba en irme. Al ratito me dijo, en voz baja, que se le airaba:

      —Entra. Van a creer que te salieron raíces hondas. O, peor, que mi fealdad te asusta.

      Eso hice. Adopté junto a ella su postura y traté de soltarle las palabras del Viejo. Las había organizado muy bien en la subida, pero ahora se me desbarajustaban, huyendo como peces. No las dije a todas, ni ordenadas. Pero estas sí:

      —¿Por


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