Muy caribe está. Mario Escobar Velásquez

Muy caribe está - Mario Escobar Velásquez


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en el Mundo Nuevo que se le iguale. Es la reina.

      Le puse al Viejo la mano en el hombro para agradecerle, y sentándome en la hamaca tomé el libraco en blanco y anoté el fonema “anana”, y al lado hice un dibujo de su forma. El Viejo me miraba sin comprender qué hacía. Pero cuando miró por encima de mi hombro y vio a la anana dibujada no pudo ocultar su maravillado asombro. Abría los ojos y miraba más. Finalmente, sin contenerse, desde la puerta dio voces, y todos los del caserío vinieron. Con lengua apresurada el Viejo les dijo de la hoja y el dibujo, y todos miraron. No todos lo interpretaron. Algunos no hallaron, como el Viejo, la relación entre la fruta y el dibujo.

      Así hallé, de pura casualidad, la manera de aprender el idioma. Cuando alguno estaba conmigo dibujaba cosas, y el alguno decía el nombre, que yo anotaba. Era para todo el mundo, inclusive para mí, una diversión. Y me amistaba con el alguno.

      Cuando todos se fueron, retuve al anciano tomándolo del brazo. Dibujé la cara de la muchacha-ondina. Sus crenchas de medianoche cayéndole sobre los hombros. La nariz un poco chata. Los ojos negros y brillantes, y el labio sonreído finamente irónico. Él se deshizo en palabras que no entendí. A una de ellas, que no sé transcribir, la tomé como el nombre de la muchacha. Traduce algo así como “de varios”. Con esa palabra estuve llamándola por unos meses hasta que pude interpretarla cabalmente. Entonces supe por qué, cuando así la llamé por primera vez, tuvo un gesto contrariado. No es que fuera peyorativa, pero así llamaban los caribes a la mujer que había sido de más de un hombre. No una prostituta como las que vagan por los puertos y que se dan por unas monedas, baratas. No. La “de más de uno”, como también se traduciría el vocablo, no se vendía. Tampoco es que hubiera por qué venderse, porque no existía la moneda, y a cualquiera cosa que alguno precisara podría procurársela por sí mismo, o casi. Era una mujer que en el tiempo de unión con uno no adquiría compromiso de permanecer con él, y rompía la unión cuando dejaba de placerle. Se iba a otro poblado cuando la ruptura, que se daba sin violencia por las partes, ocurría. No solían tener hijos. Los evitaban tomando cocidos de unas plantas que, desprecavido, no me cuidé de conocer. O, si la preñez se daba, se libraban tomando pociones de otra planta que era un abortivo muy eficaz, sin contratiempo. Tampoco de esta planta averigüé cuando pude hacerlo. Cualquiera de esas me hubiera dado una fortuna mayor que la que me dio el palo santo, que curaba a la sífilis.

      Pero ahora que escribo, mi mente india, esa que adquirí vivien do con los indios, se ríe de lo escrito, que está al modo de pensar español: si tengo todo lo que quiero o requiero, y me sobra fortuna, y estoy tanto tan viejo que no alcanzaré a gastarme lo tenido, todo más sobra absolutamente. Todo más es inútil, y lo que haría sería oxidarme el corazón: porque la ambición es un ácido.

      Nunca he tenido, después, una noche más larga que esa primera tenida en mi bohío. Pensando que tal vez en su palabrerío el anciano me dio noticias de la muchacha, que no supe yo oír. Eso me amargó los ojos, que no durmieron, y la saliva que me ponía amarga la noche, y la hamaca, y puso arrugas verticales y contrariadas en mi entrecejo. Porque cada parte mía la anhelaba. Quizás estaba también la quietud de la hamaca. Por cerca de ocho meses estuve durmiendo en el barco y en sus movimientos cabeceadores. Y más luego estaba también el silencio: venía de todas partes caminando con pies callados y se acumulaba a mi alrededor, y aturdía más que muchos ruidos. En el barco siempre habitaban los ruidos: de ratas múltiples, en la cala, que rondaban por entre barriles hincando el diente duro en la porfiada madera del roble. O de ronquidos, en las hamacas que colgaban próximas. O de los que, pudorosos, escogían la noche para ir de letrina y descargarse, y entonces iban y venían. La letrina era apenas un travesaño para sujetarse contra los corcovos de la espalda del mar que pudiera volcarlo en él. Estaba clavado en la borda, afuera, sin mamparos, sobre una pequeña plataforma sobre la cual uno se acuclillaba, a la vista de quien quisiera ver. Y estaba siempre la maretilla lamiendo el casco con la sonoridad de sus lenguas sucesivas. Y, todavía en el bohío, el aire suave, delgadito, puro. La nariz mía estaba acostumbrada a la espesura de olores del barco: a quesos que se ranciaban, llenos de cabelleras grises suministradas por los hongos. Al del aceite, que se filtraba por juntas invisibles. Al de la harina seca, un poco como de arenal. A la carne cecinada, que llegaba para que la sintiera como al cuerpo sudoroso que no ha recibido un baño. Y a los sudores, las respiraciones, y las ventosidades ampulosas de muchos durmientes.

      Una estrella apareció, como a las diez de la noche, en la parte baja de la ventana, y fue subiendo lenta, lenta. Al fin se subió al techo, creo. En eso se tardó media noche. Y no dormía, sobre todo, porque esperaba por ella. Me parecía saber desde siempre, desde antes de mi niñez, desde antes del vientre de mi madre, que vendría. A ese saber de ahora no necesitaba escudriñarlo para saberlo antiguo. Ya he aprendido que hay muchas cosas de la vida que uno sabe con anticipo. Pero en esa noche no vino. Ni en las muchas siguientes. Seguía viéndola. Venía de otros bohíos de más arriba. Y aun cuando en las tardes lucía una especie de faldellín blanco, de un algodón sin aprestos, que más era incitante que recatador, cuando iba al mar pasaba desnuda, vestida apenas de su gracia. A veces demoraba en mi bohío, y yo dibujaba objetos y les aprendía de sus labios el nombre. El Viejo, o el proel, me decían con palabras que yo captaba ya que cuando ella fuera al mar la siguiera. Así lo hice en varias veces. En todas fue como en la primera. Sus manos me tocaban enteras. Indagaban no sé cuáles cosas en mi piel. Sopesaban mis atributos de varón, y su boca se pegaba de mis tetillas, mordisqueando suavemente sus dientes en una delicia torturante. O succionaban. Yo aprendía en su piel las caricias. No hay aprendizaje más grato, sobre todo en la dureza turbadora de unos pechos jóvenes. Pero cuando intentaba el abrazo de penetración se reía. Su risa picaba como pimienta. Y se escurría de entre mis abrazos como un agua esquiva, entre roja y morena.

      Dejé de ir al mar con ella, porque me dañaba. De cada uno de los juegos que imponía, de incitación y de rechazo, salía yo malherido, con odio por la vida, por la isla, por el mar, por ella. La creí imposible, y por eso, cuando al pasar me invitaba con los ojos, y a veces con toda la frase linda de “ven a que nos dé caricias el agua”, me retraía dentro de mí como el caracol.

      En las noches dejé de esperarla, o al menos esa mentira me mentía. Y cuando, como a los dos meses de haber dejado los juegos que me dolían, a muy poco de anochecer la vi en la puerta como una sombra, creí en otra vez que era apenas la proyección de mi ensoñar que la ponía allí, como lo mejor. Pensé que se desvanecería en nadas, como en las otras veces en que también la vi. Pero entró, guiada por sus oídos que recogían el chirriar de las cuerdas de la hamaca en los postes. Y creo que hasta por los chapaleos de pez caído en la arena que daba mi corazón.

      Se allegó y frenó el movimiento de la hamaca con sus rodillas. Pero yo me estuve quieto, rencoroso, reteniendo las manos que querían irse hasta ella. Entonces se arrodilló y descargó su cabellera y su cara sobre mi vientre, y estiró sus manos y empezó a tactarme la cara. Yo me puse fiebroso, pero ella estaba fresca como un pétalo. Se puso en pies de nuevo, y tiró de mí para arrastrar el cuerpo. Me dijo:

      —Iremos hasta la playa, amado.

      Empecé a sentir un chillido a mi alrededor y tardé en saberlo como al de mi sangre por los oídos.

      Afuera la noche inmensa, sin brisas. Tibia. Y llegando en hordas el sonido de las múltiples lenguas del agua lamiendo la playa como cien mil lebreles.

      Súbitos, iguales, echamos a correr como si la noche nos fuera a ser corta. Sentí el cambio de la arena en las pisadas húmedas, y entramos en las aguas. Al revolverlas con nuestros juegos brillaban como oros líquidos, porque en ellas pululaban miríadas de animalillos que fosforecían.

      Se dedicó a excitarme haciendo uso de una sabiduría erótica muy refinada. Yo percibí de inmediato mi torpeza, que era una ausencia de saberes. Ella la sabida, la más lujuriosa, la seductora. Yo el maravillado de la infinita riqueza de los sentidos.

      Luminosos, chorreando resplandores, salimos del agua. Apenas en la rompiente, en donde el líquido salado endurece a la arena, apelmazándola, me hizo tender. Había traído una vasija pequeña con un aceite. El olor que tenía era el mismo de la boca del piloto: a coco. Se lubricó el sexo, hasta en sus honduras, con una despaciosa minucia. Y me trepó, sin empalarse. Abrió las puertas-piernas guardianas, y destapó


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