La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós

La Fontana de Oro - Benito Pérez Galdós


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rigidez de su trato, contentábanse luego con oír de boca de Bragas un panegírico, cuyo epílogo era siempre tazón de chocolate o magra de gran calibre.

      Elías tenía treinta años cuando marchó a la Corte. No sabemos si él, al tomar esta determinación, soñó con adquirir la gloria que los astros por boca de un sabio habían anunciado. Él, sin duda, tenía dispuesto algún plan. Al llegar a Madrid trabó relaciones muy íntimas con los padres del convento de Trinitarios, que eran sabios como unos templos. Hizo asimismo estrechas relaciones con un señor de la nobleza perteneciente a la casa ilustre de los Porreños y Venegas, marqueses de la Jarandilla; y tomó tal afición a esta familia, que la sirvió fielmente en la prosperidad, y fue su mayordomo, aun después de la ruina de la casa, acontecida al fin de la guerra. Al estallar esta, en 1808, Elías dejó sus costumbres sedentarias, sus Pandectas, su Digesto y sus Decretales, para militar en las filas de Echevarri y el Empecinado; hizo con el primero toda la campaña de Navarra, y organizó una porción de somatenes en Castilla al pasar Napoleón de vuelta de Madrid.

      Concluida la guerra, pasó por su pueblo: su padre había muerto; su hermana era ya mujer, y se había casado con un pariente labrador; su madre estaba tullida y enferma. Bragas había perdido su buen humor y su afición a los astros; pero no su amor a Elisico, ni el convencimiento profundo de que dos naciones se unirían contra él, y que él las vencería a las dos.

      En Ateca supo el incremento que tomaba el partido constitucional y el entusiasmo con que en toda la Península era mirada la Asamblea de Cádiz. Advirtamos que Elías detestaba de muerte a los constitucionales. Aquel hombre, que desde que tuvo uso de razón no vivió sino con la inteligencia, ni en su juventud experimentó los naturales sentimientos de amistad y afecto, estaba a los cuarenta años enardecido con una fuerte y violentísima pasión. Esta pasión era el amor al despotismo, el odio a toda tolerancia, a toda libertad; era un realista furibundo, atroz, y su fanatismo llegaba hasta hacerle capaz de la mayor abnegación, del sacrificio, del martirio. Su carácter era apasionado por naturaleza, aunque los asiduos estudios le habían comprimido y desfigurado. Pero al llegar a aquella época, en que era imposible a todo español apartar la vista del gran problema que se trataba de resolver, la escondida vehemencia de sentimientos de Elías se manifestó, y no en forma de amor, ni de avaricia, ni de ambición: se manifestó en forma de pasión política, de adhesión frenética a un sistema y odio profundo al contrario.

      Como consecuencia de esta evolución de su carácter, se desarrollaron en él una fuerza de voluntad y una energía tales, que le hubieran llevado a los más grandes hechos, a tener ocasión para ello. Su inteligencia, que era muy perspicaz y cultivada del modo que hemos dicho, prestaba más fuerza a aquel sentimiento exagerado; y el consorcio extraño de sus facultades intelectuales con su gran pasión, unido a su trato indomable, hacía de él uno de esos seres monstruosos que la observación superficial califica ligeramente de este modo: «un loco».

      Hundido el sistema constitucional en 1814, Elías fue feliz; pero no por eso vivió tranquilo, porque comenzó a tomar parte en la vida activa de la política, que es en todas ocasiones una vida poco agradable. Trabó amistad con el duque de Alagón, individuo de la odiosa camarilla; entraba en los conciliábulos de Palacio, y se honró con la amistad de aquel príncipe que deshonró a su patria. Entonces tomaba parte en los sordos manejos de aquella corte infame.

      Pero vino el año 20, y nuestro personaje entró en el periodo de rabia crónica, de desorden moral y frenética tenacidad en que le hemos conocido. Ya sabemos poco más o menos cómo vivía: su actividad había redoblado, y conspiraba con una constancia de que no se ha visto ejemplo. En relaciones secretas con la corte, procuraba organizar una reacción, y todos los medios se adoptaban si conducían al fin deseado. Iba a los clubs, atizaba alborotos, frecuentaba las reuniones de realistas y aun de los liberales. Todo lo averiguaba y lo aprovechaba todo. Pero ya sonaban públicamente algunas acusaciones contra él; ya se decía que había pertenecido a la camarilla; ya se le indicaba como conspirador, y más de una vez se vio amenazado por gentes que pretendían conocerle o le conocían en efecto.

      Todos los que le conocían de vista en los círculos patrióticos le llamaban Coletilla, apodo elaborado en la barbería de Calleja, algunos días después del famoso aditamento que puso el Rey al discurso de la Corona. Aquel apéndice literario, que tan mal efecto produjo, era designado en el pueblo con la palabra Coletilla. La idea de que Elías era amigo del Rey, unió en la mente del pueblo la persona del fanático y aquella palabra: los nombres que el pueblo graba en la frente de un individuo con su sello de fuego, no se borran nunca. Así es que Elías se llamaba así para todo el mundo.

      Sus pocos amigos únicamente se cuidaban bien de nombrarle así.

      Concluiremos consagrando un recuerdo a uno de los principales héroes de este capítulo. Nuestro amigo don Pablo Bragas murió en Ateca a los noventa y un años de edad, de calenturas gástricas, debidas al doble efecto de un hartazgo de salpicón y de un constipado que cogió examinando la conjunción de Arcturus con Marte en una noche de Enero.

      Desde entonces la astronomía está en Ateca en lastimosa decadencia.

      Capítulo V

       La compañera de Coletilla

       Índice

      En Diciembre de 1808 militaba Elías, como hemos dicho, en una partida que había levantado en Segovia el Empecinado. Tuvieron varios encuentros con los franceses, hasta que Soult, que salió en persecución de Moore, encontró a los guerrilleros y les hizo retroceder hacia Valladolid; de allí siguieron avanzando hacia el Norte y llegaron hasta Astorga. Elías se quedó en Sahagún con unos cuantos hombres, dispuestos a organizar allí una partida considerable que hostilizara a Ney en su salida de Galicia.

      En Sahagún había un coronel segoviano que, habiéndose casado allí, vivía retirado del servicio militar. Era hombre de elevado carácter, de mucho corazón y de bien cultivada inteligencia; había sido muy rico, pero deparole el cielo o el infierno una esposa que ni de encargo hubiera salido tan díscola, intratable y antojadiza. El pobre militar hacía cuanto era imaginable para dominar el carácter de aquel basilisco, en quien parecían haberse reunido todas las malas cualidades que la Naturaleza suele emplear en la elaboración de las mujeres. Empezó por hacerse excesivamente devota, y tal era su mojigatería, que abandonaba a su marido y su casa para pasarse todo el santo día entre monjas, padres graves, cofrades, penitentes, sin ocuparse más que de rosarios, escapularios, letanías, horas, antífonas y cabildeos. Vivía entre el confesonario, el locutorio, la celda y la sacristía, hecha un santo de palo, con el cuello torcido, la mirada en el suelo, avinagrado el gesto, y la voz siempre clueca y comprimida.

      En los pocos momentos que pasaba en su casa era intratable. En todo cuando decía su pobre marido encontraba ella pensamientos pecaminosos; todas las acciones de él eran mundanas: le quemaba los libros, le sacaba el dinero para obras pías, le llenaba la casa de padres misioneros, teatinos y premostratenses; y en cuanto se hablaba de conciencia y de pecados, empezaba a mentar los de todo el mundo, sacando a la publicidad de una tertulia frailuna la vida y milagros del vecindario, para condenarla como escandalosa y corruptora de las buenas costumbres. En tocando a este punto le daban arrebatos de santa cólera, y entonces no se la podía aguantar.

      Pero de repente la insoportable beata se volvió del revés; el fondo de su carácter era una volubilidad extremada. Cambiando repentinamente, adoptó un género de vida muy mundano: se salía de casa y se andaba por esos mundos dando zancajos con el pretexto de que tenía una fuerte afección moral y necesitaba distracción. Acompañábala algún militar joven o algún abate verde. Su marido, viendo que era imposible detenerla en casa, tuvo que consentir en aquella vida volandera; que si bien le costaba una parte de su fortuna, le libraba por algún tiempo de las impertinencias de aquel demonio.

      La tercera metamorfosis de doña Clara fue peor. Le dio por ponerse enferma, y entonces no había malestar, ni dolencia, ni afección crónica, ni ataque agudo que no viniera a afligir su cuerpo. Agotó todos los ungüentos, específicos y tisanas; puso sobre un pie a todos los boticarios, curanderos, médicos y protomédicos,


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