La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós
y toda la fuerza de la edad primera, emprendían la propagación de las nuevas ideas, se imponían infaliblemente, adquiriendo una alta y envidiada posición social. Él se creía superior, ¿a qué negarlo? En la profundidad de su conciencia sentía una voz que sin cesar decía: «Yo valgo. Es preciso buscar los sucesos antes que ellos vengan a buscarnos. Animo, pues».
Estos pensamientos eran los que ocupaban la mente de Lázaro en los días que siguieron a la partida de Clara. Cuando su determinación se hizo firme, vio con entusiasmo que su inteligencia adquirió más vigor, y su pecho más osadía. Parecíale que su voz era capaz de emitir los más profundos, los más calurosos, los más verdaderos acentos en defensa de los nobles principios de la época; le parecía que nada igualaba a su facilidad de expresión, a su lógica terrible, a su frase pintoresca y expresiva. En lo más callado de la noche, cuando en parajes solitarios se entregaba a sus meditaciones, se oía, se estaba oyendo. Una voz elocuente resonaba dentro de él, y mudo y reconcentrado asistía a las maravillas e internas manifestaciones de su propio genio. Era auditorio de sí mismo, y le parecía que jamás había tenido el verbo humano frases más bellas, lógica más segura, entonación más vigorosa. Se aplaudía; le parecía que en torno suyo multitud infinita de sombras aglomeradas le aplaudían también; que resonaba un intenso palmoteo, cuyo fragor llenaba toda la tierra.
De vuelta a su casa dormía, y durante el sueño continuaba resonando en su cerebro la misma voz que hacía estremecer miles de corazones; que llevaba el entusiasmo o el espanto a ejércitos enteros de ciudadanos; y entonces se le figuraba que dentro de su ser había una misteriosa entidad sonora, un espíritu locuaz, que sostenía constantemente allá en su profundo núcleo la más brillante y enérgica peroración.
Lázaro tenía el genio de la elocuencia. Él lo conocía: estaba seguro de ello. Cada día que pasaba sin que un gran auditorio le escuchara, le parecía que se perdían en el vacío y en el silencio de un desierto aquellas voces admirables que sentía dentro de sí. No había tiempo que perder.
Dijo a su abuelo que se iba a Madrid. El pobre viejo se puso a llorar, y dijo entre sollozos y babas que aquella resolución era muy grave y convenía meditarla.
«¿Y qué vas tú a hacer allá? -decía después, queriendo aparecer incomodado-: ¡tienes una letra tan mala!...».
Estaba entonces en Ateca un tal don Gil Carrascosa (el mismo personaje a quien vimos disputar con cierto barbero en el primer capítulo de esta historia), el cual tenía amistad con Coletilla. El abuelo consultó con el ex-abate la resolución de Lázaro, y este opinó que se debía escribir al tío. El viejo tomó la pluma y con vacilante mano trazó esta carta, que recibió el realista pocos días después:
«Querido y respetable señor: Lazarillo, mi nieto y sobrino de vuesa merced, quiere ir a Madrid. Se le ha puesto en la cabeza que ahí podrá hacer fortuna: dice que no puede estar en el pueblo. Y, en efecto, querido señor, esto está malo. La cosecha de este año no nos da ni la simiente, y el pobre chico tiene más afición a los libros que al arado. Le diré a vuesa merced, respetable señor, que Lázaro es un mozo muy despierto: sabe muchos libros de memoria, y ha leído cuatro veces de la cruz a la fecha un tomo que llaman Los grandes hombres de Plutarco, el cual me ha asegurado no ser cosa de herejía; que si lo fuera no lo había de leer en mis días. Entiende de leyes, y a veces se pone a escribir y llena unos cuadernos de cosas muy buenas, aunque yo no las entiendo. Es buen cristiano y muy respetuoso y cortés con todo el mundo. No ocultaré sus defectos, respetable señor; y por lo mismo que le quiero, diré a vuesa merced cuál es su gran defecto, para ver si con su talento y su gran sabiduría le puede corregir. Es el caso que difícilmente podrá hacer cosa buena en la Corte, porque tiene muy mala letra, y no le luce lo que sabe. Siento mucho tener que revelar esta flaqueza suya; pero antes que nada es mi conciencia, y por todo el oro del mundo no ocultaría sus defectos. Creo, sin embargo, que con un buen maestro, como los hay en la Corte, podrá corregirse si se aplica. De este modo llegará, andando el tiempo, a ser apto para desempeñar una plaza de dos mil reales en alguna covachuela, como mi señor abuelo, que en paz descanse. Yo deseo que haga fortuna, porque le quiero con toda mi alma; y así, deseo que vuesa merced, con su gran tino y universal sabiduría, me informe si será posible sacar algo de provecho de este muchacho, diciéndome al mismo tiempo si puedo contar con su protección. Hágalo vuesa merced, por Dios, que es el único hijo de su hermana, y nosotros, que estamos pobres, no podemos hacerle feliz.
Su respetuoso y reverente servidor, FERMÍN».
Pasaron tres meses sin que don Elías contestara. Al fin contestó, advirtiendo que esperara un poco; que avisaría si podía venir o no. Un mes después escribió de nuevo, llamando a Lázaro a su lado, y añadiendo que de su comportamiento y disposiciones dependía el que hiciera fortuna.
Lázaro no cabía en sí de gozo. Quiso partir el mismo día; pero los ruegos de su madre y de su abuelo le obligaron a aguardar dos más.
El joven estudiante sabía, por las tradiciones de la familia, que su tío era hombre muy sabio, y se le había antojado que había de ser un gran liberal. No comprendía que un hombre muy sabio dejara de ser muy amante de la libertad.
La carta de Coletilla fue recibida en los primeros días de Septiembre de 1821, en que ocurren los primeros acontecimientos que hemos referido. Poco después de la lamentable escena de la barbería y de la entrada del militar en la casa de Clara, ocurrió el viaje de Lázaro a Madrid. Clara no lo supo antes del día en que debía llegar.
Ahora podemos seguir naturalmente el curso de los sucesos de esta puntual historia. Dejaremos a Lázaro preparándose a partir. Su madre y su abuelo le despiden llorando; el alcalde le abraza diciendo que ya ve en él nada menos que un secretario del Despacho; el cura le da dos bollos maimones para el camino y le echa un sermón fastidioso. El estudiante sube a la galera, y con más ilusiones que dineros toma el camino de la Corte.
Capítulo VIII
Hoy llega
Tres días después de la aventura descrita en el capítulo segundo, estaba Clara muy de mañana encerrada en el cuarto que le servía de habitación. El fanático le había dicho pocas horas antes que esperaba a su sobrino, y que era preciso acomodarle allí hasta que se mudaran todos a una nueva casa que pensaba tomar.
Clara se quedó absorta al oír esta noticia, y no pudo contestar palabra, porque la sorpresa le embargaba la voz. Cuando quedó sola se encerró en su cuarto.
Era éste pequeño e irregular: estaba en lo más interior de la casa, y tenía una ventana estrecha, con vidrios de dudosa transparencia, que daba a un patio, de esos que por lo profundos y estrechos parecen verdaderos pozos. Enfrente y a los lados se abrían tres filas de ventanas mezquinas, respiraderos de otras tantas celdas, donde se albergaban familias bulliciosas. El cuarto de Clara tenía el usufructo de un rayo de luz desde las once a las once y media, hora en que pasaba a iluminar las regiones tropicales del tercer piso. Aquel rayo de luz no traía nunca colores, ni paisaje, ni horizonte, ni alegría.
El patio era un recinto populoso, el centro de un enjambre humano. A ciertas horas asomaban por aquellos agujeros otras tantas cabezas: esto sucedía en los grandes acontecimientos, cuando la herrera del piso bajo y la planchadora del cuarto resolvían al aire libre alguna cuestión de honor, o cuando la manola del tercero y la zurcidora de enfrente entablaban pleito sobre la propiedad de la ropa tendida.
Por lo demás, allí reinaba siempre una paz octaviana, y era cosa de ver la amable franqueza con que la esterera pedía prestada una sartén a la vecina de la izquierda, y la confianza íntima con que dialogaban en el quinto el soldado y la mujer del zapatero. Enlazaban unas ventanas con otras, a guisa de circuitos telegráficos, varias cuerdas, de donde colgaban algunas despilfarradas camisas, y de vez en cuando tal cual lonja de tasajo, sobre el cual descendía en el silencio de la noche una caña con anzuelo, manejada por las hábiles manos del estudiante del sotabanco.
La vidriera del cuarto de Clara no se abría nunca. Elías la había clavado por dentro desde que