Marianela. Benito Pérez Galdós

Marianela - Benito Pérez Galdós


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conformidad de la tierra con mi propio ser. Yo ando por aquí como usted por la calle más ancha. Si no fuera porque unas veces es escaso el aire y otras la humedad excesiva, preferiría estos lugares subterráneos a todos los demás lugares que conozco.

      —Esto es la idea de la meditación.

      —Yo siento en mi cerebro un paso, un agujero lo mismo que este por donde voy, y por él corren mis ideas desarrollándose magníficamente.

      —¡Oh! ¡cuán lamentable cosa es no haber visto nunca la bóveda azul del cielo en pleno día!—exclamó el doctor con espontaneidad suma—. Dígame usted, ¿este conducto donde las ideas de usted se desarrollan magníficamente, no se acaba nunca?

      —Ya, ya pronto estaremos fuera.... ¿Dice usted que la bóveda del cielo...? ¡Ah! Ya me figuro que será una concavidad armoniosa, a la cual parece que podremos alcanzar con las manos, sin poder hacerlo realmente.

      Al decir esto, salieron; Golfín, respirando con placer y fuerza, como el que acaba de soltar un gran peso, exclamó mirando al cielo:

      —Gracias a Dios que os vuelvo a ver, estrellitas del firmamento. Nunca me habéis parecido más lindas que en este instante.

      —Al pasar—dijo el ciego, alargando su mano que mostraba una piedra—he cogido este pedazo de caliza cristalizada; ¿sostendrá usted que estos cristalitos que mi tacto halla tan bien cortados, tan finos, y tan bien pegados los unos a los otros no son una cosa muy bella? Al menos a mí me lo parece.

      Diciéndolo, desmenuzaba los cristales.

      —Amigo querido—dijo Golfín con emoción y lástima—es verdaderamente triste que usted no pueda conocer que ese pedruzco no merece la atención del hombre, mientras esté suspendido sobre nuestras cabezas el infinito rebaño de maravillosas luces que llenan la bóveda del cielo.

      El ciego volvió su rostro hacia arriba, y dijo con profunda tristeza:

      —¿Es verdad que existís, estrellas?

      —Dios es inmensamente grande y misericordioso—observó Golfín, poniendo su mano sobre el hombro de su acompañante—. Quién sabe, quién sabe, amigo mío.... Se han visto, se ven todos los días casos muy raros.

      Mientras esto decía, le miraba de cerca, tratando de examinar a la escasa claridad de la noche las pupilas del joven. Fijo y sin mirada, el ciego volvía sonriendo su rostro hacia donde sonaba la voz del doctor.

      —No tengo esperanza—murmuró.

      Habían salido a un sitio despejado. La luna, más clara a cada rato, iluminaba praderas ondulantes y largos taludes, que parecían las escarpas de inmensas fortificaciones. A la izquierda y a regular altura vio el doctor un grupo de blancas casas en el mismo borde de la vertiente.

      —Aquí a la izquierda—dijo el ciego—está mi casa. Allá arriba... ¿sabe usted? Aquellas tres casas es lo que queda del lugar de Aldeacorba de Suso: lo demás ha sido expropiado en diversos años para beneficiar el terreno; todo aquí debajo es calamina. Nuestros padres vivían sobre miles de millones sin saberlo.

      Esto decía, cuando se vino corriendo hacia ellos una muchacha, una niña, una chicuela, de ligerísimos pies y menguada estatura.

      —Nela, Nela—dijo el ciego—. ¿Me traes el abrigo?

      —Aquí está—repuso la muchacha poniéndole un capote sobre los hombros.

      —¿Ésta es la que cantaba?... ¿Sabes que tienes una preciosa voz?

      —¡Oh!—exclamó el ciego con candoroso acento de encomio—canta admirablemente—. Ahora, Mariquilla, vas a acompañar a este caballero hasta las oficinas. Yo me quedo en casa. Ya siento la voz de mi padre que baja a buscarme. Me reñirá de seguro.... ¡Allá voy, allá voy!

      —Retírese usted pronto, amigo—dijo Golfín estrechándole la mano—. El aire es fresco y puede hacerle daño. Muchas gracias por la compañía. Espero que seremos amigos, porque estaré aquí algún tiempo.... Yo soy hermano de Carlos Golfín, el ingeniero de estas minas.

      —¡Ah!... ya.... D. Carlos es muy amigo de mi padre y mío: le espera a usted desde ayer.

      —Llegué esta tarde a la estación de Villamojada... dijéronme que Socartes estaba cerca y que podía venirme a pie. Como me gusta ver el paisaje y hacer ejercicio, y como me dijeron que adelante, siempre adelante, eché a andar, mandando mi equipaje en un carro. Ya ve usted cómo me perdí... pero no hay mal que por bien no venga... le he conocido a usted y seremos amigos, quizás muy amigos.... Vaya, adiós; a casa pronto, que el fresco de Setiembre no es bueno. Esta señora Nela tendrá la bondad de acompañarme.

      —De aquí a las oficinas no hay más que un cuarto de hora de camino... poca cosa.... Cuidado no tropiece usted en los rails; cuidado al bajar el plano inclinado. Suelen dejar los vagonetes sobre la vía... y con la humedad, la tierra está como jabón.... Adiós, caballero y amigo mío. Buenas noches.

      Subió por una empinada escalera abierta en la tierra y cuyos peldaños estaban reforzados con vigas. Golfín siguió adelante, guiado por la Nela. Lo que hablaron ¿merecerá capítulo aparte? Por si acaso, se lo daremos.

      III.

       Un diálogo que servirá de exposición

       Índice

      —Aguarda, hija, no vayas tan a prisa—dijo Golfín deteniéndose—déjame encender un cigarro.

      Estaba tan serena la noche, que no necesitó emplear las precauciones que generalmente adoptan contra el viento los fumadores. Encendido el cigarro, acercó la cerilla al rostro de la Nela, diciendo con bondad:

      —A ver, enséñame tu cara.

      Mirábale la muchacha con asombro, y sus negros ojuelos brillaron con un punto rojizo, como chispa, en el breve instante que duró la luz del fósforo. Era como una niña, pues su estatura debía contarse entre las más pequeñas, correspondiendo a su talle delgadísimo y a su busto mezquinamente constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no tenían el mirar propio de la infancia, y su cara revelaba la madurez de un organismo en que ha entrado o debido entrar el juicio. A pesar de esta desconformidad, era admirablemente proporcionada, y su pequeña cabeza remataba con cierta gallardía el miserable cuerpecillo. Alguien decía que era una mujer mirada con vidrio de disminución; alguno que era una niña con ojos y expresión de adolescente. No conociéndola, se dudaba si era un asombroso progreso o un deplorable atraso.

      —¿Qué edad tienes tú?—preguntole Golfín sacudiendo los dedos para arrojar el fósforo, que empezaba a quemarle.

      —Dicen que tengo diez y seis años—replicó la Nela, examinando a su vez al doctor.

      —¡Diez y seis años! Atrasadilla estás, hija. Tu cuerpo es de doce, a lo sumo.

      —¡Madre de Dios! Si dicen que yo soy como un fenómeno—manifestó ella en tono de lástima de sí misma.

      —¡Un fenómeno!—repitió Golfín poniendo su mano sobre los cabellos de la chica—. Podrá ser. Vamos, guíame.

      La Nela comenzó a andar resueltamente sin adelantarse mucho, antes bien, cuidando de ir siempre al lado del viajero, como si apreciara en todo su valor la honra de tan noble compañía. Iba descalza: sus pies, ágiles y pequeños denotaban familiaridad consuetudinaria con el suelo, con las piedras, con los charcos, con los abrojos. Vestía una falda sencilla y no muy larga, denotando en su rudimentario atavío, así como en la libertad de sus cabellos sueltos y cortos, rizados con nativa elegancia, cierta independencia más propia del salvaje que del mendigo. Sus palabras, al contrario, sorprendieron a Golfín por lo recatadas y humildes, dando indicios de un carácter formal y reflexivo. Resonaba su voz con simpático acento de cortesía, que no podía ser hijo de la educación, y sus miradas eran fugaces y momentáneas, como no fueran dirigidas al suelo o al cielo.

      —Dime—le


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