Marianela. Benito Pérez Galdós

Marianela - Benito Pérez Galdós


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señor. Yo no sirvo para nada—replicó sin alzar del suelo los ojos.

      —Pues a fe que tienes modestia.

      Teodoro se inclinó para mirarle el rostro. Este era delgado, muy pecoso, todo salpicado de menudas manchitas parduzcas. Tenía pequeña la frente, picudilla y no falta de gracia la nariz, negros y vividores los ojos; pero comúnmente brillaba en ellos una luz de tristeza. Su cabello dorado-oscuro había perdido el hermoso color nativo por la incuria y su continua exposición al aire, al sol y al polvo. Sus labios apenas se veían de puro chicos, y siempre estaban sonriendo; pero aquella sonrisa era semejante a la imperceptible de algunos muertos cuando han dejado de vivir pensando en el cielo. La boca de la Nela, estéticamente hablando, era desabrida, fea; pero quizás podía merecer elogios, aplicándole el verso de Polo de Medina: «es tan linda su boca que no pide». En efecto; ni hablando, ni mirando, ni sonriendo revelaba aquella miserable el hábito degradante de la mendicidad callejera.

      Golfín le acarició el rostro con su mano, tomándolo por la barba y abarcándolo casi todo entre sus gruesos dedos.

      —¡Pobrecita!—exclamó—. Dios no ha sido generoso contigo. ¿Con quién vives?

      —Con el señor Centeno, capataz de ganado en las minas.

      —Me parece que tú no habrás nacido en la abundancia. ¿De quién eres hija?

      —Dicen que mi madre vendía pimientos en el mercado de Villamojada. Era soltera. Me tuvo un día de Difuntos, y después se fue a criar a Madrid.

      —¡Vaya con la buena señora!—murmuró Teodoro con malicia—. Quizás no tenga nadie noticia de quién fue tu papá.

      —Sí, señor—replicó la Nela con cierto orgullo—. Mi padre fue el primero que encendió las luces en Villamojada.

      —¡Cáspita!

      —Quiero decir que cuando el Ayuntamiento puso por primera vez faroles en las calles—dijo la muchacha, dando a su relato la gravedad de la historia—, mi padre era el encargado de encenderlos y limpiarlos. Yo estaba ya criada por una hermana de mi madre, que era también soltera, según dicen. Mi padre había reñido con ella.... Dicen que vivían juntos... todos vivían juntos... y cuando iba a farolear me llevaba en el cesto, junto con los tubos de vidrio, las mechas, la aceitera.... Un día dicen que subió a limpiar el farol que hay en el puente; puso el cesto sobre el antepecho, yo me salí fuera y caíme al río.

      —¡Y te ahogaste!

      —No, señor; porque caí sobre piedras. ¡Divina Madre de Dios! Dicen que antes de eso era yo muy bonita.

      —Sí; indudablemente eras muy bonita—afirmó el forastero con el alma inundada de bondad—. Y todavía lo eres.... Pero dime otra cosa. ¿Hace mucho tiempo que vives en las minas?

      —Dicen que hace tres años. Dicen que mi madre me recogió después de la caída. Mi padre cayó enfermo, y como mi madre no le quiso asistir, porque era malo, él fue al hospital donde dicen que se murió. Entonces vino mi madre a trabajar a las minas. Dicen que un día la despidió el jefe porque había bebido mucho aguardiente....

      —Y tu madre se fue.... Vamos, ya me interesa esa señora. Se fue....

      —Se fue a un agujero muy grande que hay allá arriba—dijo Nela, deteniéndose ante el doctor y dando a su voz el tono más patético—y se metió dentro.

      —¡Canario! ¡Vaya un fin lamentable! Supongo que no habrá vuelto a salir.

      —No, señor—replicó la Nela con naturalidad—. Allí dentro está.

      —Después de esa catástrofe, pobre criatura—dijo Golfín con cariño—, has quedado trabajando aquí. Es un trabajo muy penoso el de la minería. Tú estás teñida del color del mineral; estás raquítica y mal alimentada. Esta vida destruye las naturalezas más robustas.

      —No, señor, yo no trabajo. Dicen que yo no sirvo ni puedo servir para nada.

      —Quita allá, tonta, tú eres una alhaja.

      —Que no señor—dijo Nela insistiendo con energía—. Si no puedo trabajar. En cuanto cargo un peso pequeño, me caigo al suelo. Si me pongo a hacer alguna cosa difícil en seguida me desmayo.

      —Todo sea por Dios.... Vamos, que si cayeras tú en manos de personas que te supieran manejar, ya trabajarías bien.

      —No, señor—repitió la Nela con tanto énfasis como si se elogiara—; si yo no sirvo más que de estorbo.

      —¿De modo que eres una vagabunda?

      —No, señor, porque acompaño a Pablo.

      —¿Y quién es Pablo?

      —Ese señorito ciego, a quien usted encontró en la Terrible. Yo soy su lazarillo desde hace año y medio. Le llevo a todas partes; nos vamos por esos campos paseando.

      —Parece buen muchacho ese Pablo.

      La Nela se detuvo otra vez mirando al doctor. Con el rostro resplandeciente de entusiasmo, exclamó:

      —¡Madre de Dios! Es lo mejor que hay en el mundo. ¡Pobre amito mío! Sin vista tiene él más talento que todos los que ven.

      —Me gusta tu amo. ¿Es de este país?

      —Sí, señor, es hijo único de D. Francisco Penáguilas, un caballero muy bueno y muy rico que vive en las casas de Aldeacorba.

      —Dime ¿y a ti por qué te llaman la Nela? ¿Qué quiere decir eso?

      La muchacha alzó los hombros. Después de una pausa, repuso:

      —Mi madre se llamaba la señá María Canela; pero le decían Nela. Dicen que este es nombre de perra. Yo me llamo María.

      —Mariquita.

      —María Nela me llaman y también La Hija de la Canela. Unos me dicen Marianela, y otros nada más que la Nela.

      —¿Y tu amo, te quiere mucho?

      —Sí, señor, es muy bueno. Él dice que ve con mis ojos, porque como le llevo a todas partes y le digo cómo son todas las cosas....

      —Todas las cosas que no puede ver.

      El forastero parecía muy gustoso de aquel coloquio.

      —Sí, señor; yo le digo todo. Él me pregunta cómo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo hablando, que para él es lo mismito que si la viera. Yo le explico todo, cómo son las yerbas, las nubes, el cielo, el agua y los relámpagos, las veletas, las mariposas, el humo, los caracoles, el cuerpo y la cara de las personas y de los animales. Yo le digo lo que es feo y lo que es bonito, y así se va enterando de todo.

      —Veo que no es flojo tu trabajo. ¡Lo feo y lo bonito! Ahí es nada... ¿Te ocupas de eso?... Dime, ¿sabes leer?

      —No, señor. Si yo no sirvo para nada.

      Decía esto en el tono más convincente, y el gesto de que acompañaba su firme protesta parecía añadir: «Es usted un majadero en suponer que yo sirvo para algo.»

      —¿No verías con gusto que tu amito recibía de Dios el don de la vista?

      La muchacha no contestó nada. Después de una pausa, dijo:

      —¡Divino Dios! Eso es imposible.

      —Imposible no, aunque difícil.

      —El ingeniero director de las minas ha dado esperanzas al padre de mi amo.

      —¿D. Carlos Golfín?

      —Sí, señor. D. Carlos tiene un hermano médico que cura los ojos, y, según dicen, da vista a los ciegos, arregla a los tuertos y les endereza los ojos a los bizcos.

      —¡Qué hombre más hábil!

      —Sí, señor; y como ahora el médico anunció a su hermano que iba a venir, su hermano le escribió diciéndole que trajera


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