Tiembla, memoria. Catalina Murillo

Tiembla, memoria - Catalina Murillo


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el sábado. A la una de la tarde despierta Cata Botellas y cuando sale de su habitación se encuentra a Patiño espatarrada en la alfombra entre filósofos alemanes. Durante las horas que otros desperdician durmiendo, ha estado leyendo un capítulo de uno y de otro. Los analiza, los compara, sin interesarse demasiado en lo que dicen. Su intriga es otra.

      —¿Cómo hacen los hombres para creer tanto en sí mismos? –suspira y cierra los libros como quien pliega un acordeón–. ¿Cómo le dan tanta importancia a lo que se les pasa por la cabeza?

      —La suficiente para sentarse a escribirlo –repongo a la defensiva.

      —Supongo que esa es la forma en que se puede escribir un libro de pe a pa. Será un asunto de vanidad. Y será que carezco de ella.

      —O que la padeces en la peor de sus vertientes.

      —Pode ser –dice en gallego, y sacudiéndose la modorra se pone de pie de un salto y se apresta a hacer café y balance de su primera noche de contactos.

      Dice que ella no sirve para eso de contactar y punto, que el hecho de que se dé por vencida es señal de crecimiento espiritual, que sepa que…

      —La única forma conocida de sabiduría entre la juventud occidental es la resignación.

      Yo objeto:

      —Tu nombre permanece en la memoria de Piroulette, es evidente. Eres su musa o una de sus musas y lo seguirás siendo, sin duda. Tu rechazo no hará más que acrecentar la devoción que te profesa. Su peliculucha de ayer revela qué espera él de una mujer y… Boh –me interrumpo–. Mejor cuéntame qué fue exactamente lo que pasó anoche en el pub. Por qué te sacaron en andas…

      El caso es que mientras Cata Botellas conquistaba al hombre de su vida y de su novia, Piroulette le preguntaba a Patiño qué opinión le merecía lo que había visto. Patiño fue moderada y le dijo: “Es una película prescindible”. Piroulette, que ha estudiado, se enfrascó en la discusión acerca del criterio de prescindencia en el arte; Patiño, que había bebido, topó con el límite de las palabras y le lanzó a Piroulette su argumento a la cabeza, en forma de vaso. Dos monos de seguridad se lanzaron sobre ella, con poca disposición de dialogar, como Patiño aún propuso. Samuel (esa estructura de carne rociada de irisaciones doradas) se lanzó en su defensa y fue expulsado antes que ella. Ya en la calle, Samuel (esa estructura de carne…) le dijo a Patiño: “Despídeme de tu amiga”.

      —¿Eso te dijo?, ¿estás segura, qué palabras usó, no dijo nada más?

      —No.

      Nunca te tuve y nunca te tendré. Solo media hora, no más, con la ayuda misericordiosa del alcohol…

      —Patiño, ¡qué gran lección has dado anoche! Has seguido a rajatabla todas las pautas para hacer contactos. Primera y principal: has sido tú misma.

      —Qué remedio –dice decepcionada –. Soy incapaz de ser otra.

      —Has sido puro desparpajo, has defendido ideas propias, no has pasado desapercibida, le has brindado atenciones a Piroulette sin adularlo… Cae de cajón: la velada ha sido un éxito.

      —¿Tú crees? –me pregunta extrañada.

      —Patiño, tú y yo vamos a hacer historia, me comprometo. Lástima que los cinco de ayer no nos molieron a patadas: nos alejaron así de nuestras biografías gloriosas. Yo lo presiento aunque no tengo pruebas, pero veo el día acercarse… Sí, mira, en efecto: lo dice claramente mi fondo de café.

      Cata le extiende su taza vacía a Patiño y agitando las manos libres grita:

      —¡Esta noche amamantaré a todos los huérfanos de Madrid!

      Catalina M. Botellas se pone de pie en el taburete, aparta su albornoz cual rojo telón de terciopelo y saca al mundo sus pechos como dos bolas de helado de coco.

      —¡Hagamos algo, Corazón! Edifiquemos El Templo Lácteo. Tú y yo seremos las sumas sacerdotisas, amiga. Lo único que necesito es una túnica que me deje los pezones por fuera. Tomad y bebed de esta paradoja: yo, que he mantenido voluntariamente mi vientre enjuto y estéril, llevo dentro una madraza. Recibiremos los jueves. Nos dedicaremos sin fines de lucro a la lactancia del hombre adulto. Tú también, Patiño, deja tus redes y sígueme, no me vengas con remilgos.

      —Cómo puedes darte tanta importancia.

      No se ha conmovido, no ha sonreído siquiera, la muy aguafiestas. Me observa como a bicho raro y le da vueltas a mi alocución como uno que no sabe por dónde empezar a pelar una naranja.

      Cómo puedes darte importancia: es su pregunta vital, que le ha granjeado muchas antipatías. Nadie entiende que lo pregunta pidiendo auxilio. Patiño quiere vislumbrar algo en su abismo, entender por qué no se mueve por nada, por qué no corre tras de nada. Por supuesto, mucho cavilar y leer no le da ninguna pista al respecto: nadie toma ganas de vivir y crear, ni de morir, por una serie de razonamientos.

      —Tú eres afortunada –insiste, con una admiración rayana en el insulto.

      Hemos discutido tantas veces por esto. Ella piensa que “allí” (en América Latina) la gente aún no conoce el miedo al ridículo que atenaza a los europeos; piensa que tenemos sensualidad, ilusión, frescor: conceptos que aquí se venden caros, en botellas de perfume y de ron. “Vosotros todavía estáis vivos”, dice con añoranza y me fastidia. Hasta Patiño, ¡que ha vivido “allí”!, cree que hay más vitalidad al otro lado del mar.

      No, a mí no me engañan ustedes. Yo siempre he querido vivir como una europea, aunque no sepa qué significa eso. Desde niña soñaba con ir por los tejados junto con un deshollinador tarareando: “Chinchibirín, chinchibirín, esto es Europa”.

      —Lo mío es una tara familiar… ¿Por qué algunos se caen de la bicicleta y se vuelven a montar de inmediato mientras que otros no se vuelven a montar nunca más? ¿Por qué a unos lo que no los mata les hace más fuertes, mientras que a otros les deja moribundos?

      —Voy a preparar unos Bloody Marys para ir vislumbrando la cuestión.

      —Algo hicieron mal mis padres conmigo –se lamenta Patiño.

      En eso creo que tiene razón, pero no se lo digo. Hay gente capaz de echar su vida a la basura para vengarse de sus progenitores, para demostrarles qué malos padres fueron.

      La mañana se aligeró con unos cócteles. Por la tarde fuimos a un museo, visita de la que dejaremos consignado un hecho llamativo: cada vez que un cuadro le parecía genial, Patiño se sonrojaba y se movía nerviosa. Le pregunté qué le pasaba, pero muy molesta negó que tal cosa sucediera, negación que no hizo más que picar mi insistencia. Empecé a acosarla para que confesara pero ella, antes de enconcharse, dijo que peor yo, que mascullaba frente a las obras de arte y reía entre dientes.

      Santuzza credimi. Santuzza, credimi. A las diez de la noche la voz del tenor hace retumbar el ventanal de mi casa, mientras Patiño y yo nos emperifollamos para ir a una fiesta sabatina a la que dentro de poco asistirán ustedes con nosotras.

      Patiño se mete en la ducha y cuando escucho el chorro del agua, llamo a la puerta del baño (que ella ha trancado bien) y le digo a voces:

      —¡Corazón! ¡Déjame ver tus tetas!

      —Ni hablar.

      —¡Por favor!

      —¡Que no, pesada!

      —Si es lo más normal del mundo. Las amigas se enseñan las tetas, se las tocan, las comparan… Además, estoy segura de que me van a encantar.

      —Déjame en paz.

      Cómo serán sus pezones, de qué color, de qué tamaño. Patiño es blanca, suave y huele a avena con miel. Yo querría ser ella, claro, eso es lo obvio; pero también tengo el punto viciosillo de imaginar qué se siente desearla como hombre, sentir turbación al tocar sus suaves redondeces. Si yo fuera hombre, y si un pene viene a ser un clítoris de quince centímetros, estaría todo el día erecto y al acecho; todo


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