Las instituciones de Gayo. Francisco Samper

Las instituciones de Gayo - Francisco Samper


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y el 426 las Instituciones reciben un definitivo espaldarazo al ser incluidas, junto con otros libros atribuidos a cuatro acreditados jurisconsultos, en la celebérrima Ley de Citas del emperador occidental Valentiniano III; el Gayo de Autún y el Epítome Visigótico de las Instituciones, elaborados durante el siglo V, parecen estar en estrecha relación con esta constitución valentiniana. Un siglo más tarde, Justiniano toma el libro de Gayo como base y fundamento para sus propias Instituciones, conservando el orden de materias y, en lo esencial, la división de los libros, y este mismo orden pasa a los códigos civiles más modernos, incluyendo el de Napoleón y el de Bello.

      Aunque Gayo escribió sus Instituciones hacia el año 161 d.C., es evidente que el palimsesto veronés no es redactado sino unos 300 años más tarde, esto es, constituye una edición bastante posterior, y por eso mismo no está libre de sospechas relativas a posibles glosemas u omisiones, obras de algún anónimo lector o copista. Es más: la comparación del breve fragmento A con el palimsesto de Verona muestra una omisión de éste en 3,154 a.b., y ya Albertario había hecho notar esta y otras alteraciones el año 1937. Nosotros podemos presentar como muestra o señal el fragmento 3,121a, donde dice que “...cum lex Furia tantum in Italia locum habeat, euenit ut in ceteris prouinciis...”, es evidente que Gayo no podría haberse referido a Italia como una provincia, y que la palabra “ceteris” es un glosema agregado después de la reforma de Diocleciano. Pero todas estas alteraciones pueden considerarse normales dentro del proceso de la tradición de textos, y no comprometen gravemente el sentido general de la obra; como dice Zulueta, hay una razonable certeza de que el texto conocido corresponde sustancialmente al mismo libro que salió de las manos de Gayo, por lo que se mantiene incólume su valor de ser el único libro jurídico completo y no manipulado que nos ha llegado de la época clásica.

      Mas si la crítica al texto propiamente tal se debe mantener y se ha mantenido dentro de estos límites prudentes y modestos, a partir de la segunda mitad de este siglo se ha comenzado a poner en entredicho al propio autor, de manera que, al menos en aspectos singulares, hemos llegado a dudar de la clasicidad del pensamiento gayano, pese a que haya vivido Gayo en plena época clásica, siendo contemporáneo de juristas ilustres como Salvio, Marcelo o Pomponio: estas mismas dudas son las que, en más de una ocasión, han llevado a la romanística contemporánea a clasificar a Gayo como “prepostclásico”.

      Consideramos ante todo el esquema mismo de la obra, la lista de materias incluidas, la distribución y proporción de ellas: aparte de que esa división en “Personas”, “Cosas” y “Acciones” no tiene antecedentes conocidos en la literatura jurisprudencial, el tratamiento de los diversos problemas no guarda relación con su importancia, y así por ejemplo, frente a un minucioso examen de las leyes Elia Sentia, Fufia Caninia o Minicia, referentes a problemas de filiación o ciudadanía, y que en conjunto consumen gran parte del Comentario I, dedica a la compraventa sólo los párrafos 139, 140 y 141 del Comentario III. Tal vez la minuciosidad en el tratamiento de aquellas leyes que determinaban la condición y nacionalidad de las personas según hubieran sido concebidas dentro o fuera de matrimonio, según si nacieran de ciudadana, latina o peregrina, etc., se explicara por la probabilísima condición de provincial que tenía el autor, pero la correspondiente parquedad sobre un contrato tan importante, extendido y cotidiano como la compraventa, tiene difícil justificación. Todavía más difíciles de explicar son las omisiones absolutas, que advertimos tanto respecto de instituciones civiles como honorarias; así, se menciona la fiducia cum creditore, tal vez ya totalmente en desuso para los tiempos de Gayo, pero falta toda referencia a la prenda, sea en su versión “posesoria” sea en la “no posesoria” o “hipotecaria” (pignus conuentum), negocio ya plenamente consolidado en Roma a partir de las innovaciones que Salvio introduce en el Edicto el año 133. Tampoco nos habla de la dote, institución civil que desempeñaba fundamental papel en el sistema de las relaciones patrimoniales entre marido y mujer, ni del senadoconsulto Velleiano, relativo a los actos de intercesión asumidos por las mujeres; se echa asimismo de menos una sede para la presentación del comodato, préstamo pretorio incluido en el Edicto junto a los negocios crediticios, por su afinidad con el mutuo, o el depósito, delito contractualizado durante la época imperial.

      Pero nuestra admiración no se detiene en el esquema, el orden o las omisiones de las Instituciones: también advertimos que las soluciones gayanas no siempre coinciden con las que encontramos en las obras de los grandes juristas a él contemporáneos, y que hasta a veces contrastan radicalmente con ellas, y valga entre otros, el ejemplo que se nos ofrece en el párrafo 82 del Comentario II, donde Gayo dice que si un pupilo presta dinero sin autorización del tutor, las monedas “no pasan a ser de quien las recibe”, y el prestatario “no contrae ninguna obligación”; pues considera que el pupilo “puede reivindicar sus propias monedas”. Esta construcción absurda, que parte del supuesto de la identificabilidad de las monedas –ya que sólo así se podrían reivindicar– está contradicha por Juliano, según consta en D. 12,1,12 y 12,1,19,1; donde se reconoce la obligación del prestatario, exigible a través de la condictio, debido a que la confusión o consumición de las monedas, que tiene lugar por el solo hecho de tomarse como prestadas, hace imposible una hipotética reivindicatoria. Y como este ejemplo, podríamos anotar otros, que no entramos a considerar por cuanto requieren un estudio atento del pensamiento jurisprudencial, excesivo para los límites de esta introducción; pero algunos son bien conocidos: así el concepto de capitidisminución como “disminución individual de rango”, que aparece en 1,159 a 163, no coincide con el significado jurisprudencial de “disminución del número de individuos en la familia”; la exigencia de la recta conciencia o “buena fe” en la usucapión, según se lee en 2.43, contradice la doctrina que nos transmiten conocidos textos de Juliano; Pomponio o Paulo; la confusión entre cretio y spatium deliberandi, tal como se presenta en 2,164, será moneda común en el Derecho postclásico, pero de ninguna manera en la doctrina jurisprudencial anterior a Marco Aurelio. Contrastan también con los escritos de los juristas el concepto de “sucesión entre vivos” de 3,82-83 o hasta la célebre cuadripartición de los contratos de 3,90, construida posiblemente a partir de la extensión indebida de un típico problema bancario relativo al dinero que se debe simultáneamente por razón de mutuo (re) y de estipulación (uerbis).

      Lo dicho sobre el texto de las Instituciones nos permite deducir sin esfuerzo que la traducción fiel del pensamiento de este “prepostclásico” que es Gayo, lleva en sí el inconveniente de la propia ambigüedad intelectual del autor, quien pretende enseñar a esco-lares el derecho jurisprudencial de la época, a pesar de hallarse inmerso en un mundo que prefigura los que serán conceptos comunes en el período postclásico. Las frases o palabras de contenido técnico obligan una y otra vez a decidirse por traducciones más o menos comprometidas, y mi actitud se ha inclinado, en general, por el compromiso mayor, movido por el deseo de evitar al lector moderno verse compelido a dar a la palabras de Gayo un sentido concorde más con las nociones actuales que con los conceptos romanos: así por ejemplo, se prefieren las formas verbales “contraer” y “delinquir” en vez de los sustantivos “contrato” y “delito”, cuando se traduce “ex contractu” o “ex delicto”, o se prefiere “lealtad recíproca” a “buena fe” cuando se traduce la expresión “bona fides” referida a acciones o negocios. Creo que el mérito de esta nueva traducción a Gayo –si alguno tiene– es precisamente su alto grado de compromiso.

      Y para terminar, vaya mi sincera y cumplida gratitud a todos quienes con su ayuda, estímulo y comprensión, contribuyeron a aliviar mi trabajo, y ante todo debo recordar a la catedrática española doctora Bárbara Pastor Artigues, filóloga y latinista eximia, con cuya estrecha colaboración compuse el texto caste-llano básico, tantas veces después revisado, criticado, sometido a prueba, alterado y depurado. No puedo olvidar tampoco la larga lista de personas que tuvieron la paciencia de soportar una y otra vez el tedioso trance de corregir las pruebas, tanto en la versión latina como en la romanceada. Y por último,


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