Ya no queda nada. Hilaria Rastelli

Ya no queda nada - Hilaria Rastelli


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habíamos ido al río, con la promesa hecha a nuestra madre de no meternos en el agua. Nunca la cumplíamos.

      Por el camino nos cruzamos con un rebaño de ovejas. ¡Ale! ¡Ale! gritamos, y les tiramos piedras para molestarlas. Pasamos por la parte de atrás de la finca de los Hernández y los ojos se nos iban hacia los árboles frutales. Había un enorme cartel que decía Prohibido pasar. Una vez nos habían encontrado a los más grandes robando fruta y nos llevaron de forma enérgica y dolorosa hasta nuestra casa. A algunos nos tenían tomados con fuerza de las orejas y a otros, del pelo. El capataz le dijo a madre que éramos depredadores, palabra que la horrorizó aun sin saber qué quería decir. Nosotros tampoco lo sabíamos.

      Donato, Domingo y yo robamos unas naranjas y las llevamos a la casa. Mamá, al verlas, sin preguntar nada, desplegó el delantal que tenía atado a su cintura y cada uno de nosotros las fue depositando allí en silencio. Después, colocó la fruta dentro de un balde con agua que había traído del patio. Nosotros nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina y seguimos sus movimientos, con los ojos muy abiertos, casi sin pestañear.

      Primero, enjuagó las naranjas con mucho cuidado, después con un cepillo de cerda las frotó hasta dejarlas limpias. El siguiente paso fue cortarlas en pedazos chicos, quitándoles las semillas para dejarlas con azúcar en un recipiente cubierto con un trapo. Al ver que esa noche no íbamos a probar nada, todos nos fuimos a dormir desilusionados.

      Cuando me desperté a la mañana, el fuego estaba ardiendo y me di cuenta de que mamá se había levantado bien temprano para juntar ramas secas y trozos de madera para encender la cocina a leña. Tomó una olla de cobre muy vieja que colgaba de un clavo en la pared, metió la fruta con el azúcar dentro y revolvió largo rato con una cuchara de madera, hasta que por fin anunció que el dulce estaba terminado, y entonces apagó el fuego. Nos abalanzamos hacia la cuchara que contenía los restos, peleándonos por el botín. Todo terminó en una batalla campal a la que nuestra madre puso fin a fuerza de coscorrones. Por un tiempo, en el desayuno, para pedir el dulce, decíamos «Mamá, trae la Hernández» y nos reíamos a carcajadas. Ella también.

      Aquella tarde de verano hacía mucho calor y teníamos tantas ganas de llegar al río que no hicimos ningún intento de robar nada; continuamos por el camino. Nuestro Metiche comandaba la jauría de perros flacos que no paraban de ladrar y olfatear todo a su paso. Nos seguían a los saltos gruñendo y moviendo la cola.

      Ya desde el inicio de la marcha se presentía el agua. Se olía. Mientras caminábamos nos íbamos sacando algunas prendas como para zambullirnos más rápido. También aprovechábamos para espiarnos mutuamente con disimulada curiosidad. A ellos les intrigaban los cuchicheos de las mujeres y nos burlaban por los días del mes en que las más grandes no queríamos nadar y nos quedábamos a la sombra de algún árbol.

      El viento nos golpeaba la cara en un febrero que ya iba muriendo.

      —Tengan cuidado —gritó Domingo, asumiendo el rol de hermano mayor. Ya era tarde, estábamos todos chapoteando en el riacho—. Ustedes dos cuiden a Chiquita —volvió a gritar, sin notar que Margarita y yo la teníamos de las manos con tanta fuerza que, primero, se le pusieron rojas y después blancas, igual que su cara cuando estaba mucho tiempo en el agua. Luego de un rato sacamos a Chiquita y la sentamos sobre una piedra. Allí se quedó mirándonos divertida con sus enormes ojos negros.

      Nosotras en ese momento nos tiramos a nadar.

      Los más grandes —Donato, Héctor y Luis— seguían nuestros movimientos y, llenos de picardía, señalaban las camisetas mojadas que se adherían al cuerpo y dejaban ver los pezones erguidos por el frío. No teníamos más remedio que sumergirnos hasta dejar solamente las cabezas afuera.

      Donato se zambulló y vino nadando sin que lo notáramos. Una vez que estuvo debajo de nosotras intentó sacarle la bombacha a Margarita. Ella gritó asustada y, al intentar subírsela, se hundió y tragó mucha agua. Cuando logró recuperarse, se abalanzó sobre él llena de furia y, mientras con una mano le tiraba del pelo, con la otra le pegaba por todo el cuerpo. Los hermanos estábamos muy atentos a la pelea.

      De pronto, Héctor pegó un grito señalando a Chiquita que se había caído al riachuelo, se hundía tragada por la gran boca marrón. Apenas veíamos sus blancas manitos agitándose como queriéndonos decir algo. Sin dudarlo un instante, Domingo se zambulló y también desapareció, hasta que, por fin, después de largos segundos, salió a la superficie arrastrando a nuestra hermanita del brazo hasta la orilla.

      Estábamos mudos y helados.

      Miramos a Chiquita que, acostada boca arriba sobre la tierra, parecía muerta. Domingo la sacudió con fuerza y golpeó su espalda, luego se tiró sobre ella y le sopló en la boca. Después de unos instantes, ella tosió y escupió un poco de agua. Domingo la siguió zamarreando hasta que abrió los ojos y pronunció unas palabras que no se entendieron. Luego, la nena se incorporó con dificultad. Se la veía pálida y temblorosa.

      Lloró un poco. Los ocho respiramos aliviados.

      —¡Vamos, salgan! —nos ordenó Domingo.

      De inmediato obedecimos. Regresamos pateando piedras. En silencio, sin espiarnos ni mirarnos de reojo.

      —Tengo hambre —me dijo Chiquita tirándome de la remera—, ¿habrá algo para comer cuando lleguemos?

      —No sé —le respondí por lo bajo.

      No volvimos a hablar hasta que llegamos a la casa.

      El sonido de la radio

      El sonido de la radio invadía la habitación, Eva Perón le hablaba a su pueblo.

      Hombres y mujeres de mi patria, compañeros y compañeras…

      Margarita se incorporó en la cama porque quería caminar unos pasos hasta la ventana para ver los árboles. Sofía, mientras escuchaba el discurso, observaba una repisa donde se hallaban decenas de estampitas ajadas: Pancho Sierra, la madre María, Eva en el centro, la Virgen de Luján y Ceferino Namuncurá.

      Junto a los necesitados

      …Como ellos cuando eran chicos, allá en el campo. Los nueve hermanos encendían una fogata para calentarse y cocinar unas batatas sobre las brasas y con un pinche de metal ensartaban unos choclos con los que completaban la cena. Con los restos de ramas quemadas se pintaban la cara como si fueran indios y hacían cantos y bailes alrededor del fuego.

      Solían hablar de lo lejos que les parecía ese tiempo en el que llegaron desde Tandil hasta Mar del Plata, la gran ciudad.

      Ya de vuelta en la cama, la hermana tosió y Sofía, de reojo, la miró inquieta. Le costaba reconocer a la Margarita que había sido, aunque el brillo de sus enormes ojos verdes permanecía intacto. Sofía se sentó en el borde y, al acomodarle el flequillo que le tapaba parte de la cara, aprovechó para acariciarla. Ellas se contaban todos los secretos —más que hermanas eran amigas—, de chicas se habían jurado que la primera de las dos que tuviera algo, cualquier cosa, lo compartiría: vestidos, dinero, maquillaje, lo que fuera.

      Dos años antes, cuando Margarita se había puesto de novia, Sofía lo vivió como una traición. Por lo menos al principio. Ya no tendría a quien contarle sus sentimientos más íntimos. Hernán, el novio de Margarita, quiso alejarlas desde el inicio del noviazgo porque tenía celos de la relación de ellas, y además no soportaba al resto de la familia que, para su personalidad ambiciosa, era gente de escasos recursos y poca educación.

      Mis queridos cabecitas

      Mientras escuchaba esa voz por la radio, Sofía se acordó de aquella vez que fueron con su madre al correo a retirar los juguetes para los más chicos de sus hermanos. Los regalaba el gobierno para Reyes Magos. Al llegar vieron como algunos adultos se trenzaban a golpes de puño y se daban empujones; ella también escuchó que un hombre gritaba «negros de mierda vayan a trabajar». Los chicos felices con sus regalos estaban ajenos a todo.

      Margarita creía que de la mano de Hernán


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