Ya no queda nada. Hilaria Rastelli
había organizado con gran esfuerzo la fiesta de casamiento, habían ahorrado peso por peso durante meses para poder ofrecerles a los novios ese regalo. Para todos fue un momento de gran alegría. Sofía estaba dichosa por la felicidad de su hermana y, al mismo tiempo, un sentimiento de tristeza y profunda congoja la invadía. No tenía muy claro por qué, pero después fue dándose cuenta del origen de su presentimiento.
A los pocos meses de estar casada, los sueños de Margarita se desvanecieron. Sos una inservible, le decía Hernán, lo que cocinás es un asco, no sabés hacer nada. Muchas veces terminaba revoleando el plato con comida por el aire, estallándolo contra la pared. Margarita, aterrada, no podía evitar ponerse a temblar, intuyendo que lo que vendría después, seguramente, dejaría una marca en su cuerpo y en el alma.
—Él me quiere, soy yo que lo pongo nervioso —le dijo a Sofía, la primera vez que la vio golpeada—. La culpa es mía porque soy una inútil.
—No, no sos una inútil, igual no tiene por qué ser violento con vos —replicó su hermana.
—Pero él me pidió perdón y lo hizo con lágrimas en los ojos. Me besó y me juró que no lo iba a hacer más.
—En serio, ¿te dijo que no lo iba a hacer más?
—Sí… solo que tengo que hacer todo como él diga.
—¿Cómo todo como él diga? —Sofía preguntó indignada.
—Nuestra relación es así, te pido que no interfieras, él es muy bueno, pero tiene un carácter fuerte.
Los primeros meses de matrimonio Sofía pasaba por la casa de su hermana por lo menos una vez por semana, cuando él no estaba. Una tarde de las tantas que la visitó, la encontró en su dormitorio, recostada, con las persianas cerradas. Le dijo:
—Esto no puede seguir así, ¿qué te pasa?... sabés perfectamente que conmigo podés contar para lo que sea.
—Ya lo sé… pero es como si un enorme peso se apoderara de mí y me dejara sin fuerzas —susurró.
—¿Es por él? ¿Sigue siendo violento? —le dijo mientras abría los postigos.
Esta vez Sofía se sorprendió al verla, estaba mucho más delgada, siempre lo había sido, pero ahora impresionaba. Además, el color de su piel se había vuelto amarillento. Ante la insistencia de sus preguntas, Margarita le confesó que no se sentía nada bien. Inmediatamente Sofía se ofreció para acompañarla al médico y la respuesta fue:
—Primero tengo que consultarlo con Hernán.
Invadida por la impotencia, Sofía se fue de la casa dando un portazo.
Por un par de semanas no fue a verla, y cuando volvió de visita la situación había empeorado. Presionado por el estado de su mujer que cada día estaba más débil, Hernán accedió a los ruegos de Sofía y dejó que Soledad, la madre, la llevara al Hospital Interzonal de Agudos. Allí le hicieron varios estudios y el resultado fue contundente: tuberculosis. La vida de Margarita se apagaba y ellas se encontraban imposibilitadas de hacer algo, ya que no podían pasar por sobre la decisión de su marido, y este apenas sí les permitía verla. Ella les suplicaba que no se entrometieran, que a Hernán no le gustaba. Les decía que confiaba en que él resolvería todo. Que en ese último tiempo había cambiado mucho, que la cuidaba con ternura y que incluso, algunas veces, cuando ella se hacía la dormida, lo oía sollozar.
En uno de los controles, el doctor Donini le informó a Hernán que en el establecimiento no había más penicilina para el tratamiento. La única forma de conseguirla era a través de la Secretaría de Trabajo y Previsión que conducía Eva Perón, en la capital.
Cuando Hernán llegó a la casa encontró a Sofía y a Soledad muy angustiadas aguardando las noticias. Ellas se enteraron de la posibilidad de conseguir en Buenos Aires lo necesario para el tratamiento y rápidamente se ilusionaron con el viaje. El entusiasmo fue cortado de golpe por Hernán, que con voz ahogada les dijo que antes de pedirle algo a esa puta preferiría…
Justo en ese momento comenzaron a oírse las toses desgarradoras que venían del dormitorio. Sofía salió corriendo hacia el cuarto, conteniendo las lágrimas. No entendía cómo Hernán podía decir eso de Eva y preferir la muerte de su mujer. Sintió que lo odiaba aún más y lo hizo responsable de todos los males de su hermana.
Margarita oyó a Hernán caminar toda la noche por el cuarto. Lo espiaba con los ojos entrecerrados, él también estaba muy delgado. Sintió una enorme pena por los dos y se reprochó su frágil salud y el hijo que no había podido darle.
Con el correr de los días los accesos de tos eran cada vez más frecuentes e intensos. Hernán tomó una determinación, y fue a ver a su suegra para decirle que iba a viajar a Buenos Aires. Por fin, le dijo la mujer, y se alejó a rezar. Ella y Sofía serían las encargadas de cuidar a la enferma mientras él estuviera ausente.
Hernán había organizado sus cosas para salir en el primer tren de la mañana. Cuando llegó a la estación descubrió que el que debía tomar era el tren carreta, que se llamaba así porque iba parando en todas las estaciones.
Fastidiado por esa realidad, subió junto a la gente del lugar, que mayormente se desplazaba solo de una estación a otra. Algunos llevaban canastas con comida y apenas se sentaban desplegaban un repasador arrugado y sobre él apoyaban los alimentos que iban a consumir. Hernán los observaba con atención como para no tener que reflexionar sobre lo suyo. Reparaba también en otros viajeros que llevaban unas jaulas con gallinas y patos que gritaban alborotados. Los plumerillos entraban por la ventana junto con el calor y el polvo. El silbato del tren sonó atronador. Cualquier cosa parecía servirle para no pensar, pero igual todo se lo recordaba. Penicilina, Eva, Margarita, el hijo que no tuvieron, Margarita, Eva, penicilina. Todo lo que odiaba y todo lo que amaba, junto, mezclado. Un retorcijón en el estómago se hizo náusea incontenible y debió correr al baño. Ahí vomitó hasta que le saltaron las lágrimas. Estaba vacío. Cuando pudo incorporarse se enjuagó la boca con el agua amarillenta que salía de la canilla y, refrescándose la cabeza, regresó al vagón con paso titubeante y se sentó.
Los minutos pasaban lentos como el trayecto del carreta.
En el bolsillo del saco llevaba un papel con la dirección del hotel, a cada rato introducía la mano para cerciorarse: Avenida de Mayo 1832 y el de la Secretaría, Perú 130. Su cabeza no paraba de pensar. ¿Eva lo atendería en persona? Eso sería aún peor. No, no creía. Seguramente sería una secretaria tan hija de puta como ella. ¿Lo investigarían por su programa de radio? ¿O con tal de que se arrastrara ante ella le darían la medicina? Todavía tenía tiempo, no estaba todo dicho, podía cambiar de idea. Si lo hacía, le quedaría el orgullo, pero solo eso, y perdería a su mujer. De la otra forma, la tendría a ella, pero todos sus ideales estarían destruidos.
Al llegar al hotel se sintió afiebrado. Su ánimo fluctuaba entre la angustia y la desesperación. Cerraba los ojos y veía la mirada de Margarita pidiéndole ayuda. No tenía noticias de ella, pero sabía que su salud empeoraba minuto a minuto. Se dio una ducha para tranquilizarse y, con la lluvia en la cara, una congoja profunda lo invadió. Primero fue un sollozo y, después, un llanto desesperado. Casi arrastrándose llegó a la cama y rápidamente se quedó dormido.
El sonido del teléfono lo despertó. De conserjería le avisaban que eran las cuatro y media de la madrugada. Él les había pedido que lo llamaran porque quería estar en la Secretaría temprano, ser de los primeros. Al llegar, aún de noche, se sorprendió de ver tanta gente esperando. Había más de cien personas que estaban desde el día anterior: niños, ancianos, mujeres, también había muchos enfermos en silla de ruedas.
Cuando se acercó a la ventanilla donde daban los números para ser atendidos, le dijeron que se habían terminado, que solo daban hasta el número ochenta. Quedó atónito, sin saber qué hacer. Desconcertado comenzó a descender las escalinatas que lo alejaban del lugar, cuando una mano lo detuvo aferrándolo del brazo:
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