El libro de Tamar. Tamara Kamenszain

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      El libro de Tamar

      TAMARA KAMENSZAIN

       Cuando nosotros nos leíamos mutuamente, solíamos propinarnos críticas del tipo “esto tiene buen ritmo” o “acá repetís palabras” o “esto suena muy borgeano”, haciéndonos siempre los desinteresados respecto de los secretos escondidos detrás de la trama del texto, esos en los que habita la otra trama: la del amor.

      Después de dejarlo olvidado durante quince años en el fondo de un cajón, Tamar, la narradora, se reencuentra con un viejo poema que le enviaron. Un poema inoportuno que en su momento no la interpeló ni le significó ese gesto que ella tanto deseaba. ¿Quién puede esperar, en plena separación, que el otro en lugar de un prosaico “te extraño, volvamos” intente acercarse mediante anagramas y combinaciones de nuestro nombre?

      Pero la escritura permanece mientras el mundo gira, y entonces hoy Tamar sí puede leer sentido donde ayer solo encontraba silencio. Un poema compuesto por cinco letras, una fecha y un dibujo desencadenará un viaje al pasado, para rescatar una historia de amor atravesada por lecturas compartidas, discusiones literarias, viajes, exilios, hijos, desencuentros.

      De la mano de la pareja Kamenszain-Libertella se van sumando a este relato las voces de otras parejas de escritores, Ludmer-Piglia, Kristeva-Sollers, Plath-Hughes, dando así cuerpo a una escritura tan luminosa como conmovedora que se vuelve bitácora generacional o libro de amor.

      El libro de Tamar

      TAMARA KAMENSZAIN

      A la memoria de Ana Amado y de Josefina Ludmer.

      Fui tocado por mi propia soledad mientras leía sabiendo que lo que siento es a menudo la cruda y desafortunada forma de una historia que quizás nunca sea contada.

      MARK STRAND

      TAMAR

      Un tiempo después de nuestra separación él, que solo escribía en prosa, me escribió un poema. No me lo dio en mano sino que deslizó, debajo de la puerta de mi casa –la casa en la que habíamos vivido juntos con nuestros hijos durante más de veinte años–, una hoja blanca tamaño A4 de las que solía deslizar por el carro de su Olivetti Lettera.

      Es así como el breve texto, casi un haiku de cinco versos, destella escrito a máquina en el medio de la hoja mientras arriba, a mano y con birome negra, una notita dice:

      Tamara: emerjo de un sueño con la máxima cantidad de anagramas y combinaciones de tu nombre. ¿Tanta cantidad de bolsones semánticos pueden esconder 5 letras?

      Transcribo aquí el poema:

      TAMAR

      A Marta Marat

      Arma trama, Ama:

      ¡ara mar!

      Ata rama

      mata rata

      (mata tara)

      Ramat, 2/7/2000

      Intuyo que develar algo de lo que esconde eso que él llamó “bolsones semánticos” es lo que me impulsa ahora a escribir en prosa. Es decir, sé poco y nada del oficio de narrar, pero veo que tampoco en verso podría yo hacer entendible lo que él, deponiendo sus naturales condiciones de narrador, versificó para mí con el fin de entregarme toda una historia común condensada en una combinatoria de letras.

      Sacándole, por ejemplo, una letra a Tamara –el nombre con el que todos me llaman desde que nací (incluso él, como se puede ver en la nota manuscrita)– mis padres pudieron anotarme en el registro civil. La ley por entonces no permitía poner nombres que no figuraran en la Biblia o en el santoral y así fue como el bíblico Tamar quedó archivado en mi documento de identidad y reapareció muchos años después en el sueño y en el poema de mi exmarido.

      MARTA MARAT

      Tuvieron que pasar más de quince años desde aquel día en el que encontré el mensaje debajo de la puerta de mi casa, para que me diera cuenta de que era posible llegar a leerlo en clave amorosa. Resulta paradójico porque justamente por ese entonces yo venía leyendo con entusiasmo lo que Julia Kristeva dice acerca del secreto que pesa sobre el nombre de la dama en la retórica cortesana de los trovadores herméticos (no pocos de ellos enamorados de alguna noble señora casada). Para Kristeva, ahí estaría el germen de la poesía laica de amor, ya que la metáfora poética, que antes invocaba a Dios, pasaría a guiñarle el ojo a una musa humana.

      Sin embargo –y esto es para pensarlo–, muchas veces nuestras pasiones teóricas no coinciden con nuestros momentos vitales, aunque sin ninguna duda los anticipan. Y así fue como el poema “Tamar”, si es que realmente atesoraba alguna clave destinada a mí –Tamara–, había fallado en su cometido. Porque al poco tiempo de separarnos y después de no haber intercambiado más palabras que las estrictamente necesarias y burocráticas, yo esperaba de mi exmarido algún mensaje contundente del tipo “te extraño”, “volvamos”, “estoy dispuesto a cambiar”, etc. Es decir, esperaba que me lanzara algún dardo en una lengua efectiva o, mejor dicho, afectiva, como esa que Philip Roth dice que usaba su padre, “una lengua apoética, expresiva y a bocajarro, con todas sus flagrantes limitaciones y toda su fuerza perdurable”. Esa hubiera sido para mí, en aquel momento, una verdadera prueba de amor. Me encontré, en cambio, con un poema en clave cuyos bolsones semánticos, en esa situación de emergencia vital, no quise ni pude detenerme a descifrar. Además, hay que tomar en cuenta que la dedicatoria no me pertenecía: nunca me hubiera dado vuelta ante un llamado a la tal “Marta Marat”. En este caso, para mí la práctica del anagrama y su posible resolución oral (por ejemplo, que repetir muchas veces Marta Marat fuera el trabalenguas de Tamara) no me destrababa el intríngulis de la separación. Así fue como, sintiéndome expulsada del poema, enojada o, mejor, decepcionada, tiré la hoja A4 en el fondo de un cajón y me olvidé hasta que reapareció por casualidad, en medio de un montón de fotos y papeles viejos, hace unos días.

      Hacía rato que el hechizo lenguajero que nos había mantenido unidos se venía resquebrajando. Dos escritores que durante veinticinco años se habían amado bajo la invocación de la literatura (con todos los distintos sentidos que esa palabra fue tomando a lo largo de dos décadas) empezaban a protagonizar, casi sin darse cuenta, una crisis que los terminaría separando. El interlocutor de siempre, aquel cómplice incondicional que militaba codo a codo en las filas de lo que nosotros en la década del setenta dábamos en llamar, bajo esa misma complicidad, “la escritura”, ya empezaba incluso a dejar de entender lo que el otro le quería decir cuando aludía a ese término. Yo, por ejemplo, me sentía en ese momento completamente Tamara, es decir, una mujer separada que no podía detenerse a leer entre líneas los avatares de aquella neonata que terminó llamada Tamar por el préstamo que sus padres tomaron a cuenta de otras Escrituras. Mientras, mi ex, empeñado en mantenerse protegido bajo el velo de la ficción, decía emerger de un sueño que a mí me sonaba más literario que real. ¿Es que acaso podía yo inferir que él había soñado conmigo (quiero decir, con Tamara)? De hecho, la nota manuscrita no dice nada parecido a “soñé con vos”, declaración que hubiese bastado para dar rienda suelta a una lectura romántica. “Emerjo de un sueño con la máxima cantidad de bolsones semánticos y combinaciones de tu nombre” no parecía aludir al contenido manifiesto de ese sueño, sino a una especie de elaboración posterior que precipitó al soñante de cabeza hacia un ejercicio literario. El hecho es que el poema resultante que, encima, tentado por sus inclinaciones de novelista, mi ex le dedica a un personaje de ficción, no me permitió a mí ninguna ensoñación. Es decir, no consideré la posibilidad de que él hubiera querido, a través de este mensaje velado, rearmar la trama amorosa de nuestra relación a pesar de que el primer verso parece ser claro cuando dice: “Arma trama, Ama”. Pero en ese momento a mí no me resultó para nada claro.


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