El libro de Tamar. Tamara Kamenszain

El libro de Tamar - Tamara Kamenszain


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me resuena, aunque ya no a la manera programática que nos hacía alucinar con un mundo de la escritura un poco esquizofrénico, capaz de funcionar al margen de lo comunicable. Sí suscribo, por ejemplo, a ese pensamiento de Goethe citado por Käte Hamburger, cuando dice que su poesía “no contiene ni una pizca que no haya sido vivida pero tampoco ninguna tal y como se vivió”. Sin embargo, nada de lo que había vivido con mi exmarido durante los veinticinco años de relación me resonaba en aquel momento en “Tamar”. Ahora en cambio, ya libre de las urgencias de aquellos tiempos, con la falsa bonhomía de quien se sienta a escribir sus memorias como si la vida fuera algo narrable, me parece que la teoría de Kristeva acerca del secreto de amor que pesa sobre el nombre de la dama coincide palmo a palmo con el secreto de Tamara: la loca pretensión de que el poema “Tamar” le diga algo que le permita recuperar de algún modo al hombre que alguna vez amó. Pero en aquel entonces lo que yo quería era a ese hombre de nuevo conmigo, quería a aquel marido real y despierto que, en vez de atar una rama con las letras de mi nombre, me había enamorado empuñando una escoba y matando en serio, en el escenario de la realidad real, a una rata.

      MATA RATA

      Al poco tiempo de conocernos, impulsados por un deseo de él de buscar nuevos horizontes (sobre todo laborales) nos habíamos ido por un año a vivir a Nueva York. Y fue ahí donde me enfrenté por primera vez con una rata. A decir verdad era un ratón, pero mi fobia extrema a esos animales no distinguía, y me temo que sigue sin distinguir, entre un ejemplar casi de juguete y un verdadero roedor adulto. Corría 1975 y nos habían prestado un departamento destartalado en pleno Greenwich Village. Allí mi ex, en un claro acto de amor, tomó una escoba y mató al bichito –en criollo tranquilizador “la laucha”– que me tenía espantada. Mientras un mini-cadáver se estrellaba en la esquina de Mc Dougall y Bleecker, nuestra relación se fortalecía. Hacer algo para que el otro nos quiera, se me aparece, ahora que la evoco, como una intervención valiente: había que dejar de esgrimir argumentos inteligentes que fascinaran a nuestro interlocutor literario y pasar al acto esgrimiendo una escoba.

      Seguramente mi ex al escribir “Tamar”, además de combinar con gracia bolsones semánticos que solo yo puedo llegar tal vez a desentrañar (en ese sentido parece tratarse más de un mensaje velado que de un poema propiamente dicho), sin ninguna duda también había evocado aquella escena de amor neoyorquino. Lo que ya no pudo fue llevarla a cabo por segunda vez. Aunque, seguramente, como me lo muestra a todas luces esta nueva lectura que hago quince años después, hubiera querido hacerlo. ¡Si hasta dibujó la rama que en este caso sustituiría a la escoba! Y no se trata de un dibujo más, como aquellos entrañables bocetos de Eduardo Stupía que muchas veces acompañaron las ficciones que él escribía. En vez de la juvenil escoba de alquiler temporario, ahora lo que realmente se necesitaba era una rama arrancada del propio hogar. Una de las tantas que había en el patio-jardín de la casa donde habíamos convivido con nuestros hijos durante tantos años y de cuyas vicisitudes cotidianas yo había quedado a cargo. Parece ser que había que atar la rama para matar a la rata mientras en ese mismo acto se mataba una tara y se rearmaba la trama del amor. ¿Pero quién lo tenía que hacer? Por ahora creo entender que el hablante del poema “Tamar” parece estar dirigiéndose a sí mismo en un urgente imperativo donde hasta se impone, bajo signos de admiración, la tarea a todas luces imposible de arar el mar. En fin, mientras voy descifrando el mensaje anagramático por esta vía, todo parece empezar a aclararse pero, en aquel momento, todo era oscuridad.

      Cuando él se fue, las noches se me complicaron. En la soledad de la cama matrimonial, una serie de ruidos extraños que antes nunca había percibido empezaron a emerger del techo y de las paredes como si hubieran estado desde siempre agazapados en el adn de la casa esperando esa oportunidad para hacerse presentes. Después de varias noches en vela con el oído aguzado, diagnostiqué “ratas” usando la palabra que despertaba todos los decibeles de mi fobia. Así fue como al poco tiempo de que la separación se hubiera consumado, entré en pánico y desesperación, mientras a mis amigas les hacía gracia que me tomara tan en serio el merodeo de un animal que permanecía agazapado –más miedoso él que yo, decían ellas– en el techo. En ese sentido parece ser (me doy cuenta recién ahora) que el único que pescó algo de mi sentimiento de miedo y desamparo fue mi exmarido. Una de las pocas veces que conversamos telefónicamente en esos días por algún asunto relacionado con nuestros hijos, le comenté que en la casa había ratas. No me acuerdo qué me contestó, pero a los pocos días deslizó la hoja A4 debajo de la puerta.

      ARMA TRAMA

      Lo de los roedores se solucionó relativamente rápido con una gata que me traje del Botánico y una nueva analista que interpretó todo lo que cabía interpretar hasta matar mi propia tara.

      Nunca le comenté nada a mi ex acerca de “Tamar” porque, como decía, el papel quedó olvidado en el fondo de un cajón. No sé si él esperaba alguna respuesta, tal vez no. En todo caso, ¿qué podría haberle respondido? ¿Correspondía una devolución literaria, de esas que solíamos propinarnos mutuamente cuando el otro terminaba un texto? De hecho, así había empezado nuestra relación. Cuando nos conocimos, por la mediación de amigos celestinos, yo estaba terminando de escribir mi primer libro mientras él ya era un consagrado precoz que a los 27 años portaba la cucarda de dos premios literarios importantes (el Paidós y el Monte Ávila). Cuando le comenté que no lograba darle un orden a la suma de textos que conformarían mi libro, como arma de seducción él se ofreció rápidamente a ayudarme. Así fue como inauguramos un trabajo en colaboración que mantuvimos durante años. Antes de entregar un original a la editorial esperábamos las sugerencias del otro. Mi ex mantuvo esa costumbre incluso más allá de nuestra separación. Yo, en cambio, unos años antes de ese acontecimiento, necesité liberarme del ojo crítico de él para entender mejor cuáles eran mis propias limitaciones y preferí que leyera mis libros después de publicados. (Según mi analista de ese entonces, liberarme de esas críticas fue un paso para liberar mis propios escritos de algunas ataduras retóricas de las que yo misma me quejaba).

      Eran épocas en las que la costumbre de concurrir a un taller literario todavía no estaba naturalizada. De hecho nuestra generación los empezó a implementar tímidamente como un medio de supervivencia pero con la secreta convicción de que se trataba de algo un tanto espurio. Como el enemigo por entonces eran para nosotros los “temas”, los “referentes”, los “contenidos”, resultaba difícil sortearlos si uno quería a la vez trasmitir alguna enseñanza de escritura. Yo, por ejemplo, escribí en 1977 un texto en el que publicitaba mi “laboratorio de escritura” abriendo paraguas de antemano: ofrecía, usando la metáfora del laboratorio, lo que yo creía era una opción más cool, una especie de intermedio entre el grupo de estudios (formato que sí valorábamos en ese entonces) y el taller literario. Pretendía, no sé bien de qué manera, pasar información teórica al mismo tiempo que daba a los participantes una devolución de lo que producían. Se ve que quería preservarme de tener que meter mano en esos “contenidos” comunicables que latían en el corazón de los escritos ajenos. Mi coraza era la teoría y quería parecerme más a Masotta con sus exitosos grupos de estudios que a algún escritor norteamericano enseñando en el writing program de una universidad. Por ese entonces yo llamaba con desprecio “pragmatismo norteamericano” a una práctica que con los años entendí hasta qué punto servía para interrumpir de cuajo el malsano solipsismo que suele atacar a los escritores.

      Ahora bien, como nosotros mismos no concurríamos a talleres (de hecho tampoco los había) pero la necesidad de mostrar lo que escribíamos y recibir alguna devolución se nos imponía como a cualquier mortal, lo hacíamos dentro del círculo cerrado del grupo, sin la mediación de alguien con más experiencia y menos intereses creados. También había otra opción: transformar a la pareja en un taller literario. Eso hicimos durante años mi ex y yo con resultados disímiles. Otros también parecen haberlo hecho. Ricardo Piglia, en sus Diarios, se queja de que Josefina Ludmer, quien por entonces era su pareja, le hubiera criticado un texto después de publicado: “Con Iris, antes de dormir, extraña sensación cuando ella me critica (cuando ya no hay arreglo) ‘El fin del viaje’. Lo peor es que tiene razón, todo relato se puede mejorar. Me afirmo, sin embargo, en el entusiasmo de Saer por el cuento, sobre el que me escribe una carta muy generosa”. Aquí Josefina


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