El vínculo que nos une. Hugo Egido Pérez
lógico, no te lo he dicho. Soy Paula –dijo ella y sonrió con sus rojos y hermosos labios carnosos. Tan sensuales que Newman tuvo que reprimir el impulso animal que le atraía a besarlos en ese mismo instante.
Una sensación por tiempo dormida reaparecía para invadir su cuerpo como un purificador aguacero que da nueva vida a un campo yermo. Mientras Newman sentía esto, ella lo contemplaba con esos endiablados ojos. Pese a que en tres ocasiones intentó furtivamente descifrar su color, no lo tenía claro todavía. Parecía una extraña y perfecta combinación de verde y azul con matices pardos.
Newman llevaba tantos años en el juego de la seducción ocupando el puesto más alto de la cadena trófica que volver a tener un lugar secundario le excitó sobremanera. De darse el encuentro –y la noche prometía– ocuparía el lugar que ella le asignase. Ni más ni menos.
–¿Estás aquí, Tom? –preguntó Paula rescatándolo de sus ensoñaciones.
–Sí… claro. ¿De dónde eres, Paula? Por tu acento no termino de concretar tu procedencia.
–Soy española. De Madrid, más concretamente. ¿Conoces España?
–Sí, conozco prácticamente toda Europa. Es cierto que ahora el trabajo me está llevando más por esta zona del mundo, pero hubo una época en la que tuve que viajar mucho por toda Europa. Yo soy inglés –reconoció Newman.
–¡No me digas! –exclamó juguetona Paula–. ¡Nunca lo hubiera dicho!
–¡Ya! Pues yo nunca hubiera dicho que eras española. Entiéndeme, la mayoría de tus compatriotas tienen muy buena gramática, pero el acento..., uff, suele ser horrible. No sé, es como si les costase pronunciar, como si hacerlo con esfuerzo resultase una impostura para ellos.
–Sí, he de darte la razón sobre lo que comentas del acento de los españoles cuando hablamos inglés. En mi caso, toda mi formación se ha desarrollado en países angloparlantes, y el resto se debe a que tengo que utilizar el inglés a diario por mi trabajo.
–¿A qué te dedicas, Paula? –preguntó Newman con sincera curiosidad.
–Soy directora de un fondo de inversión inglés.
–Buff, un fondo de inversión. Cada vez me das más miedo –reconoció Newman.
–Está claro que desde la quiebra de Lehman Brothers todo lo que huele a sector financiero es malo y ha de ser reducido a escombros.
–Bueno, yo no he dicho eso. Lo único que he dicho es que me siento temeroso e interesado a la vez –argumentó él y volvió a colocar en sus labios su infalible sonrisa.
–Sí, me he puesto un poco intensa y a la defensiva. Supongo que, bueno… es una tontería –contestó Paula y dio un profundo sorbo al gin-tonic.
–No, di. ¿Qué quieres decir?
–Nada, supongo que tiene que ver con las experiencias que vas acumulando a lo largo de la vida. Cuando yo le cuento a un hombre atractivo a qué me dedico o dónde trabajo, suele sentirse cohibido y ponerse a la defensiva. Suelen digerir mal la noticia. Supongo que es otra convención, otro estereotipo con el que solemos movernos por el mundo. Hacemos cajitas donde guardamos las cosas; eso sí, etiquetadas y codificadas con su código de barras.
Newman le guiñó el ojo como intentando, con ese gesto cómplice y un tanto infantil, rebajar el tono de la conversación.
–Y tú, Tom, ¿a qué te dedicas? Además de a estar por las noches en hoteles de cinco estrellas intentando seducir a mujeres.
–¿Estoy intentando hacer eso, Paula?
–Los dos sabemos que sí. Pero no eludas la pregunta.
–Soy director de servicios al cliente de una multinacional de marketing. Ya lo he dicho; ahora ya no querrás saber nada más de mí.
–No tengo en principio nada en contra del marketing. Es necesario conocer el mercado. Veo, además, que estás en buena forma física.
–Sí, la verdad. Intento sentirme bien con mi cuerpo. Pero solo hago gimnasia de mantenimiento. Quiero decir que no soy de esos tipos vigoréxicos que se toman el deporte como una especie de nueva religión. Ya me entiendes.
–Yo soy vigoréxica; necesito hacer deporte a diario para poder regularme. Llega un momento que es como una droga. Las hormonas que generamos al hacer deporte de forma regular son en cierto sentido adictivas.
–Tienes razón, pero me temo que para mí ya es tarde. Con mi gimnasia de mantenimiento tengo más que suficiente. –Y le sonrió, como volviendo a buscar otro resorte que hiciese de puente entre los dos.
Akihiko, con suma delicadeza les indicó que quedaba menos de media hora para cerrar el bar y que, si así lo consideraban, podían pedir una última copa.
En ese preciso momento Newman reparó en la llave que, oculta en el regazo de Paula, revelaba con su inconfundible color dorado que se alojaba en la última planta del exclusivo Conrad Tokyo Hotel. La belleza y el refinamiento de las suites del Conrad eran famosas en una ciudad que cuenta ya de por sí con un buen número de hoteles selectos. Esa información aumentó la excitación de Newman.
–¿Vienes? Te has vuelto a desconectar de la Tierra, ¿verdad? –preguntó con un semblante divertido Paula que, levantada, lo esperaba.
–Claro –contestó, casi dejándose caer del taburete–. Akihiko, apúntalo a mi habitación, por favor.
–Ya está abonado por la señorita, señor Newman. Lo siento –confesó incómodo el camarero.
–Está bien. Buenas noches.
Al levantarse pudo apreciar la proporcionalidad y belleza del cuerpo de Paula. El vestido negro de alta costura que llevaba le quedaba como una extensión ideal de su propia piel. Todo en ella, el pelo, la ropa, las proporciones simétricas de su estilizado y definido cuerpo, resultaba perfecto. Hasta su voz le pertenecía. Ningún otro tono de voz podría ser más adecuado para Paula que el suyo.
Ninguno de los dos volvió a hablar hasta estar dentro del elegante ascensor. Paula no consultó nada, ni siquiera lo miró, solo apretó el botón de su planta de la zona donde estaban las suites más exclusivas del hotel, sabedora de que si en algún momento de la noche ese hombre había albergado algún tipo de duda haría ya bastante que se habría evaporado en la noche y formaba parte de la atmósfera de la ciudad.
Tom tampoco intentó nada en el ascensor. La experiencia le había dado la calma suficiente como para saber analizar cada momento. Tenía claro que el instante todavía no había llegado.
Al llegar a su planta, Paula salió del ascensor acompañada por el elegante y atractivo inglés que, solícito, intentaba seguirle el paso. Se paró en mitad del pasillo frente a un cartel que anunciaba que estaban ante la suite presidencial del hotel.
«¡Cómo no!» pensó Newman, con la misma curiosidad de un niño que está a punto de abrir un regalo. La llave abrió la puerta por proximidad, sin necesidad de ser introducida en ningún sitio.
Al entrar en la suite, las luces, que podían ser programadas por el huésped o que estaban prediseñadas por el hotel en función de la hora del día, compusieron un hermoso y bello croma de tonos vaporosos, cercanos al color de la arena de la playa. Cálido y elegante.
Cuando Newman cerró la puerta, Paula giró su cuerpo con tal armonía que le pareció que en algún momento de su vida esa diosa perfecta debió haber sido bailarina.
–¡Ven! –le ordenó ella con tono imperativo.
Tom Newman recordaría aquella extraña y excitante noche el resto de su vida. Paula Blanco, no.
***
Sonó el despertador de su móvil. Su cerebro y su sentido de la responsabilidad la obligaron a levantarse; su cuerpo le pedía lo contrario, que permaneciera en la cama un poco más. Al final, como en tantas otras ocasiones, se levantó.
Al