El vínculo que nos une. Hugo Egido Pérez
–propuso Paula con el objetivo de terminar de una vez la escalada de reproches más o menos velados.
Al entrar en el área de Neurología, Alba se dirigió directamente a la habitación número 241. En ella Paula vio a su padre tumbado en la cama. Enseguida se dio cuenta de que estaba de mal humor. «¡Genial!» pensó.
–¡La hija pródiga ha vuelto! Alba, debo de estar muriéndome para tener este honor.
–Hola, Luis; veo que estás en plena forma –dijo con ironía Paula y se acercó a la cama para darle un beso en la mejilla a su padre.
Pese a tener sesenta y seis años ya cumplidos, Luis Blanco seguía siendo un hombre muy atractivo y vital. Destacaba su poblada melena blanca que le caía a cada lado de la cara dejando ver sus inmensos ojos verdes y su característico hoyuelo en la barbilla. Él siempre contaba que en una ocasión, durante la entrega de unos premios internacionales de cine en París, dos mujeres que lo acompañaban aquella noche decidieron que su hoyuelo era más hermoso que el del propio Kirk Douglas, allí presente con él.
–¿Cómo estás, papá? –preguntó Paula sentándose junto a un sillón repleto de revistas y periódicos.
–Jodido –contestó Luis–. Nadie me dice nada. Llevo dos días en este hospital y todavía no tengo claro por qué demonios estoy aquí.
–Ya te lo han dicho, Luis. Teresa te encontró inconsciente en tu despacho –le aclaró su hermana Alba.
–¿Quién es Teresa? –preguntó Paula con inocencia.
–¡Hija! La persona que cuida de tu padre desde hace un año. Desde luego hay cosas que no cambian en esta familia.
–Déjala, Alba, ya sabes como es la chica. Tiene sus propios problemas. Además, no vive en Madrid desde hace años.
–Paula, me llamo Paula. No sé las veces que te he dicho que no me gusta que me llames «la chica». Tengo un nombre que supongo me pusiste tú o mamá, pero vamos, que no quiero que me llames así.
–Paula –pronunció el nombre con sumo cuidado y cierto tono irónico– tiene su vida, Alba. Donde quiera que esté. No tiene por qué saber quién cuida al viejo de su padre. Yo no la eduqué para que se entretuviera con estas estupideces.
–Tú sabrás cómo la educaste. Yo ya tengo suficiente con mi marido, mis tres hijos y mis cuatro nietos como para además juzgar la educación de mi sobrina.
–¡Hola…! –interpeló Paula con el objetivo de que la discusión entre los hermanos terminase–. ¡Que estoy aquí! Me resulta muy violento que tengáis este tipo de conversaciones haciendo ver que yo no cuento, como si no estuviese
presente.
–¡Alba! Hemos cabreado a «la chica».
–Bueno, yo me marcho, que tengo abandonada desde hace dos días a mi familia –aclaró la tía Alba levantándose del sofá que le había servido de cama durante la convalecencia de su hermano mayor.
Se acercó a la cama y le retiró el flequillo para besarlo en la frente.
–Mañana vengo a verte.
–Si no hay más remedio –dijo Luis con contundente ironía.
Al girarse para dar un beso a su sobrina, que permanecía sentada en el sofá, hizo un guiño con su ojo izquierdo antes de pronunciar las siguientes palabras:
–Anda, Paula, acompaña a tu vieja tía a la salida y luego vuelves, que hace siglos que no te veo.
–Ahora vengo, Luis –Paula se levantó y salió del cuarto tras ella.
Ya en el pasillo de la segunda planta del hospital, Alba agarró a su sobrina para indicarle que se sentase junto a ella en unas sillas vacías de una sala de espera.
–¿Qué pasa, tía? –preguntó con curiosidad Paula.
–¿Cómo que qué pasa? Lo primero de todo es que tu padre todavía no sabe que tiene Alzheimer, eso es lo que pasa.
–¿Cómo que no lo sabe? ¿Y los médicos?
–¿Los médicos? Pues los médicos están esperando a que llegues tú para decírselo, ya sabes lo aprensivo que es. No he conocido en este mundo un hombre más hipocondríaco.
–Buff –Paula abrió sus hermosos dedos y los utilizó a modo de peine, acariciando su cabello.
–Sí, buff, eso digo yo. Mira, Paula, te seré sincera. Ya sabes que desde la muerte de tu madre yo no he estado de acuerdo con el tipo de educación y contacto que has tenido con la familia. Tu padre es como es, siempre ha sido un niño, con talento pero un niño. Pero ahora las cosas tienen que cambiar. Yo, con las cargas familiares que tengo y con mis años, en fin, no me puedo encargar de él.
–Bueno, nadie te pide que lo hagas.
–¿Cómo? –dijo molesta.
–Perdona, tía. Llevo veinte horas sin dormir y sin ducharme. No quería ser grosera. Lo que digo es que habrá que llevarlo a un sitio donde lo traten. No sé mucho de la enfermedad, pero sé que llegado un momento las personas que la sufren no son capaces de poder valerse por sí mismas. Yo tengo dinero y... –la tía zanjó con un gesto el último argumento que Paula estaba fabricando en la boca.
–No se trata de eso, Paula. Tu padre tiene un patrimonio como para poder vivir varias vidas. Claro que tendrá que contar con gente especializada que le pueda cuidar. Pero no es eso lo que necesita en este momento. El especialista nos ha contado que en esta primera fase de la enfermedad es fundamental poder contar con toneladas de cariño a su alrededor. Que el entorno afectivo que supone la familia puede hacer que la fase más nociva de la enfermedad se retrase un tiempo, que durante unos años esté como aletargada.
–¿Qué esperanza de vida tiene? –preguntó Paula
–Depende de muchos factores, pero con la edad que tiene Luis ahora, de entre cinco a nueve años. Pero pueden ser más…
–Puede que en ese intervalo de tiempo la ciencia haya avanzado lo suficiente como para retrasar el desenlace.
–No niña, no. Eso no creo que vaya a pasar. Esta enfermedad es un mal compañero de viaje.
Las dos se levantaron y Paula acompañó a su tía a los ascensores. Al volver al cuarto pudo percibir la energía negativa que exhalaba el cuerpo de su padre. Parecía un oso enjaulado a punto de estallar en un brote psicótico.
–¿De dónde has venido esta vez? –preguntó Luis.
–De Tokio. Tenía que cerrar una operación.
–¿Y ha salido todo bien?
–Sí, ha salido todo bien.
–Qué maravilloso país es ese. Recuerdo como si fuera ayer los dos años que, con breves intervalos temporales, pasé trabajando en Japón rodando una película y varias series de televisión para la cadena estatal japonesa NHK, la Nippon Hoso Kyokai. ¡Qué medios técnicos y humanos! Aquí en Occidente todavía estábamos ensimismados con el stop motion y las maravillas que nos había regalado el bueno de Ray Harryhausen y en Japón ya eran capaces de realizar cromas y técnicas de postproducción con las que aquí éramos todavía incapaces de soñar.
–Lo veo un poco exagerado, Luis. Claro que en Occidente habíamos realizado cosas estupendas. Pero no quiero hablar de cine contigo ahora.
–Ah... Supongo que tienes que irte ya, ¿no?
–Sí, me gustaría pasar por mi apartamento a darme una ducha y coger algo de ropa. Me imagino que ese sofá no debe de ser muy cómodo –señaló el sofá de cuero cercano a la cama.
–No quiero que te quedes esta noche. Tú estarás incómoda y yo también. Estoy bien; fue un pequeño mareo, me han metido en esa maldita máquina. ¿Cómo se llama?
–Escáner, TAC...
–¡TAC!