Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
de sumarme por fuerza a la petición de Gregson —observó Lestrade—. Ambos hemos hecho cuanto estaba en nuestras manos, y los dos hemos fracasado. Le he oído decir a usted desde que estoy en esta habitación que contaba ya con todos los datos precisos. Espero que no los tenga ocultos por más tiempo.
—Cualquier tardanza en el apresamiento del asesino —tercié yo—, podría darle opción a una nueva atrocidad.
Ante nuestra insistencia, Holmes dio muestras de vacilar. Continuó midiendo el aposento a grandes pasos, con la cabeza hincada en el pecho y las cejas fruncidas, señales que en él denotaban un estado de profunda reflexión.
—No habrá más asesinatos —dijo al fin, parándose en seco y mirándonos a la cara—. Tal posibilidad queda descartada. Me preguntan ustedes si conozco el nombre del asesino. La respuesta es sí. Ello, sin embargo, poco significa comparado con la tarea más complicada de ponerle las manos encima. Espero hacerlo pronto, y a mi manera: pero es asunto delicado, ya que hemos de vérnoslas con un hombre astuto y desesperado al que presta ayuda, como he podido comprobar, un cómplice de prendas no menos formidables. Mientras el asesino desconozca que alguien le sigue la pista, existe la posibilidad de atraparlo: mas en cuanto le asalte la más mínima sospecha cambiará de nombre, perdiéndose sin más entre los cuatro millones de habitantes que pueblan esta gran ciudad. Sin propósito de ofenderles, debo admitir que considero a nuestros rivales de talla excesiva para las fuerzas de la policía, y que ésta ha sido la razón de que no requiera su ayuda. Si fracaso, no dudaré en reconocer el error de esta omisión, mas es riesgo que estoy dispuesto a correr. De momento, sepan ustedes que tan pronto como considere posible transmitirles información sin poner en peligro mis planes, lo haré gustoso.
Gregson y Lestrade quedaron lejos de satisfechos con estas declaraciones y la no muy halagadora alusión al cuerpo de policía. El primero se sonrojó hasta la raíz de sus rubios cabellos, en tanto los ojos de abalorio del otro echaban vivas chispas de inquietud y resentimiento. Ninguno de los dos había tenido tiempo sin embargo de abrir la boca, cuando sonaron unos golpecitos en la puerta y la mínima y poco agraciada persona del joven Wiggins, portavoz de los pilluelos, entró en escena.
—Señor —dijo llevándose la mano a la guedeja que le caía sobre la frente—, tengo ya abajo el coche de caballos.
—Bien hecho, chico —repuso Holmes en tono casi afectuoso. Después, habiendo sacado de un cajón un par de esposas de acero, añadió: —¿Por qué no adoptan este modelo en Scotland Yard? Observen ustedes la suavidad del resorte. Cierra en un instante.
—También sirven las viejas mientras haya alguien a quien ponérselas —gruñó Lestrade.
—Está bien, está bien —repuso Holmes, sonriendo—. El cochero podría ayudarme a bajar los bultos. Dile que suba, Wiggins.
Me sorprendió ver a mi amigo prepararse a lo que parecía un largo viaje, ya que no me tenía dicho nada sobre su proyecto. Había en la habitación una pequeña maleta que asió enérgicamente y comenzó a sujetar con una correa. En tal manejo se hallaba ocupado cuando hizo acto de presencia el cochero.
—Venga acá, buen hombre —dijo hincando la rodilla en tierra, con la cabeza siempre echada hacia adelante—, y ponga mano a esta hebilla.
El cochero se llegó a él con aire entre arisco y desafiante, y alargó los brazos para auxiliarle en la faena. Entonces se oyó el clic de un resorte, resonaron unos metales, y Sherlock Holmes recuperó rápidamente la posición erecta.
—Señores —exclamó, centelleantes los ojos—, permítanme presentarles al señor Jefferson Hope, el asesino de Enoch Drebber y Joseph Stangerson.
El suceso tuvo lugar en un instante, tan breve que ni tiempo me dio a cobrar conciencia cabal de lo ocurrido. Conservo en la memoria la viva imagen de aquel momento: la expresión de triunfo de Holmes, y la faz furiosa, atónita, del hombre, fijos los ojos en las brillantes esposas que como por arte de encantamiento habían ceñido de pronto sus muñecas. Durante uno o dos segundos pudimos parecer un grupo de estatuas. Entonces el hombre dejó escapar un grito de loco, y desasiéndose de la presa de Holmes impulsó su cuerpo contra la ventana. Maderos y cristales cedieron ante la acometida, mas no había el fugitivo completado aún su propósito cuando Holmes, Lestrade y Gregson hacían de nuevo, al igual que sabuesos, presa en él. Fue arrastrado hacia la habitación, donde se desarrolló una formidable lucha. Tanta era la fuerza y el empeño de nuestro enemigo que varias veces nos vimos frustrados en el intento de inmovilizarlo. Parecía poseído del empuje convulsivo de un hombre al que domina una crisis epiléptica. Cara y manos se hallaban terriblemente laceradas por el cristal de la ventana, mas la pérdida de sangre no le restaba un ápice de fuerza. Hasta que Lestrade consiguió asirlo de la corbata y hacer con ella torniquete, cortándole casi la respiración, no cesó en su resistencia; aun entonces sólo nos sentimos dueños del campo después de haberle atado de pies y manos. Tras ello volvimos a incorporarnos, sin aliento y jadeando.
—Abajo está su coche —dijo Sherlock Holmes—. Nos servirá para conducirlo a Scotland Yard. Y ahora, caballeros —prosiguió con una sonrisa complaciente—, puede decirse que hemos llegado ya al fondo de nuestro pequeño misterio. Háganme cuantas preguntas les ronden por la cabeza, sin temor de que vaya a dejar alguna pendiente.
1. En la gran llanura alcalina
En medio del gran continente norteamericano se extiende un desierto árido y tenebroso que durante muchos años obró de obstáculo al avance de la civilización. De Sierra Nevada a Nebraska, y del río Yellowstone en el Norte al Colorado en el Sur, reinan la desolación y el silencio. Los visajes con que aquí se expresa la Naturaleza son múltiples. Hay exaltadísimas montañas de cúpulas nevadas, y oscuros y tenebrosos valles. Existen ríos veloces que penetran como cuchillos en la ruinosa fábrica de una garganta o un cañón; y se dilatan también llanuras interminables, sepultadas en invierno bajo la nieve, y cubiertas en verano por el polvo gris del álcali salino. Todo ello, hasta lo más diverso, presidido por un mismo espíritu de esterilidad, tristeza y desabrimiento.
La tierra maldita está deshabitada. De cuando en cuando se aventuran en ella, en peregrinación hacia nuevos cazaderos, algunas partidas de pawnees o piesnegros, mas no existe uno solo, ni el más bravo o arrojado, que no sienta afán por dejar a sus espaldas la llanura imponente y acogerse otra vez al refugio de las praderas. El coyote acecha entre los matorrales, el busardo quiebra el aire con su vuelo pesado y el lento oso gris merodea sordamente por los barrancos, en busca del poco sustento que aquellos pedregales puedan dispensarle. No pueblan otras criaturas el vasto desierto.
Es cosa cierta que ningún panorama del mundo aventaja en lo tétrico al que se divisa desde la vertiente norte de Sierra Blanco. Hasta donde alcanza el ojo se extiende la tierra llana, salpicada de manchas alcalinas e interrumpida a trechos por espesuras de chaparros enanos. Cierran la raya extrema del firmamento los picos nevados y agudos de una larga cadena de montañas. De este paisaje interminable está ausente la vida o cuanto pueda evocarla. No se columbra una sola ave en el cielo, duro y azul, no estremece la tierra gris y yerta ningún movimiento, y, sobre todo, el silencio es absoluto. Por mucho que se afine el oído, no se aprecia siquiera una sombra de ruido en la soledad inmensa; nada sino silencio, completo y sobrecogedor silencio.
Hemos dicho que es absoluta la ausencia de vida en la vasta planicie. Un pequeño detalle lo desmiente. Mirando hacia abajo desde Sierra Blanco se distingue un camino que cruza el desierto y, ondulante, se pierde en la línea remota del horizonte. Está surcado de ruedas de carros y lo han medido las botas de innumerables aventureros. Aquí y allá refulgen al sol, inmaculados sobre el turbio sedimento de álcali, unos relieves blancos. ¿Qué son? ¡Son huesos! Grandes y de textura grosera unos, más delicados y menudos los otros. Pertenecieron los primeros a algún buey, a seres humanos éstos... A lo largo de mil quinientas millas puede seguirse el rastro de la mortífera ruta por los restos dispersos que a su vera han ido dejando quienes sucumbían antes de llegar al final del camino.
Tal