Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
y la firme expresión que distingue al caudillo. Estaba leyendo un volumen de lomo oscuro que dejó a un lado a la llegada del gentío. Tras escuchar atentamente la relación de lo acontecido, se dirigió a los dos malaventurados.
—Si hemos de recogeros entre nosotros —dijo solemnemente—, será sólo a condición de que abracéis nuestro credo. No queremos lobos en el rebaño. ¡Pluga a Dios mil veces que blanqueen vuestros huesos en el desierto, antes de que seáis la manzana podrida que con el tiempo contamina a las restantes! ¿Aceptáis los términos del acuerdo?
—No hay términos que ahora puedan parecerme malos —repuso Ferrier con tal énfasis que los solemnes Ancianos no acertaron a reprimir una sonrisa. Sólo el caudillo perseveró en su terca y formidable seriedad.
—Hermano Stangerson —dijo—, hazte cargo de este hombre y de la niña, y dales comida y bebida. A ti confío la tarea de instruirles en nuestra fe. ¡Demasiado larga ha sido ya la pausa! ¡Adelante! ¡Adelante hacia Sión!
—¡Adelante hacia Sión! —bramó la muchedumbre de mormones, y el grito corrió de boca en boca a lo largo de la caravana, hasta perderse, como un murmullo, en la distancia remota. Entre estallidos de látigos y crujir de ruedas reanudaron la marcha las pesadas carretas, volviendo a serpentear al pronto en el desierto la comitiva enorme. El anciano bajo cuya tutela habían sido puestos los recién hallados, condujo a éstos a su carruaje, y allí les dio el prometido sustento.
—Aquí permaneceréis —les dijo—. A no mucho tardar os habréis recuperado de vuestras fatigas. Recordad, mientras tanto, que compartís nuestra fe, y la compartís para siempre. Lo ha dicho Brigham Young, y lo ha dicho con la voz de Joseph Smith, cuya voz es también la voz de Dios.
2. La flor de Utah
No es éste lugar a propósito para rememorar las privaciones y fatigas experimentadas por el pueblo emigrante antes de su definitiva llegada a puerto. Desde las orillas del Mississippi, hasta las estribaciones occidentales de las Montañas Rocosas, consiguió abrirse camino con pertinacia sin parangón apenas en la historia. Ni el hombre salvaje ni la bestia asesina, ni el hambre, ni la sed, ni el cansancio, ni la enfermedad, ninguno de los obstáculos en fin que plugo a la Naturaleza atravesar en la difícil marcha, fueron bastantes a vencer la tenacidad de aquellos pechos anglosajones. Sin embargo, la longitud del viaje y su cúmulo de horrores habían acabado por conmover hasta los corazones más firmes. Todos, sin excepción, cayeron de hinojos en reverente acción de gracias a Dios cuando, llegados al vasto valle de Utah, que se extendía a sus pies bajo el claro sol, supieron por los labios de su caudillo que no era otra la tierra de promisión, y que aquel suelo virgen les pertenecía ya para siempre.
Pronto demostró Young ser un hábil administrador, amén de jefe enérgico. Fueron aprestados mapas y planos en previsión de la ciudad futura de los mormones. Se procedió, según la categoría de cada destinatario, al reparto y adjudicación de las tierras circundantes. El artesano volvió a blandir su herramienta, y el comerciante a comprar y a vender. En la ciudad surgían calles y plazas como por arte de encantamiento. En el campo, se abrieron surcos para las acequias, fueron levantadas cercas y vallas, se limpió la maleza y se voleó la semilla, de modo que, al verano siguiente, ya cubría la tierra el oro del recién granado trigo. No había cosa que no prosperase en aquella extraña colonia. Sobre todo lo demás, sin embargo, creció el templo erigido por los fieles en el centro de la ciudad. Desde el alba a los últimos arreboles del día, el seco ruido del martillo y el chirriar asmático de la sierra imperaban en torno al monumento con que el pueblo peregrino rendía homenaje a Quien le había guiado salvo a través de tantos peligros.
Los dos vagabundos, John Perrier y la pequeña, su hija adoptiva y compañera de infortunio, hicieron junto a los demás el largo camino. No fue éste trabajoso para la joven Lucy Ferrier que, recogida en la carreta de Stangerson, partió vivienda y comida con las tres esposas del mormón y su hijo, un obstinado e impetuoso muchacho de doce años. Habiéndose repuesto de la conmoción causada por la muerte de su madre, conquistó fácilmente el afecto de las tres mujeres (con esa presteza de la que sólo es capaz la infancia) y se hizo a su nueva vida trashumante. En tanto, el recobrado Ferrier ganaba fama de guía útil e infatigable cazador. Tan presto conquistó para sí la admiración de sus nuevos compañeros que, al dar éstos por acabada la aventura, recibió sin un solo reparo o voto en contra una porción de tierra no menor ni menos fecunda que las de otros colonos, con las únicas excepciones de Young y los cuatro ancianos principales, Stangerson, Kemball, Johnston y Drebber.
En la hacienda así adquirida levantó John Ferrier una sólida casa de troncos, ampliada y recompuesta infinitas veces en los años subsiguientes, hasta alcanzar al fin envergadura considerable. Era hombre con los pies afirmados en tierra, inteligente en los negocios y hábil con las manos, amén de recio, lo bastante para aplicarse sin descanso al cultivo y mejora de sus campos. Crecieron así su granja y posesiones desmesuradamente. A los tres años había sobrepujado a sus vecinos, a los seis se contaba entre el número de los acomodados, a los nueve de los pudientes, y a los doce no pasaban de cinco o seis quienes pudieran comparársele en riqueza. Desde el gran mar interior hasta las montañas de Wahsatch, el nombre de John Ferrier descollaba sobre todos los demás.
Sólo en un concepto ofendía este hombre la susceptibilidad de sus correligionarios. Nadie fue parte a convencerle para que fundara un harén al modo de otros mormones. Sin dar razones de su determinación, porfió en ella con firmeza inconmovible. Unos le acusaron de tibieza en la práctica de la religión recientemente adquirida; otros, de avaricia y espíritu mezquinamente ahorrativo. Llegó incluso a hablarse de un amor temprano, una muchacha de blondos cabellos muerta de nostalgia en las costas del Atlántico. El caso es que, por la causa que fuere, Ferrier permaneció estrictamente célibe. En todo lo demás siguió el credo de la joven comunidad, ganando fama de hombre ortodoxo y de recta conducta.
Junto al padre adoptivo, entre las cuatro paredes de la casa de troncos, y aplicada a la dura brega diaria, se crió Lucy Ferrier. El fino aire de las montañas y el aroma balsámico del pino cumplieron las veces de madre y niñera. Según transcurrían los años la niña se hizo más alta y fuerte, adquiriendo las mejillas color y el paso cadencia elástica. No pocos sentían revivir en sí antiguos hervores cada vez que, desde el tramo de camino que sesgaba la finca de Ferrier, veían a la muchacha afanarse, joven y ligera, en los campos de trigo, o gobernar el cimarrón de su padre con una destreza digna en verdad de un auténtico hijo del Oeste. De esta manera se hizo flor el capullo, y el mismo año que ganaba Ferrier preeminencia entre los granjeros del lugar, se cumplía en su hija el más acabado ejemplo de belleza americana que encontrarse pudiera en la vertiente toda del Pacífico.
No fue el padre, sin embargo, el primero en advertir que la niña de antes era ya mujer. Rara vez ocurre tal. Esa transformación es harto sutil y lenta para que quepa situarla en un instante preciso. Más ajena todavía al cambio permanece la doncella misma, quien sólo al tono de una voz o al contacto de una mano, súbitas chispas iniciadoras de un fuego desconocido, descubre con orgullo y miedo a la vez la nueva y poderosa facultad que en ella ha nacido a la vida. Pocas mujeres han olvidado de hecho el día preciso y el exacto incidente por el que viene a ser conocido ese albor de una existencia nueva. En el caso de Lucy Ferrier la ocasión fue memorable de por sí, aparte el alcance que después tendría en su propio destino y en el de los demás.
Era una calurosa mañana de junio, y los Santos del último Día se afanaban en su cotidiana tarea al igual que un enjambre de abejas, cuyo fanal habían escogido por emblema y símbolo de la comunidad. De los campos y de las calles ascendía el sordo rumor del trabajo incesante. A lo largo de las carreteras polvorientas, avanzaban filas de mulas con pesadas cargas, en dirección todas al Oeste, ya que había estallado la fiebre del oro en California y la ruta continental tenía estación en la ciudad de los Elegidos. También se veían rebaños de vacas y ovejas, procedentes de pastos remotos, y partidas de fatigados emigrantes, no menos maltrechos que sus caballerías tras el viaje inacabable. En medio de aquella abigarrada muchedumbre, hilaba su camino con destreza de amazona Lucy Ferrier, arrebatado el rostro por el ejercicio físico y suelta al viento la larga cabellera castaña. Venía a la ciudad para dar cumplimiento a cierto encargo de su padre,