Los novios. Alessandro Manzoni

Los novios - Alessandro Manzoni


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con licencia de ellos le metió en la cocina, le dio de almorzar, y le mandó que fuese a Pescarénico y se presentase al padre Cristóbal, el cual le daría un recado, y añadió:

      —El padre fray Cristóbal, ¿sabes?, aquel viejo del semblante hermoso con la barba blanca, que llaman el santo.

      —Ya sé quién es —contestó Mingo—, el que siempre hace fiestas a los niños, y de cuando en cuando les da aleluyas.

      —El mismo; y si ce dice que te aguardes allí cerca del convento, no te desvíes; mira no vayas con los demás muchachos al lago a tirar chinitas al agua, ni a ver pescar, ni a enredar con las redes puestas a secar, ni...

      —Vaya, tía, que ya no soy can niño.

      —Bien, haz la diligencia con juicio, y cuando vuelvas con la res— puesta... ¿ves estas dos monedillas nuevas?, serán para ti.

      —Démelas usted ahora, que...

      —No, no, que las jugarás. Vece, pues, que como hagas bien la diligencia, ce daré otras.

      En el discurso de aquella larga mañana se advirtieron ciertas novedades que infundieron sospechas en el ánimo ya agitado de las dos mujeres. Un mendigo, ni macilento ni andrajoso como los demás, y con cierto semblante de mal agüero, entró a pedir limosna, mirando a hurtadillas por codas parces. Diéronle un pedazo de pan, que recibió con un «Dios se lo pague» mal expresado, deteniéndose luego en hacer mil preguntas impertinentes, a las cuales respondió Inés lacónicamente, y codo al contrario de la verdad. Al salir aparentó cerrar la puerca, y se meció por la de la escalera, espiando de una ojeada codos los rincones. Le gritaron que se equivocaba, y entonces tomó la puerca que le indicaron, disculpándose con una humildad afectada, que no correspondía a su severo y desagradable ceño.

      Dejáronse ver después otras figuras extrañas, que aunque no era fácil adivinar qué hombres fuesen, se podía asegurar que no eran los viajeros honrados que pretendían aparentar. Uno entraba con el pretexto de preguntar por el camino, otros, estando delante de la puerca, acortaban el paso mirando adentro por fin, como quien quiere ver sin excitar sospechas: como a cosa del mediodía concluyó semejante procesión. Levantábase de cuando en cuando Inés, atravesaba el patio, se asomaba a la puerta de la calle, miraba a derecha e izquierda y volvía diciendo: «no hay nadie»; expresión que profería con placer, y que con placer oía su hija, sin que ni la una ni la otra supiesen bien la causa; pero este accidente dejó tal confusión en su ánimo, con particularidad en el de Lucía, que las privó de una parce del valor que querían conservar por la noche.

      Aquí conviene que el lector sepa algo más con respecto a aquellos rondadores misteriosos; y para enterarle con exactitud, es preciso que volvamos atrás a buscar a don Rodrigo, que ayer dejamos solo después de comer en una sala de su palacio, habiendo salido fray Cristóbal.

      Don Rodrigo, como dijimos, o debimos decir, se quedó midiendo a pasos acelerados aquella sala, de cuyas paredes colgaban los retratos de su familia de varias generaciones. Cuando daba de hocicos en la pared, y se volvía, se hallaba al frente algún antepasado suyo, que había sido el espanto de los enemigos y de sus propios soldados, con torvo ceño, cabello erizado y largos bigotes. Pintado de cuerpo entero y armado de pies a cabeza, tenía el brazo derecho puesto en jarras, y la mano izquierda sobre el puño de la espada. Mirábale don Rodrigo, y cuando al llegar debajo del retrato, se volvía, se le presentaba otro antepasado suyo, magistrado, terror de los litigantes, sentado en un sillón de terciopelo encarnado y envuelto en una toga negra, y todo negro a excepción del cuello blanco con dos largas cintas, y un forro de martas (era el distintivo de los senadores, y como sólo le llevaban en invierno, no se hallaba retrato alguno de senador vestido de verano), amarillento, con las cejas fruncidas, y con un memorial en la mano, que parecía que decía: «veremos». Por un lado una matrona, terror de sus doncellas; por otro un abad, terror de sus monjes; en fin, gente toda que infundió terror, y que también le infundía retratada. A vista de semejantes memorias se aumentó su coraje, y se avergonzaba todavía más de que un fraile hubiese osado conminarle con la prosopopeya de un Nathan. Ya discurría cómo vengarse; ya desistía de su proyecto; ya pensaba cómo había de satisfacer a un tiempo su pasión y lo que llamaba su honor, y a veces (¡lo que son las cosas!) sonándole al oído aquel principio de profecía del capuchino, se estremecía momentáneamente, y casi estaba para abandonar sus caprichos. En fin, llamó a un criado, y le mandó que le disculpase con sus comensales, diciéndoles que estaba ocupado en un negocio urgente. Cuando volvió el criado a decirle que aquellos caballeros se habían marchado, dejando para él mil respetuosas expresiones, preguntó por el conde Atilio, sin dejar de pasear, a lo que contestó el criado, que el conde había salido con los demás.

      —¡Bien! —prosiguió—, seis personas de acompañamiento al instante para el paseo, la espada, la capa y el sombrero; volando.

      Salió el criado haciendo una reverencia, y al breve rato volvió con la rica espada que al momento se ciñó su amo, con la capa que se echó encima al desgaire, y con el sombrero guarnecido de plumas, que se encasquetó con una palmada, señal de que corría mal viento. Al salir encontró en la puerta a los seis bandoleros armados, los cuales, después de hacer ala y una reverencia, echaron a andar tras de él. Más orgulloso y más ceñudo que lo que acostumbraba, tomó el paseo hacia Lecco, quitándosele el sombrero e inclinándose hasta el suelo cuantos aldeanos encontraba en el camino, con la circunstancia de que el grosero que hubiese omitido este acto de urbanidad, hubiera salido bien librado si alguno de los bravos de la comitiva se hubiese contentado con echarle el sombrero al suelo de una manotada.

      A estos saludos no contestaba don Rodrigo. Saludábanle también las personas de clase más elevada, y a éstas correspondía con gravedad. Aquel día no sucedió que encontrase al gobernador español; pero cuando se verificaba, el saludo para completo y profundo por ambas partes, como entre dos potentados independientes, los cuales por conveniencias honran su respectiva dignidad. Para disipar el mal humor, y contraponer a la imagen del capuchino, que no se apartaba de su imaginación, otros rostros y otros actos muy diversos, entró aquel día en una casa en que se hallaba una brillante concurrencia, y en donde fue recibido con todas aquellas demostraciones de respeto y consideración con que se obsequia a los hombres que se hacen amar o temer mucho; y finalmente, entrada la noche, volvió a su palacio. Acababa de entrar el conde Atilio, y servida la cena, estuvo don Rodrigo bastante pensativo en la mesa y habló muy poco.

      Así que se levantaron los manteles y se fueron los criados , el conde con tono burlón dijo:

      —¿Y bien, primo, cuándo me pagas la apuesta?

      —Aún no ha pasado San Martín.

      —Lo mismo da que la pagues ahora, porque han de pasar todos los santos del almanaque antes que...

      —Esto es lo que está por ver.

      —Primo, estoy tan seguro de haber ganado la apuesta, que me dan ganas para hacer otra.

      —¿Y cuál es?

      —Que el padre... el padre... ¿Qué sé yo?... Aquel fraile me parece que te ha convertido.

      —Ésa es ocurrencia propiamente tuya.

      —Convertido, primo, sí, convertido. Yo me alegro. ¿Sabes tú que será cosa graciosa el verte compungido con los ojos bajos? ¡Y qué ufano estará el fraile! ¡Con qué orgullo habrá vuelto al convento! ¡Caramba! No son peces estos que se cogen todos los días, ni con todas las redes. No dudo que te cite como un ejemplo, y cuando vaya a hacer alguna misión algo lejos, hablará de ti. Me parece que le estoy oyendo.

      Y aquí hablando gangoso, y acompañando las palabras con gestos afectados, empezó diciendo en tono de sermón:

      —«En un país de este mundo que por ciertos respetos no nombro, vivía, y aún vive, amados oyentes míos, un caballero libertino más amigo de las mujeres que de los hombres de bien, el cual siguiendo el refrán de cuantas veo... puso los ojos...»

      —Basta, basta —interrumpió don Rodrigo sonriéndose—. Si quieres doblar la apuesta, estoy pronto.

      —¿Sobre qué?, ¿acaso has convertido tú al fraile?


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