Los novios. Alessandro Manzoni

Los novios - Alessandro Manzoni


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muy sencillas y ajenas de toda trama, las cuales se hubieran horrorizado sólo con pensar que podían ser capaces de sacrificar a una muchacha por miras de interés; pero de éstas, unas se ocupaban únicamente en sus negocios particulares, otras no advertían semejantes manejos, otras no conocían la gravedad del delito, otras se abstenían de discurrir sobre ello, y otras callaban por no dar escándalo inútilmente.

      Alguna había también que, acordándose de haber sido seducida del mismo modo para que hiciese una cosa de que se arrepintió, se lastimaba de aquella pobre inocente, y se desahogaba con hacer melancólicas caricias, estando muy lejos Gertrudis de sospechar que en aquéllas había un misterio. Entretanto, la trama iba adelante, y quizá hubiera continuado de la misma manera hasta el fin, si no hubiera habido más muchachas que Gertrudis en el convento. Pero entre sus compañeras de educación, algunas había destinadas a casarse. Gertrudis, criada en las ideas de superioridad, hablaba con énfasis de su futuro destino de abadesa, esto es, de princesa del convento; en una palabra, quería a toda costa ser objeto de envidia para las demás, y se admiraba y sentía que algunas no se la tuviesen ni poco ni mucho. A las imágenes majestuosas, pero limitadas y lánguidas, que puede suministrar la primacía en un convento, contraponían las otras las imágenes extensas y brillantes de esposo, de banquetes, de tertulias, de ciudades, de justas, de vestidos, de galas, de coches, etc. Estas imágenes produjeron en el cerebro de Gertrudis aquel movimiento y deseo que excitaría un canastillo de flores frescas colocadas en un rincón. Sus padres y sus maestros habían fomentado y aumentado en ella su vanidad natural, contrayéndola al claustro, pero en cuanto estimularon esta pasión ideas más análogas a su carácter, se entregó muy presto a ellas con ardor más vivo y más espontáneo. Para no ser menos que sus compañeras, o para ceder al mismo tiempo a sus nuevas inclinaciones, respondía que en resumidas cuentas nadie podía ponerle la toca sin su consentimiento; que ella también podía tener un marido, vivir en un palacio, y disfrutar de las diversiones del siglo mejor que todas ellas; que podía hacerlo siempre que quisiere, que quizá querría, y realmente la inquietaba el deseo. La idea de la necesidad de su consentimiento, que hasta entonces había estado como aletargada en su mente, se desenvolvió manifestándose en toda su fuerza. A cada instante la llamaba Gertrudis en su auxilio, para recrearse tranquilamente en la perspectiva de futuros placeres; pero detrás de esta idea venía siempre la de que era preciso negar aquel consentimiento al príncipe su padre, que ya contaba con él, o a lo menos lo aparentaba, y con esta idea el ánimo de la hija estaba muy lejos de tener aquella seguridad que ostentaban sus palabras. Comparábase entonces con sus compañeras, cuya suerte no era dudosa, y entonces experimentaba aquella envidia que pensó excitar en ellas. Envidiándolas las odiaba; a veces el odio se evaporaba en desaires, groserías y sarcasmos; otras le adormecía la conformidad de inclinaciones y esperanzas, y de aquí resultaba una aparente y lisonjera intimidad.

      Otra veces, queriendo gozar entretanto de alguna cosa real y presente, se saboreaba con las distinciones que le hacían, procurando herir el amor propio de las demás con tal superioridad; y otras, en fin, no pudiendo soportar en silencio sus temores y sus deseos, iba casi humillada a buscar a aquellas mismas compañeras, implorando de ellas benevolencia, valor y consejos. Entre estas deplorables alternativas de pequeña guerra consigo y con las otras, pasó Gertrudis la puericia, y entraba ya en aquella edad peligrosa, en la cual parece que se introduce en el ánimo una fuerza misteriosa, que excita, embellece y aviva todas las inclinaciones, todas las ideas, y a veces las transforma y las hace tomar un curso enteramente imprevisto. Lo que hasta aquí había lisonjeado más a Gertrudis en sus sueños de un estado futuro, había sido el fausto y la pompa exterior; y un cierto no sé qué de tierno y afectuoso, que al principio era como niebla imperceptible en su imaginación, empezó entonces a desenvolverse y a ocupar el primer lugar en su fantasía. Habíase formado allá en lo más recóndito de su mente una especie de brillante retiro, donde, apartándose de los objetos presentes, se acogía con frecuencia, y recorriendo confusas memorias de su infancia, de lo poco que pudo ver en sus primeros años, y de lo que había oído a sus compañeras, se fraguaba ciertos personajes ideales y a su manera. Con ellos conversaba, preguntaba y se respondía, daba órdenes y recibía obsequios. De cuando en cuando llegaban a turbar tan lisonjeras imágenes pensamientos de religión; pero la religión, según se la habían enseñado a la infeliz, lejos de proscribir el orgullo, lo santificaba, proponiéndole como un medio para ser feliz en la tierra. Despojada de esta manera de su esencia, ya no era la religión sino una ilusión como las demás. En los intervalos de esta ilusión que ocupaba el primer lugar y dominaba en la imaginación de Gertrudis, acosada la infeliz de oscuros temores, y agitada por una idea confusa de sus obligaciones, se figuraba que su repugnancia al claustro y la resistencia a sus mayores con respeto a la elección de estado, eran culpas, y se proponía en su interior expiarlas encerrándose voluntariamente en el convento. Era ley que ninguna joven pudiese recibirse en calidad de monja sin haberla examinado antes su vicario, u otro eclesiástico nombrado al intento, para que constase su vocación, y este examen no podía verificarse sino un año después de haber expuesto en un escrito en forma sus deseos. Aquellas monjas que habían admitido el triste encargo de hacer que Gertrudis se ligase para siempre con el menor conocimiento posible de lo que hacía, se aprovecharon de uno de aquellos instantes que acabamos de describir, para hacerle copiar y firmar semejante solicitud. Y para inducirla con más facilidad, no dejaron de decirle e insistir en lo que realmente era cierto; esto es, que aquélla por fin no era sino una mera formalidad, que no tenía efecto si no la acompañaban otros actos posteriores que dependían absolutamente de su albedrío.

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