Los novios. Alessandro Manzoni

Los novios - Alessandro Manzoni


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el buen hombre— es una monja; pero no una monja así como quiera, no porque sea abadesa o priora, pues al contrario, según dicen, es de las más jóvenes, sino porque es de la costilla de Adán, y sus abuelos eran grandes personajes que vinieron de España, de donde son los que nos mandan ahora. La llaman la señora para dar a entender que es una señorona, y en todo el país no la conocen por otro nombre, porque dicen que en este convento nunca ha habido una persona de tanta nobleza, y sus parientes de ahora allá en Milán pueden mucho, y son de los que siempre tienen razón, y todavía más en Monza; porque aunque el padre no vive aquí, es el más poderoso de todos; de forma que ella puede en el monasterio revolverlo todo de arriba abajo. También las gentes de fuera la respetan mucho, y como tome un empeño, se puede apostar a que se sale con la suya. Si ese buen padre que va allí consigue poner a ustedes en sus manos y ella las admite, estarán ustedes tan seguras como en un sagrario.

      Llegado el padre guardián a la puerta de la población, flanqueada en aquel tiempo por un torreón antiguo, y un trozo de castillo derribado, que quizá más de diez de mis lectores se acordarán haber visto casi entero, se paró volviendo la cabeza por ver si le seguían: entró después, y se dirigió al convento. Así que llegó, se paró de nuevo en el umbral, aguardando a las viajeras. Rogó al carretero que diese una vuelta por el convento a recoger la respuesta; quedó en ello el buen hombre, y se despidió de las dos mujeres, que le encargaron diese las más expresivas gracias al padre Cristóbal manifestándole su agradecimiento.

      Hizo el padre guardián que Inés y Lucía entrasen en el patio del monasterio, las encomendó a la demandadera, y entró solo a hacer la solicitud. Volvió al cabo de pocos minutos muy contento a decirlas que entrasen con él; y su presencia fue muy oportuna, porque la madre y la hija no sabían cómo librarse de las preguntas impertinentes de la demandadera. Atravesando otro segundo patio, las instruyó el padre guardián acerca del modo cómo debían conducirse con la señora.

      —Está bien dispuesta —dijo— en favor vuestro, y puede haceros muchísimo bien. Habladle con humildad y respeto; respondedle con sencillez a las preguntas que tuviere a bien haceros, y cuando no os pregunte, dejadme hablar a mí.

      Entraron en un cuarto bajo, de donde se pasaba al locutorio, y antes de entrar en él, dijo el padre en voz baja señalando la puerta: «aquí está», como para recordar a las dos mujeres las advertencias que acababa de hacerles. Lucía, que nunca había visto un convento, así que puso el pie en el locutorio, miró a todas partes, y no viendo persona alguna quedó como alelada. Advirtiendo que el padre se dirigía a un punto, y que Inés le seguía, volvió los ojos a aquel paraje, y vio un agujero cuadrado a manera de media ventana con dos rejas muy gruesas, distantes una de otra como cosa de un palmo, y detrás de ellas una monja en pie. Su aspecto representaba una mujer de unos veinticinco años, que podía llamarse hermosa; pero de una hermosura abatida y casi ajada. Ceñíale la cabeza un velo negro que caía a derecha e izquierda separado algún tanto de la cara. Debajo del velo, una toca de blanquísimo lienzo cubría hasta la mitad su frente, que era de distinta, mas no de inferior blancura, y bajaba rodeándole el rostro con menudos pliegues hasta dar vuelta por bajo de la barba, extendiéndose por el pecho lo suficiente para cubrir el escote de una túnica negra. Pefo aquella frente denotaba de cuando en cuando en sus arrugas cierta contracción dolorosa y entonces dos negrísimas cejas se acercaban entre sí con rápido movimiento.

      A veces sus ojos, también negrísimos, se fijaban imperiosamente como para escudriñar los pensamientos de la persona a quien se dirigían, y otras, se bajaban de pronto como para ocultar los suyos. En algunos instantes, un observador experimentado hubiera creído que solicitaban afecto, correspondencia, compasión, y otras, se hubiera figurado descubrir en ellos señales de un odio inveterado y reprimido, y aun ciertos indicios de ferocidad. Cuando estaban parados, porque ella no fijase la atención en cosa alguna, denotaban cierto desdén orgulloso, la preocupación de un sentimiento profundo, o tal vez el continuo torcedor de una pena más poderosa que los objetos que tenía delante. Aunque el contorno de su palidísimo rostro era delicado y fino, se advertía en sus mejillas cierto caimiento y flaqueza, resultado al parecer de una lenca extenuación. Los labios, aunque apenas teñidos de un levísimo color de rosa, sobresalían en la palidez del semblante, y sus movimientos, iguales a los de los ojos, eran vivos, prontos y llenos de una expresión misteriosa. El continente de su persona, alta y bien formada, desmerecía algún tanto por cierto descuido y abandono habitual, o chocaba por varios movimientos repentinos, irregulares, impropios, no sólo de una religiosa, sino de cualquiera mujer; y hasta en su modo de vestir se echaba de ver por una parte mucho estudio, y por otra no poco desaliño, lo que manifestaba una monja de un carácter original.

      Llevaba la túnica con afectación secular, y dejaba salir por entre la toca la extremidad de un negro rizo en la sien, que indicaba olvido, o acaso desprecio de la regla que prescribía tener siempre bien rapado el pelo, como quedaba en la ceremonia de la profesión.

      Nada de esto notaron las dos mujeres, que no sabían distinguir monja de monja; y el padre guardián, que no era la primera vez que veía a la señora, estaba ya acostumbrado, como otros muchos, a aquella irregularidad de su hábito y modales.

      Estaba entonces, como acabamos de decir, de pie cerca de la reja, apoyada lánguidamente en ella con la mano, cruzando por las aberturas sus candidísimos dedos, y con la cara inclinada para ver a los que entraban.

      —Madre reverenda e ilustre señora —dijo el padre guardián con la cabeza baja y una mano en el pecho—, ésta es la pobre joven, por quien no creo haber implorado en balde su protección, y ésta es su madre.

      Las dos no cesaban de hacer grandes reverencias, hasta que la señora, haciéndolas señas de que bastaba, se volvió al padre, diciendo:

      —Tengo mucha satisfacción en poder servir a nuestros buenos amigos los padres capuchinos; pero sírvase usted contarme por menor d caso de esca joven para ver mejor lo que podré hacer por ella.

      Lucía se puso colorada y bajó la cabeza.

      —Ha de saber usted, madre reverenda... —empezó a decir Inés.

      Pero el padre le cortó la palabra con una mirada, y contestó de esta manera:

      —A esta joven me la encomienda, como ya he dicho, uno de mis hermanos. Ha tenido que salir de oculto de su país, por librarse de graves peligros, y necesita por algún tiempo de un asilo en que pueda vivir sin que se sepa su paradero, y en donde nadie se atreva a venir a molestarla, aun cuando...

      —¿Y qué peligros son ésos? —interrumpió la señora—. Perdone usted, padre guardián: no me diga las cosas can enigmáticamente; ya sabe usted que las monjas somos curiosas, y deseamos saber las historias con codos sus pelos y señales.

      —Son peligros —contestó el guardián— que a los castos oídos de la reverenda madre deben indicarse apenas...

      —Cierto, cierto —dijo apresuradamente la monja poniéndose algún poco colorada.

      ¿Efecto acaso de rubor? El que hubiese visto la rápida expresión de despecho que acompañó a aquella alteración, cal vez lo hubiera dudado, y mucho más, comparándole con el que de cuando en cuando coloreaba la cara de Lucía.

      —Bastará decir —prosiguió el guardián— que un caballero prepotente... No todos los grandes de este mundo emplean los bienes que Dios les ha concedido en honra y gloria suya y en utilidad del prójimo, como lo hace la señora... Un caballero prepotente, después de haber perseguido largo tiempo a esta infeliz, para seducirla, viendo por último que todo era inútil, tuvo valor de perseguirla abiertamente por medios violentos, de manera que la pobre se ha visto precisada a huir de su casa.

      —Acércate, niña —dijo la señora a Lucía, haciéndola señas con el dedo—. Sé que el padre guardián es la boca de la verdad; pero nadie mejor que tú puede estar al corriente de este negocio. Tú, pues, debes ahora decirnos si efectivamente aquel caballero era para ti un perseguidor odioso.

      En cuanto a acercarse, obedeció Lucía inmediatamente; mas por lo que toca a responder, ya era otra cosa. Una pregunta de aquella naturaleza la hubiera puesto en confusión, aun cuando se la hubiera hecho una persona igual a ella; pero


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