Los novios. Alessandro Manzoni

Los novios - Alessandro Manzoni


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menor del muchacho lo que pasaba.

      —Con efecto —le dijo—, vete delante; y vámonos con él —dijo a las muJeres.

      Y los cuatro volvieron atrás. Tomando aprisa hacia la iglesia, atravesaron su plazuela, donde por fortuna no había aún alma viviente; entraron en una callejuela que atravesaba entre la iglesia y la casa de don Abundo, se metieron por el primer atajo, y siguieron su camino por medio de los campos.

      No habían andado cincuenta pasos cuando empezó a acudir gente, aumentándose por momentos; mirábanse unos a otros; cada uno tenía cien preguntas que hacer, y ninguna respuesta que dar. Los que llegaron primero, corrieron a la puerta de la iglesia, y la encontraron cerrada; se dirigieron entonces al campanario, y uno de ellos acercó la boca a una especie de tronera, diciendo:

      —¿Qué diablos hay?

      Cuando Ambrosio oyó voz conocida, soltó la cuerda de la campana, y notando por el murmullo que se había juntado mucha gente:

      —Voy a abrir —contestó.

      Púsose de cualquier manera los calzones, que hasta entonces había tenido debajo del brazo, y por la parte de adentro abrió la puerta de la iglesia.

      —¿Qué alboroto es éste? —preguntaron muchos—; ¿qué hay?, ¿qué ha sucedido?

      —¿Cómo qué hay?—dijo Ambrosio teniendo con una mano una hoja de la puerta, y sosteniéndose con la otra los calzones—. ¿Cómo?, ¿no lo saben ustedes? Hay gente en casa del señor cura. ¡Ánimo, muchachos, a ellos!

      Todos se dirigieron entonces a casa de don Abundo: miran, se acercan en tropel, vuelven a mirar, aplican el oído, y no hallan novedad alguna . Otros van a la puerta de la calle, y la encuentran cerrada y atrancada; miran arriba, y no ven ventana alguna abierta ni oyen el menor ruido.

      —¡Hola! ¿Quién está ahí dentro? —gritan—; ¡señor cura!, ¡señor cura!

      Don Abundo que, vista la fuga de los invasores, se había retirado de la ventana, y acababa de cerrarla, estaba en aquel momento batallando en voz baja con Perpetua por haberle dejado solo en aquel peligro; cuando oyó que el pueblo le llamaba, tuvo que asomarse de nuevo a la ventana; y viendo tanta concurrencia, se arrepintió de haberla provocado.

      Mil voces a la vez gritaban diciendo:

      —¿Qué ha sido? ¿Qué le han hecho a usted? ¿Adónde están? ¿Quiénes son?

      —Ya no hay nadie: os doy las gracias; volveos a vuestras casas. Ya no hay nada: gracias, hijos, gracias por vuestra atención.

      Aquí empezaron algunos a refunfuñar, otros a burlarse, otros a votar, otros a encogerse de hombros, y ya todos se marchaban, cuando llegó uno tan agitado, que apenas podía echar el aliento. Vivía éste casi en frente de la casa de Inés, y habiéndose asomado a la ventana al oír el ruido, había visto en el corral aquella confusión de los bravos cuando el Canoso trabajaba para reunirlos. Recobrando el aliento, gritó:

      —¿Qué hacéis aquí, muchachos? El diablo no está en este sitio sino al último de la calle, en casa de Inés Mondella. Hay gente armada dentro; parece que quieren matar a un peregrino. ¿Quién sabe qué diablos hay allí?

      —¿Qué dices?, ¿qué es eso? —preguntan algunos.

      Y principia una consulta tumultuosa.

      —Conviene ir, es necesario ver. ¿Cuántos somos? ¿Cuántos son ellos? ¿Cuántos son?... ¿El cónsul? ¿Dónde está el cónsul?

      —Aquí estoy—contesta el cónsul en medio de la turba—, aquí estoy: es preciso que me ayudéis, y sobre todo que me obedezcáis. Pronto, ¿adónde está el sacristán? ¡La campana!, ¡la campana! Que uno vaya corriendo a Lecco para pedir auxilio. Venid aquí todos.

      Unos se presentaron; otros, deslizándose entre la muchedumbre, tomaron soleta. El alboroto era grande, cuando llegó otro que los había visto huir, y también él a su vez gritaba:

      —Corred, muchachos; son ladrones o bandoleros que huyeron con un peregrino. Ya están fuera del pueblo, ¡a ellos!, ¡a ellos!

      A este aviso, sin aguardar más orden, echan a andar todos de tropel hacia la salida del pueblo, y a medida que el ejército se adelanta, muchos de la vanguardia acortan el paso y se van quedando atrás, o se confunden con los del centro. Los últimos avanzan, y por fin llega el enjambre confuso al paraje indicado. Recientes y claras estaban las señales de la invasión; las puertas abiertas, los cerrojos arrancados; pero los invasores habían desaparecido. Entra la turba en el corral, llega a la puerta del piso bajo, y la halla también desquiciada. Unos llaman a Inés, otros a Lucía, y otros al peregrino. «Sin duda Esteban lo habrá soñado dicen algunos. —No por cierto, responden otros, que los vieron también Carlos y Andrés.» Vuelven a llamar al peregrino, a Inés y a Lucía; y como nadie responde, se persuaden de que se las han llevado. Hubo entonces varios que levantando la voz, propusieron que se siguiese a los ladrones diciendo que era una iniquidad, y sería una deshonra para el lugar si cualquier bribón pudiese impunemente llevarse las mujeres, lo mismo que el milano se lleva los pollos en una era descuidada. Aquí hubo nueva consulta, y más tumultuosa; pero uno, que nunca se supo quién fue, esparció la voz de que Inés y Lucía se habían puesto a salvo en otra casa. Difundióse rápidamente la especie, y como adquiriese crédito, ya nadie volvió a hablar de perseguir a los fugitivos; con lo que se diseminó la turba, retirándose cada uno a su casa. Por todas partes se oía bullicio, llamar y abrir las puertas, parecer y desaparecer luces, mujeres a las ventanas preguntando, y gentes respondiendo desde las calles. Vueltas éstas a su antigua soledad, continuaron las conversaciones en las casas y murieron entre bostezos para empezar de nuevo al día siguiente; sin embargo, no hubo más hecho sino que aquella mañana, estando el cónsul en el campo, apoyado en su azadón, cavilando acerca de los acontecimientos de la noche anterior y discurriendo qué cosa en razón de sus atribuciones le tocaba hacer, vio venir hacia él dos hombres de gallarda presencia, ricamente puestos, aunque parecidos en lo demás a los que cinco días antes acometieron a don Abundo, cuando no fuesen los mismos; los cuales con menos ceremonia que entonces le intimaron que si deseaba morir de enfermedad, se guardase bien de dar parte al Podestá de lo ocurrido, de decir la verdad en el caso de que fuese preguntado y de tener habladurías y fomentarlas entre los aldeanos.

      Mucho tiempo caminaron aprisa y en silencio Lorenzo, Inés y Lucía, volviéndose ya uno, ya otro para ver si alguien los seguía, molestando a los tres la fatiga de la fuga, la incertidumbre en que se hallaban, el sentimiento del mal éxito de la empresa, y el temor confuso de un peligro aún no bien conocido. Afligíalos todavía más el toque contimio de la campana, que, disminuyéndose al paso que se alejaban, parecía más lúgubre y de peor agüero. Cesado por fin el campaneo, y hallándose nuestros fugitivos en paraje solitario y silencioso, acortaron el paso, y fue Inés la primera que, cobrando ánimo, rompió el silencio, preguntando a Lorenzo cómo había salido la cosa, y a Mingo, quién diablos eran los que había en su casa. Contó Lorenzo brevemente su historia; y vueltos luego los tres al muchacho, refirió éste circunstanciadamente el aviso del padre Cristóbal, y dio cuenta de lo que él mismo había visto y del riesgo que había corrido, lo que confirmaba demasiado aquel aviso. Comprendieron los oyentes más de lo que pudo decirles Mingo: estremeciéronse al oír aquella relación; se pararon un momento en medio del camino y se miraron unos a otros como espantados. Luego con unánime impulso acariciaron al muchacho, tanto para darle tácitamente las gracias por haber sido para ellos un ángel tutelar como para manifestarle la lástima que les causaba, y en cierto modo pedirle perdón de lo que por ellos había sufrido y del peligro en que se había visto.

      —Vuélvete, pues, a casa —le dijo Inés—, para que tus gentes no estén con cuidado.

      Y acordándose de la promesa de las dos monedas, le dio cuatro, añadiendo:

      —Vaya, pide a Dios que nos veamos presto.

      Lorenzo le dio también una berlinga, encargándole que nada dijese de la comisión del padre Cristóbal, y Lucía le acarició de nuevo, le saludó afectuosamente, y el muchacho enternecido se despidió de todos, tomando el camino de su


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