Los novios. Alessandro Manzoni

Los novios - Alessandro Manzoni


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y que impresas estáis en su mente como los objetos más familiares! ¡Adiós, torrentes cuyo curso estrepitoso le es tan conocido como el tono de voz de las personas de su familia! ¡Aldeas que blanqueáis esparcidas por esas pendientes como rebaños de ovejas, adiós! ¡Cuán triste es el trance del que criado entre vosotros tiene que abandonaros! En la imaginación del mismo que voluntariamente se aleja, halagado con la esperanza de próspera fortuna, pierden su atractivo en aquel instante los sueños de grandes riquezas; se admira de haber podido determinarse a partir, y al punto regresaría si no esperara volver presto poderoso. Cuando recorre los llanos, retrae la vista cansada al aspecto de aquella monótona extensión, y le parece pesada y sin movimiento la atmósfera. Se introduce con tristeza en las ciudades tumultuosas, y las casas pegadas a otras casas, y las calles que desembocan en otras calles, fatigan su respiración, y delante de los magníficos edificios que admira el extranjero, piensa con inquieto deseo en el campo de su país, y en la casita a que de largo tiempo atrás tiene echado el ojo para comprarla cuando vuelva rico a sus hogares.

      ¿Y qué será de aquel que ni con el deseo momentáneo pasó más allá de aquellas mismas montañas? ¿Y de aquel que a solas ellas redujo todos los proyectos de su futura suerte y a quien aleja una fuerza opresora? ¿Qué será de aquel que separado de sus más dulces, más queridos hábitos, y frustrado en sus esperanzas, deja aquellas montañas para ir en busca de extranjeros que nunca deseó conocer, no pudiendo, ni en conjetura, figurarse el momento de su vuelta? ¡Adiós, casa nativa, en donde con ocultas ansias aprendió el oído a distinguir de las pisadas comunes el ruido de unos pasos deseados con temor misterioso! ¡Adiós, casa todavía extraña, casa mirada tantas veces de paso y no sin rubor, en la que se complace la imaginación, suponiéndola la morada tranquila y perpetua de una futura esposa! ¡Adiós, iglesia en donde tantas veces entró el ánimo tranquilo a cantar las alabanzas del Señor, y en donde el suspiro secreto del corazón debía ser bendecido, y debía imponerse como obligación el amor después de santificado, adiós!

      De esta clase, si no precisamente los mismos, debían ser los pensamientos de Lucía, y poco diferentes los de los dos peregrinos, mientras el bote se iba acercando a la orilla derecha del Ada.

      CAPÍTULO IX

      El sacudimiento del bote al tocar la orilla sacó de su enajenación a Lucía, la cual, después de limpiarse de oculto las lágrimas, se levantó como si despertase; saltó en tierra Lorenzo el primero, y dio la mano a Inés, quien, después de salir, se la dio a su hija, y los tres dieron con tristeza las gracias al barquero.

      —No hay de qué: todos estamos en el mundo para ayudarnos unos a otros —respondió el buen hombre, retirando la mano con desdén, como si se le hubiese propuesto un robo, cuando Lorenzo quiso entregarle una parte de los cuartejos que tenía y que llevó consigo aquella noche para hacer una demostración a don Abundo después de que, aun mal de su grado, le hubiese servido.

      Ya estaba pronto el carruaje: saludó el carretero a los tres viajantes, los ayudó a subir, arreó la bestia, dio un latigazo y tomó el camino.

      Aquí no describe nuestro autor este viaje nocturno, y no sólo calla el nombre del pueblo a que se dirigió la pequeña caravana, sino que manifiesta expresamente que no quiere nombrarle. Por el progreso de la historia se saca el motivo de su silencio. Las aventuras de Lucía en aquel país están enlazadas con una trama escandalosa de cierta persona perteneciente a una familia, según parece, rica y poderosa en el tiempo en que el autor escribía.

      Sin embargo, para dar cuenta de la conducta reprensible de la misma persona con respecto a Lucía, he tenido que referir en compendio su vida, y en ella la familia hace el papel que verá más adelante el que siga leyendo. Ésta es la causa de la circunspección del historiador; sin embargo, como aun a los hombres más advertidos suele a veces hacerles traición la memoria, él mismo, sin echarlo de ver, nos ha puesto en camino para descubrir lo que quiso ocultar con tanto empeño. En una parte de la relación, que nosotros omitiremos como no necesaria para la integridad de la historia, se le escapa decir que aquel pueblo era una villa noble y antigua, a la cual sólo faltaba el título de ciudad para serlo; añade luego inadvertidamente en otro paraje, que pasa por ella el río Lambro, y además que tiene un arcipreste. Con estos indicios no hay en toda Europa un hombre medianamente instruido que no conozca que aquel pueblo es Monza.

      Poco después de salir el sol, llegaron nuestros viajeros a Monza. Paró el carretero en un mesón y como práctico del país y conocido del mesonero, hizo disponer un cuarto para los nuevos huéspedes, y los acompañó a él. Después de darle Lorenzo las gracias, trató de recompensarle; pero aquél, lo mismo que el barquero, se negó a recibir recompensa alguna. Contando con la del cielo, retiró la mano, y como huyendo, marchó a cuidar de su bestia.

      Después de una primera noche como la que hemos descrito y del resto de ella, como cualquiera puede figurarse, pasada en gran parte con pensamientos tristes, con temor continuo de algún acontecimiento desagradable en el silencio y oscuridad, y entre el violento traqueteo del incómodo carruaje, que sacudía a los viajeros en el momento en que empezaba a vencerlos el sueño, a la inclemencia de un fresco más que otoñal, les supo bien descansar en el banco de una pieza medianamente resguardada del aire. Aquí comieron alguna cosa correspondiente a la penuria de los tiempos, a los escasos medios en proporción de las urgentes necesidades, a un porvenir incierto y al poco apetito.

      Acordáronse todos sucesivamente del banquete que dos días antes esperaban tener, y cada uno a su vez dio un profundo suspiro. Lorenzo hubiera querido detenerse a lo menos todo aquel día, ver a las dos mujeres acomodadas, y asistirlas en aquellas primeras diligencias; pero el padre Cristóbal había encargado a las dos que le enviasen inmediatamente a su destino; alegaron de consiguiente dichas órdenes, con otras muchas razones, a saber, que la gente hablaría más de lo regular; que cuanto más tardase en irse, tanto mayor sería el sentimiento de todos al separarse, que podía volver presto a verlas, y en fin, tanto dijeron, que el joven determinó marcharse. Concertaron, pues, las cosas más por menor; Lucía no ocultó sus lágrimas; Lorenzo pudo apenas reprimir las suyas, y apretando las manos a Inés, dijo con voz ahogada: «¡Adiós!», y marchóse.

      Más empantanadas se hubieran hallado las dos mujeres, a no haber sido por aquel buen carretero que tenía orden de conducirlas al convento, dirigirlas y asistirlas en todo cuanto hubiesen necesitado. Guiadas por él se encaminaron, pues, al convento, que, como todos saben, dista de Monza un corto paseo. Llegados a la portería, el carretero tiró de la campanilla e hizo llamar al guardián, que no tardó en presentarse y recibir la carta.

      —¡Hola, fray Cristóbal! —dijo conociendo la letra.

      El tono de la voz y los movimientos de la cara indicaban claramente que pronunciaba el nombre de un grande amigo suyo.

      Es indudable que el padre Cristóbal en aquella carta recomendaría con mucho calor a las dos mujeres, y referiría circunstanciadamente su desgracia, porque el padre guardián daba de cuando en cuando muestras de sorpresa y de indignación, y levantando los ojos, miraba a las dos mujeres con expresión de lástima y de interés. Así que acabó de leer la carta, estuvo algún tiempo poco pensativo, y luego dijo para sí:

      —No hay sino la señora... como la señora tome sobre sí este empeño...

      Llamó luego a la madre algunos pasos aparte en el atrio del convento, le hizo algunas preguntas, a las que Inés satisfizo, y volviéndose después a Lucía, dijo a las dos:

      —Amigas mías, yo buscaré, y espero encontraros un asilo más que seguro y honesto, hasta que Dios disponga otra cosa mejor. ¿Queréis venir conmigo?

      Contestaron las dos respetuosamente que sí, y el padre continuó diciendo:

      —Vamos al convento de la señora; pero quedaos algunos pasos atrás, porque la gente se complace en murmurar de los religiosos, y quién sabe los cuentos que forjarían si viesen al padre guardián por la calle con una muchacha hermosa, quiero decir, con mujeres.

      Con esto marchó delante. Lucía se puso colorada, y el carretero se sonrió mirando a Inés, a quien también se le escapó una ligera sonrisa, y en cuanto estuvo el padre a cierta distancia, los tres echaron a


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