Introducción a la cultura japonesa. Hisayasu Nakagawa
particular, por la del siglo xviii. Cuando era adolescente, siempre había experimentado un deseo irrefrenable de conocer o comprender de qué manera los intelectuales franceses habían destinado su juventud a conseguir liberarse de las viejas prohibiciones tradicionales, ya fueran éstas de orden religioso o ideológico. Comencé por Voltaire, pero finalmente fue en Diderot sobre quien recayó la elección de mi tesis de doctorado. Los filósofos y los librepensadores conjugaban con mi estado de ánimo en aquella época y todavía hoy sigue siendo así.
Por un lado, he señalado el egocentrismo y, por el otro, la mirada deformada que cada nación sostiene sobre otra. ¿Cómo evitar estas dos trampas? En lo que a mí concierne, y habiendo sido educado en una familia muy liberal, nunca fui nacionalista, ni siquiera durante la guerra. A los veintisiete años, me marché por primera vez a Francia donde pasé dos años y algunos meses. Después, viví en Japón para proseguir con mis estudios y dedicarme a la enseñanza. Durante todos esos años, tuve muchas ocasiones de viajar o pasar temporadas en el extranjero, especialmente en París. En el transcurso de ese ir y venir entre Japón y Francia, y merced a mis estudios de los textos, poco a poco abandoné el casillero conceptual y sentimental del japonés corriente. Nunca más corrí el riesgo de dejarme engañar por los tópicos. Si, antes que todo, aplicaba este método a mi lectura de los escritores franceses, poco a poco empecé a darle la vuelta al espejo para observar del mismo modo mi propia civilización. Mi punto de vista reside, por lo tanto, en una posición intermedia que me permite, de un lado, observar Japón con distancia y, del otro, considerar a Francia sin recurrir a los tópicos. Percibo los dos países bajo un «doble enfoque» japonés-francés.
Todos los ensayos reunidos en este libro tratan sobre la cultura japonesa y fueron escritos en francés en Japón. Obedecen a un acercamiento bien particular, en el sentido de que Japón se muestra alumbrado por una fuente luminosa venida de Francia que completa y enriquece el alumbrado nipón. La originalidad de mi andadura –si cabe hablar de originalidad– tiene que comprenderse como la tentativa de una nueva lectura y explicación, bajo este «doble enfoque», de los fenómenos culturales japoneses. El lector francés, a quien me dirijo, quizá pueda abordar Japón como una civilización diferente de la suya y no sólo como un país de costumbres exóticas y extranjeras.
Finalmente, me gustaría señalar que el último y más extenso de estos ensayos, tiene su origen en una conferencia pronunciada en la Casa franco-japonesa el 6 de noviembre de 2000, en respuesta a la invitación del profesor François Jullien, y que todos los demás han salido a la luz, entre 1990 y 1994, gracias a la señora Judith Miller a modo de crónicas en la revista L’Âne, órgano de publicación del Campo freudiano. Agradezco a ambos el haberme permitido reunir hoy todos los textos en este opúsculo.
El mundo lleno y el mundo vacío
a su llegada a Londres, un francés encuentra las cosas bastante cambiadas, tanto en filosofía como en todo lo demás. Ha dejado el mundo lleno: lo encuentra vacío. «En París, se ve un universo compuesto de remolinos de materia sutil; en Londres, no se ve nada de todo esto», escribía un filósofo francés de la Ilustración, tomando partido por Newton. ¿Un filósofo de finales del siglo xx, cuando se embarca rumbo a Japón en un avión nipón, no escribirá exactamente la misma cosa cambiando todos los «Londres» por «Tokio» u «Osaka», y los «remolinos de materia sutil» por «remolinos de sujetos sutiles»?
En una ocasión en que tomé en el aeropuerto Charles de Gaulle un avión de la jal (Japan Airlines), cuando todos los pasajeros ya estaban ocupando sus asientos, una voz femenina anunció en francés: «A causa de una huelga de los controladores de Londres, vamos a retrasar el despegue. Les rogamos que tengan paciencia». Más adelante, la misma voz lanzó el mismo mensaje en inglés. Finalmente, otra voz femenina dio esta información en japonés, pero formulada en términos diferentes y precedida por una frase que no figuraba ni en el mensaje francés ni en el inglés. La frase es la siguiente: «Minasama (Señoras, Señoritas y Señores), otsukare no tokoro (dado que están cansados), makoto ni (realmente), moshiwake (excusas), gozaimasen (no hay)» que traducido quedaría en: «Es verdaderamente inexcusable anunciarles lo siguiente». Cierto, algunas personas podían estar cansadas antes del despegue, pero, por mal que le pese a la joven azafata japonesa, la mayoría de pasajeros no lo estaba, ni yo tampoco. Tras lo cual se sucedieron las informaciones dadas ya en francés y en inglés, de nuevo completadas, para terminar y con la misma voz dulce, con un Makoto ni moshiwake gozaimasen, «sinceras excusas».
Al querer traducir maquinalmente, palabra por palabra, el anuncio de la azafata japonesa, me veo en un apuro. ¿Quién presenta sus excusas y con tanta amabilidad se preocupa por nuestro hipotético cansancio? El preámbulo de la información en japonés no presenta sujeto del enunciado y la enunciadora no hace sino transmitir la atención de no se sabe quién. Se trata, podrían objetar, de la conciencia o de la responsabilidad colectiva del personal de las compañías aéreas internacionales, entre las cuales se halla la jal, y cuyos vuelos, como todos aquellos que salen del aeropuerto de Charles de Gaulle, se controlan desde la torre de control de Londres.
De acuerdo. Pero entonces, ¿por qué sólo la voz japonesa se identifica con la torre de control de Londres y no lo hacen la voz francesa ni la inglesa, aunque ambas se expresen en nombre de la misma jal? ¿De dónde viene, en el mundo de la «japonofonía», este acto de identificación con un sujeto no precisado? ¿Quién nos ampara y nos dedica su cuidado cuando subimos a un avión nipón? Dejando un mundo lleno de «remolinos de sujetos sutiles», de individuos cartesianos, uno ya se encuentra, a bordo de la jal, en otro mundo vacío de sujetos. Inmersos en este espacio vacío de sujetos y, sin embargo, lleno de buena voluntad, los japoneses se sienten inmediatamente como en casa, aliviados por volver a encontrar un ambiente familiar.
En París, la buena voluntad japonesa no existe. Por ejemplo, cuando era profesor en una universidad de París, de vez en cuando tenía que contactar con un responsable de secretaría. La secretaría de esta universidad es como una colmena, donde los despachos son independientes los unos de los otros. Cuando telefoneaba a ese señor, muchas veces no estaba. Siempre lo secundaba una secretaria, quien, cuando él se ausentaba, también se había ido. Para informarme de la hora de su regreso, telefoneaba a otras personas que siempre me respondían con un «No lo sé».
Lo contrario sucede en la universidad japonesa donde trabajo actualmente. La secretaría de la Facultad de letras está instalada en una sala espaciosa en la que trabajan una veintena de personas. Si alguien solicita información sobre el examen de entrada a la Facultad y la persona responsable ha salido, siempre habrá alguien, ya sea del departamento de personal, ya sea del departamento de administración, para responder en su lugar o, por lo menos, decir a qué hora será posible contactar con la persona en cuestión. La secretaría, pues, actuará como un animal unicelular con una sola voluntad, mientras que su homóloga en Francia se comporta como un agregado de varios animales dotados, cada uno de ellos, de una voluntad distinta. La diferencia entre estas dos secretarías se vuelve a encontrar en diversos niveles de ambas sociedades.
Esta organización unicelular japonesa, en la que cada parte responde a los estímulos exteriores y en nombre de la organización total, vela celosamente para conservar la igualdad de todas sus partes. Se puede reconocer en ellas, en definitiva, el igualitarismo y la democracia japonesa, donde reina la uniformidad. Todos los japoneses son muy sensibles a este clima uniformador y a su maravillosa capacidad de identificación; y están prestos para adaptarse a ello inmediatamente. Sin embargo, en semejante clima no se apreciará en demasía que un individuo afirme su independencia frente a la totalidad, la cual, en ocasiones, se mostrará hostil frente a quien se distingue.
Aun así, se puede leer en los periódicos japoneses el elogio de investigadores nipones que han obtenido excelentes resultados en el extranjero (en particular los premios Nobel) y leer cómo los periodistas hablan con orgullo de las conquistas japonesas. De hecho, y a pesar de ello, este fenómeno no hace sino traducir el fracaso japonés, puesto que estos investigadores no podían desarrollar su talento en una sociedad japonesa en la que el igualitarismo uniformador excluye toda forma de originalidad.
El filósofo francés de la Ilustración al que me he referido antes critica la cultura francesa y la opone a la cultura inglesa,