Introducción a la cultura japonesa. Hisayasu Nakagawa

Introducción a la cultura japonesa - Hisayasu Nakagawa


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para destacarla, esta característica, Augustin Berque señala que Alexis Rygaloff define el japonés, al igual por otra parte que el chino, como una lengua «lococéntrica».2

      Otros aspectos de la cultura japonesa confirman este lococentrismo: en particular, la manera de pensar y describir las cosas. Masao Maruyama, especialista en historia de las ideas políticas en Japón, consagró un artículo titulado «La capa arcaica de la conciencia histórica de los japoneses» al examen de este problema, iluminándolo desde otro ángulo. Este artículo sirve de introducción para una antología de fragmentos de libros de historia de Japón (Ideas históricas, Chikuma-shobo, 1972), desde el Kojiki (Crónica de las cosas antiguas) y el Nihonshoki (Crónica de Japón) –las obras más antiguas que se remontan a principios del siglo viii y tratan sobre la genealogía imperial– hasta los trabajos aparecidos a finales de la época Edo, inmediatamente antes de la modernización de Japón, ocurrida durante la era Meiji, a partir

      de 1868. Masao Maruyama retomó después este punto de vista en un nuevo artículo, «Prototipo, capa arcaica y base obstinada: mis aproximaciones acerca de la historia de las ideas japonesas», aparecido en Las formas escondidas de la cultura japonesa (Iwanami-shoten, Tokio, 1984).

      Lo que Maruyama llama «la capa arcaica de la conciencia histórica» tiene dos sentidos. En primer lugar, se trata de la conciencia histórica tal y como se revela en la descripción de la génesis mitológica de la raza japonesa en los dos libros mencionados; y, en segundo lugar, de la permanencia de esta misma forma de conciencia, a través de los siglos y a pesar de las peripecias de la historia hasta finales de la época Edo, como base obstinada de la interpretación de la historia en Japón.

      Maruyama examina de manera analítica y minuciosa cómo se explicaron los historiadores japoneses los acontecimientos históricos. Según la interpretación de los historiadores europeos, son los individuos quienes toman la iniciativa de intervenir en el curso de la historia. Embebidos de tradición judeocristiana, conciben esta intervención, por así decir, sobre el modelo de la acción de Elohim, del Dios que «creó el cielo y la tierra» y que dijo: «¡Haya luz!». Un acontecimiento es, pues, el resultado de una voluntad.

      Ahora bien, según el análisis de Maruyama, ningún hecho histórico en Japón se explica como el producto de voluntades individuales; la historia se interpreta, en principio, como si (a) todas las cosas se formaran por sí mismas, (b) sucesivamente y (c) con fuerza. Así las cosas, al historiador sólo le queda poner el acento sobre uno de entre esos tres factores de la fórmula precedente, a saber: sobre (a) (La formación espontánea de los acontecimientos), sobre (b) (La sucesión de los acontecimientos) o bien sobre (c) (La fuerza con la que los acontecimientos se forman espontáneamente). Cuando un historiador japonés se veía obligado a explicar la causa de un hecho histórico, siempre podía recurrir a esta fórmula. Por desgracia, el análisis de Maruyama sólo se extiende hasta finales de la época Edo.

      En todo caso, me gustaría señalar que esta base obstinada de la conciencia histórica en los japoneses persiste hasta el día de hoy; prueba de ello es la declaración de guerra a los países

      aliados, con Estados Unidos a la cabeza, que pronunció el emperador el 8 de diciembre de 1941. Empezaba con la siguiente frase: «Yo, emperador del gran imperio del Japón que todavía conserva los favores de la gracia del cielo y que vuelve a ocupar su puesto en el linaje imperial ininterrumpido después de mil generaciones, me dirijo a vosotros, mi pueblo, en verdad fiel y valiente: declaro, aquí, la guerra a los Estados Unidos de América y al Reino Unido».

      Hasta aquí, aparte de la introducción acaso excesivamente mítica, es el emperador en cuanto individuo quien declara la guerra. Sin embargo, lo que nos interesa es la razón por la cual el emperador promulga la orden. En efecto, en medio de esta declaración, el emperador proclama: «Desgraciadamente se ha llegado a un punto en que estalló la guerra contra los Estados Unidos de América y el Reino Unido por una necesidad que no podía ser de otra manera. ¿Era mi voluntad?».

      Uno encuentra siempre la misma noción clave: «la formación espontánea de un hecho histórico». En efecto, la expresión del emperador: «Por una necesidad que no podía ser de otra manera» es una expresión un poco elevada de la noción aclarada por Maruyama. Los franceses y los europeos interpretarán esta concepción de que «todas las cosas se forman sucesivamente y con fuerza» como el signo del fatalismo japonés.

      Sin embargo, y según Maruyama, este fatalismo tiene dos vertientes: la optimista y la pesimista. Los historiadores japoneses se servían de esta concepción haciendo hincapié, según su voluntad, en una o en otra. Lo que hay que ­resaltar aquí es que Maruyama pone de manifiesto el carácter de la «presencia» –nunc stans– de esta fuerza.

      Así, en la conciencia cotidiana de los ja­poneses, este nunc stans no se distingue nunca

      de la situación. En consecuencia, la expresión

      «la fuer­za del tiempo» era un sinónimo de «la gran fuerza en la tierra». La duración del tiempo es también absorbida en ese lugar mismo. Lo que está allí, y que lo domina todo, es esta fuerza del lugar.

      A finales del mes de abril, vi por casualidad en la televisión japonesa la entrevista a un escritor y traductor australiano, nacido en Estados Unidos, que había vivido más de diez años en Japón y que había traducido numerosas novelas japonesas modernas al inglés. El presentador le preguntaba: «En su opinión, ¿cuál es la característica distintiva de la lengua japonesa?». A lo que respondió: «Comparado con el inglés, el japonés es en ocasiones un tanto demasiado razonador». Y daba el siguiente ejemplo: en un cine de Japón anuncian: «Les rogamos que se abstengan de fumar porque de lo contrario molestarán a los que están a su lado». A su juicio, bastaría con la primera parte de la advertencia; la justificación resulta superflua y demasiado razonada.

      Ahora bien, la segunda parte del enunciado resulta necesaria en Japón. A falta de esta explicación, la responsabilidad de la prohibición recaería sobre quien la enunció. Añadiendo la segunda parte, el interlocutor persuade al público asistente de que no es su voluntad, pero sí la situación y su fuerza inevitable las que imponen la prohibición de fumar. Una vez más se percibe el lococentrismo.

      Todos aquellos a quienes interesa la cultura japonesa se ven obligados a reflexionar sobre el lococentrismo sea cual fuere la forma bajo la que aparezca. Así, los dos filósofos japoneses más representativos del siglo xx, Kitaro Nishida y Tetsuro Watsui, trabajaron sobre el problema del lugar. En el momento en que se aproximaron a la filosofía de Heidegger, en particular a Ser y tiempo, tomaron conciencia de la importancia de la condición opuesta al tiempo: el lugar, que es también otra condición sine qua non de la existencia humana. Si se muestran tan sensibles a esta noción de lugar, más o menos olvidada en la filosofía occidental del siglo xx, es, sin duda, debido a su profundo arraigo en la cultura de Japón, país lococéntrico.

      2. Alexis Rygaloff, «Existence, possession, présence», Cahiers de linguistique d’Asie Orientale, i, 1977.

      Sobre la división religiosa

      en japón, se puede ser a la vez budista y sin­toísta, lo que resulta chocante para quien está acostumbrado a religiones cuyo dogma esencial exige la unicidad de la fe. Este pertenecer a varias comunidades tiene, en primer lugar, su explicación histórica. Por ello me permitiré la evocación de algunos recuerdos.

      Todo empieza en Japón con el culto a los muertos. Desde Meiji (1868), la ley ordena incinerar todos los cadáveres en crematorios oficiales. Después se recuperan los restos y se depositan en una urna que más tarde se enterrará bajo una lápida sepulcral. Mi padre dijo tener la voluntad de repartir sus restos, enterrando la mitad en un panteón de Tokio, que había hecho construir su abuelo, y la otra mitad en Taketa, una ciudad de Kyushu, la isla más meridional del archipiélago, donde el gobierno de la época había asignado en 1594 una residencia a la familia.

      Esta extraña división se debía a la emigración de mi bisabuelo. Hasta 1871, y desde hacía trescientos años, mi familia había vivido en Taketa. Allí se encontraba el cementerio familiar, en el recinto


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