El ecosistema del silencio fértil. Eduardo Meana Laporte

El ecosistema del silencio fértil - Eduardo Meana Laporte


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      Caernaciendo.

      Volver al humus:

      Fondonutriente.

      Silenciamiento.

      Silencioscuro.

      Silencioabrigo.

      Silenciogesto.

      Raízcallada.

      Modocallado.

      ¡Mitierraoscura!

      Tierraplacenta.

      ¡Mitierracuna!

      Volver al humus:

      Sustanciaespesa.

      Sustanciapura.

      Raícespuras.

      Raízsegura.

      Raízinvisible.

      Raízsecreta.

      Miluzsecreta.

      Volver al humus:

      Volveracasa.

      Volveralalma.

      Almadeveras.

      Almasemilla.

      Cuidasemillas.

      Ensemillarme.

      Asemillarme.

      Volver al humus:

      Vidaescondida.

      Escondimiento.

      Ocultamiento.

      Esperaoculta.

      Ocultohumilde.

      Corajehumilde.

      Corajequieto.

      Volver al humus:

      Mitierrasabia.

      Eltiemposabio.

      Eltiempolargo.

      Eltiempolento.

      Allíyoviva.

      Allímencuentren.

      Asímencuentren”.

      Alguien me preguntó: cuando tú hablas de elegir el silencio, ¿te refieres a un modo de orar…? ¿elegir el silencio es elegir una forma de oración?

       No sólo me refiero al silencio como ámbito de la oración, porque el silencio es más que eso: el silencio es una dimensión de la existencia. Una dimensión de lo humano, un color de la existencia humana, que necesitamos recuperar. Pero para eso, es importante comprender cómo lo perdemos, por qué lo despreciamos…

       Y más aún, cómo necesitamos elegir, decidir, regenerar en nosotros esa dimensión dañada -como una ‘capa de ozono’ protectora que se va adelgazando por efecto de los gases de origen humano que la dañan, y por eso, su pérdida nos vuelve vulnerables a radiaciones mortales… el silencio amenazado y perdido nos hace morir de a poco.

       Pero a diferencia de esta comparación, si la capa de ozono está bien alta en la atmósfera, el silencio personal más bien es como una dimensión más profunda, la más honda, la que está en contacto con nuestra intimidad y, por eso, con nuestra identidad y su fuente sagrada. En este caso, entonces, la voluntad de recuperar el vivificante silencio dañado es una voluntad de profundo regreso a la propia esencia.

       Pero, ¿no es bien simple recuperar el silencio? ¿No basta con apagar los ruidos? ¿Por qué para ir al silencio hay que hacer todo un esfuerzo, un viaje de retorno, un trayecto sostenido por la voluntad?

       Bueno: Es que el viaje de regreso de cualquier extravío es tan largo y complejo como lo fue extraviarse.

      Y no será simple, rápido ni fácil, volver a ser receptivo, contemplativo, escuchador, fértil, ese estilo de vida que comenzó a funcionar con un ‘sistema operativo’, programado según la productividad y sus estímulos, los medios, las redes, la identidad que nos viene de afuera y con la que nos vamos midiendo.

       Basta con salir al silencio para captar a veces, cómo el ruido interior nos mantiene a la velocidad crucero de la exterioridad más superficial. Es que, si nos dejamos llevar por esa corriente de la presión cotidiana, formateando quiénes debemos ser para encajar en el mundo como exitosos o aspirantes a exitosos y adaptados, la existencia se vuelve banalizada, siempre apurada, ruidosa, masificada en su expresión, no reflexiva ni pensante, medida en números, reactiva superficialmente y no rumiante de lo que sucede.

       Habrá que hacer un camino; y eso supone una voluntad sostenida en el tiempo. Sí es cierto que la decisión de volver al silencio es un desvestirnos de ropas innecesarias. Sí: como el silencio habita en lo profundo del ser del hombre -como su tierra básica-, volver al silencio interior es un desmontar los artificios.

       Por eso, el camino del silencio humanizador es un camino de vuelta a la mejor naturalidad humana. Y, por ende, desarticula las poses, los slogans vacíos y repetidos, los relatos… En ese sentido, la decisión que se ejerce es un dejar atrás la vida palabrera: es un acto de voluntad que desarma la voluntad. Es un ‘ya dejar de hacer’, es un soltar, un desarmar. Porque el silencio, más que un objeto construible por uno mismo, es como un don. Un don interior, un don que nadie nos vende, un don que está allí para que nos expongamos a recibirlo, atravesando voluntariamente la capa de lo banal.

       Pensemos en la luminosidad del sol: Salir a la luz del sol es más un acto de abandono de lo que nos estructura en seguridades. Implica dejar un esquema concebido artificialmente como protección, pues se vuelve encierro si sólo nos quedamos dentro de él.

      Es como la experiencia del viento en la piel. Es necesario renunciar a la protección de los edificios, y preferir habitar con ventanas abiertas, o mejor, conocer la belleza áspera de los espacios abiertos y amigarse con las intemperies.

       Así también, elegir el silencio es en cierto modo un exponerse, un perder, un ‘creer-sin-verlo-aún’, que en esa intemperie hallaremos un refugio mucho más seguro y nuestro: un refugio que es nuestra interioridad, nuestra desnuda y simple interioridad.

       Por eso, el acto de voluntad hacia un silencio fértil sí que se ejerce. Es necesario decidirlo, en primer lugar, ante el ruido y el palabrerío invasivo, tóxicamente instalado en muchos ambientes culturales, y que se caracteriza por el invadirnos e impedirnos la mismidad.

       Y, en segundo lugar, tomando saludable distancia de lo que identificamos como nuestra zona de confort de slogans y palabras institucionalizadas seguras y automáticas: ese universo de mensajes con que a veces nos definimos, y con los que abandonamos el camino de las preguntas existenciales, pues parece que ya tenemos todo por fin claro, seguro, estático y para siempre bien respondido (acerca de Dios, de nosotros mismos, de los otros…).

       Y esto implicará abandonar estilos, rutinas que nos acostumbran a no pensar por nosotros mismos y automatizarnos en el decidir, masividades que nos eximen de autentificarnos, palabras estandarizadas que repetimos funcionalmente para encajar eficientemente en el mecanismo en que interactuamos.

       Elegir el silencio, pues es peregrinar por una soledad renaciente.

       Es dejar esa ciudad vieja atrás, nuestra Ur de Caldea personal: Es partir desde este “Ur de Caldea”, desde este pueblo original de Abrán, llamados a ir por un desierto que parece interminable, guiados por una voz aún misteriosa que nos dice que nuestro nombre es otro y más fecundo, mucho más fecundo, pero que sólo lo experimentaremos -sólo seremos, por fin, no Abrán sino el Abraham de Dios y del pueblo, si nos atrevemos a dejar atrás la ciudadela de la palabra banalizada y los canales de riego ya construidos y los jardines ya diseñados… y nos adentramos en el silencio de un desierto de puras promesas.

       Pero no es una ida al desierto en una ida puntual a ese desierto, no en visitas turísticas, sino en una decisión existencial. No creyendo que es posible vivir de lo viejo -de la palabrería funcional- y darnos el gustito de algo nuevo, de a ratos. Y menos pretender


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