Historia de España contada a las niñas. María Bastarós Hernández

Historia de España contada a las niñas - María Bastarós Hernández


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instaló en el hogar del Mejor Novio Posible. Desde entonces no se han separado y Cloe se siente cada vez más enamorada, pese a las reservas derivadas de un pasado de relaciones extremadamente cortas y francamente decepcionantes. La vida junto al Mejor Novio Posible, de momento, tiene el discurrir de un apacible río.

      En realidad, si se decidiera a formar una familia, no habría mejor candidato: el Mejor Novio Posible es inteligente y creativo, no le interesa convertir en dramas los pequeños conflictos de pareja (y sabe cómo resolverlos rápida y hasta tiernamente), no se da por vencido ante las adversidades (prueba de ello es el tiempo que ha tardado en conseguir que una editorial acepte su último libro, aquel que estaba terminando cuando conoció a Cloe) y probablemente es el hombre más alejado de la categoría «cabrón de mierda» que Cloe ha conocido en sus veintiocho años de vida. A lo mejor tener ese bebé no es una idea a desestimar tan rápidamente.

      Cloe se sienta en el sofá granate del salón y se arropa con la manta escocesa que usan para tapar las quemaduras de cigarrillo de la tapicería. Si se quedara embarazada, es altamente probable que el Mejor Novio Posible dejase por fin de fumar, como ella le ha sugerido decenas de veces. Y ella podría seguir trabajando, desde ese mismo sofá en el que está ahora, e incluso aprovechar el reposo —en caso de resultar necesario— para ­empezar a trabajar en su tesina, esa que el Mejor Novio Posible siempre le anima a comenzar. Porque el Mejor Novio Posible confía plenamente en sus capacidades, y ella en las de él, y puede que sea precisamente eso lo que los mantiene enamorados, esa especie de admiración no idealizada por el otro, esa seguridad de estar con alguien que los iguala, si no los supera, en talento y capacidades.

      Cloe mira las cajas de cartón que se suceden en el rellano y que contienen —por fin— el libro recién impreso del Mejor Novio Posible. Aunque han prometido abrirlas juntos por la noche, Cloe no puede resistir la tentación, embriagada por una especie de nostalgia sensiblera que ha empezado a apoderarse de ella a los pocos minutos de mear sobre el Predictor.

      Extrae uno de los libros y analiza minuciosamente la cubierta; es laminada, y la ilustración muestra un perro orinando sobre un busto de aspecto clásico, inspirado en los retratos de burgueses italianos de Bernini. Es una imagen que no guarda relación con el contenido del libro, que les ­encanta por su irreverencia hacia el academicismo artístico y que, pese a sus intenciones, huele más a travesurita esnob que a otra cosa.

      Cloe pasea por el recibidor con el libro entre las manos y la mirada perdida. Espontáneamente, se le ocurre lo bonito y original que sería colocar el libro en uno de esos marcos blancos con fondo de Ikea y disponerlo sobre la cabecera de la cuna del bebé. Un bebé al que llamarían mediante un nombre compuesto por una mezcla de los de ambos y que sacarían adelante pese a una enfermedad congénita y a un trastorno de hiperactividad infantil que encauzarían de forma positiva, apuntando al niño a clases de teatro o de contrabajo en lugar de atiborrarlo a Ritalin.

      Entra en el estudio y lo imagina pintado de blanco roto y decorado con cenefas de hiedras o medias lunas, con la cuna a un lado y el cambiador al otro, la luz entrando por la ventana y proyectando sombras con forma de zepelines y globos aerostáticos, gracias a las pegatinas de vinilo que dispondrían sobre el cristal para fomentar la exultante creatividad del futuro adulto en que al cabo de los años se convertiría el bebé. Un adulto que sería cirujano o músico de jazz o crítica de arte o ingeniera aeroespacial, que los haría sentirse orgullosos de haber traído tanto talento al mundo.

      Cloe extrae la foto de uno de los marcos que decoran su salón —donde aparece junto al Mejor Novio ­Posible sobre el capó de un coche en un pueblo perdido de ­Yucatán— e introduce en él uno de los libros. No cabe del todo, pero le permite hacerse una idea. Imagina cómo le contaría a Luna o a Bastian —los últimos nombres que le han venido a la cabeza tras tantear otros veinte o treinta— cómo se conocieron sus padres, mostrándole el libro de la cabecera y leyéndole fragmentos que Lily o Tobías acabarían sin duda memorizando para regocijo del Mejor Novio Posible. Los ojos de Alma o Polo abiertos en par de par, ávidos de una línea más de la obra de su admirado padre.

      Cloe acaricia la portada del libro y lo abre.

      Su nombre no aparece por ninguna parte.

      No figura entre los agradecimientos.

      El libro entero está dedicado a Hannah, la anterior pareja del Mejor Novio Posible, que vivió en aquella casa hasta pocos meses antes de que este y Cloe se conocieran.

      «Para Hannah; este libro es de los dos».

      Las manos de Cloe dejan escurrir el libro, que cae al suelo abierto por la página veintidós.

      El Predictor vibra con insistencia sobre el lavabo del baño.

      v

      Todo comienza cuando el niño solitario desciende las escaleras del tren de larga distancia parado en el andén número tres de la estación norte de la Ciudad. La sirena que anuncia su llegada le parece al niño el lamento de un animal marino asustado. El tren, una enorme ballena varada en mitad de un mundo áspero e inhóspito. La Ciudad, la superpoblada red de unos pescadores furtivos de dientes rotos y mirada estrábica.

      El niño solitario se llama Miguel y acaba de llegar de Beratón, un pueblecito aislado a los pies del ­Moncayo. Los escasos edificios que forman Beratón surgen de la tierra acosados por frondosos rebollos, chopos y carrascas. La telefonía no ha llegado al pueblo, exceptuando un pequeño aparato de ruleta instalado en la casa de la más anciana. Allí, las mujeres se arremolinan en torno al teléfono comunitario para recibir noticias de sus familiares, en su mayoría residentes en Zaragoza, Logroño y la capital soriana.

      Hay censadas veintiséis personas en el pueblo. De las veintiséis, solo ocho superan los setenta años, solo cuatro tienen menos de quince y solo una, el pequeño Miguel, es un varón. Es un pueblo condenado a una extinción tranquila, sin grandes aspavientos ni estertores de muerte llamativos. La vida en Beratón discurre discretamente e igual de discretamente se dirige a su inevitable final. A ninguna de las mujeres que habitan sus tierras parece preocuparle lo que suceda mañana, ocupadas como están con el trabajo de los campos y la ganadería lanar, su principal medio de subsistencia. Una vez cada diez días, un joven llega al pueblo conduciendo una furgoneta naranja cargada de productos ultramarinos y tabaco marca Gauloises, un vicio al que las mujeres de Beratón sucumben cada noche y que suelen acompañar de unos chatos de licor de hierbas que preparan ellas mismas. Bernardo les acerca también viejos ejemplares de Ajoblanco, Hermano Lobo y otras revistas compradas en el rastro que las mujeres devoran y a menudo se leen en voz alta durante sus reuniones.

      Los hombres abandonaron Beratón hace años. Los únicos partos recientes que ha conocido el pueblo —tres, para ser exactos— se deben a sendos escarceos de sus habitantes fértiles con los habitantes de villas cercanas. Estos encuentros son provocados por las mujeres de Beratón con el único objetivo de experimentar con su sensualidad y nunca con un propósito romántico. Al menos, eso dicen ellas. A día de hoy, todas afirman estar plenamente satisfechas con sus relaciones afectivas, que son exclusivamente femeninas y que, en ocasiones, se tornan físicas y grupales gracias al influjo de la luna y del licor de hierbas de la localidad.

      El último nacimiento, el del pequeño Miguel, despertó cierta incomodidad entre las ­habitantes del pueblo. La irrupción de aquel bebé con su colgajo parecía resucitar en ellas miedos y tensiones dormidos desde la marcha de los hombres a las localidades periféricas. Pero todo aquel recelo se esfumó muy pronto, sin hacer ruido, como suelen suceder estas cosas. El rosado recién nacido no tardó en ser aceptado por la comunidad y creció amparado por los atentos cuidados de aquellas mujeres de manos callosas y pies ennegrecidos.

      vi

      X es muy afortunada por tener una cara bonita y unas manos discretas, porque no es lo suficientemente profesional como para conservar un trabajo más de dos meses. Suele definirse como artista emergente pero, de momento, su obra no genera ni gran expectación ni, desde luego, beneficios económicos.

      Desde que empezó a sacarse las castañas del fuego, se ha empleado como dependienta en una tienda de cómics, de donde la echaron ante sus constantes comentarios


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