Historia de España contada a las niñas. María Bastarós Hernández

Historia de España contada a las niñas - María Bastarós Hernández


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que era bollera. Ja, ja. No, también me gustan los chicos. Aunque cada vez menos. ¿Qué? Yo qué sé si hay lesbianas en mi familia biológica, tía. ¿Te crees que es hereditario? ¿Como los ojos azules, que se saltan una generación? Venga ya. Bueno, lo del dedo amputado… Espera, me llaman. Échale un ojo mientras al maquillaje. Todo auténtico y de primera mano. Nah, los magos no dicen sus trucos, tía.

      xii

      xiii

      Sonia y Pablo están tomándose dos Coca-Colas —Sonia, una Coca-Cola Zero— en el patio interior de un concurrido centro comercial de la Ciudad. Es un rato tonto, de esos que a Pablo le gusta aprovechar para proponerle a Sonia algún plan de fin de semana. En unos minutos empezarán su jornada como policías nacionales.

      Pablo se palpa nerviosamente el bolsillo interior de la americana. Nunca encuentra el momento de sacar por fin el anillo de compromiso que lleva paseando por chaquetas y abrigos desde hace más de tres meses. Sonia siente su estómago como una enorme gruta vacía que se manifiesta a través de pequeños retortijones. Tal vez podría picar unas patatitas o un pincho de tortilla, pero en las últimas semanas ha engordado dos kilos y no quiere que el verano delate sus pequeños antojos: una tostadita aquí, un cucurucho de nata allá, una barrita de chocolate acullá… Suspira resignada, con la mirada perdida en el horizonte, y se ajusta el uniforme oficial del cuerpo de Policía con desidia, un gesto que Pablo interpreta erróneamente como aburrimiento.

      ¿Acaso Sonia ya no siente lo mismo? ¿Finalmente se ha dado cuenta de que su atracción por Pablo es más fruto de un cuidadoso trabajo emocional por parte de él que de una elección real y legítima por parte de ella? Tal vez haya llegado el momento de dar un paso adelante y de demostrar que es un hombre capaz de gestos intrépidos e inesperados, un amante con las ideas claras y una seguridad férrea a prueba de suspiros femeninos.

      Pablo introduce la mano en su bolsillo y tantea el anillo de dieciocho quilates de oro mate adquirido en El Corte Inglés gracias a la ayuda inestimable de una dependienta llamada Claudia. Se incorpora. Hinca la rodilla derecha en el suelo y abre la pequeña caja de interior aterciopelado. Sonia alza la mirada, pestañea, boquea como pez fuera del agua y, un instante después, grita aterrorizada. Con un estrépito de sillas, cristales y huesos astillados, SiempreHada_15 —nombre real, Carolina Hernández; treinta y siete kilos de peso; a dos meses y siete días de cumplir dieciséis años— impacta sobre la mesa ocupada por Pablo y Sonia tras haberse arrojado al vacío desde la azotea del edificio.

      xiv

      Habrá quien no lo crea, pero componer coronas de flores es una tarea complicada. A Miguel le gustaba, como le gustaban casi todos los ejercicios manuales. Podía pasarse largas horas engarzando margaritas, dientes de león y malas hierbas hasta conformar las gruesas trenzas que servían de base a las coronas. A este esqueleto, para que no perdiera rigidez, se le añadían un par de alambres finos que había que camuflar con más flores en el exterior.

      Ciertas mujeres recurrían a las coronas como una forma de disimular el terco olor a incienso de la pequeña iglesia de Beratón, en la que ya raras veces se celebraba el culto. Otras, sin embargo, se entregaban a aquel engalanamiento floral con la intención de loar a san Roque, patrón del pueblo, a quien susurraban sus rezos mientras recopilaban ramitas con las que hacer su labor.

      El virtuosismo alcanzado por Miguel era manifiestamente innecesario, pero él disfrutaba de lo lindo del proceso. Aquella tarde llevaba ya un par de horas enfrascado, tratando de lograr una variedad tonal que cubriera toda la gama de naranjas, cuando notó cómo el sueño se apoderaba de él en los escalones del altar. La pequeña lunita, como tantas otras veces, parpadeaba con parsimonia, haciendo su labor de sibila.

      Esta vez, la cierva albina no pisaba la acostumbrada alfombra boscosa de ramas y hojas. Eso era una novedad y, como toda novedad —y en especial, las oníricas— traía aparejadas implicaciones aún por descubrir. La cierva avanzaba, lenta y angustiosamente, por el pasillo que unía las bancadas de la iglesia y el altar. Su vientre latía, efervescente y excitado, como la corteza de un volcán en erupción. Desde el coxis al cuello, como una flecha que recién abandonara el arco, un relámpago recorría su espina dorsal. Miguel observaba a la cierva y la cierva lo observaba a él. Una espiral de fuego bailaba en sus pupilas plateadas.

      Antes de comenzar su danza habitual, dominado por un ánimo que Miguel nunca había advertido, el animal cae de costado y emite un último y lastimero grito que se apaga a bandazos, como la llama crepitante de una vela expuesta a una corriente de aire.

      Miguel se aproxima despacio a la cierva —a su cadáver, augura—. Con cuidado, asoma la cabeza por encima del lomo del animal. Y ve el milagro. Dos crías recién nacidas, con los ojos cerrados, pelonas aún, se afanan en encontrar los pezones de su madre, que las lame frenéticamente. Miguel se agacha, fascinado. Son dos amasijos de carne y huesos recién venidos al mundo, pero ya luchan por ponerse en pie. La cierva se concentra con dedicado esfuerzo en quitarles los restos de placenta de la piel casi transparente. Miguel los acaricia. Son suaves y están calientes; dentro de ellos bullen vidas nuevas. Miguel piensa que ha topado con un buen trozo de placenta entre las crías hasta que mira sus manos: están rojas. Por algún motivo, uno de los recién nacidos sangra. Miguel mira a la cierva y sus pupilas se dilatan. Ante sus ojos, la recién estrenada madre devora a las crías con fruición, el hocico cubierto de la sangre y las vísceras de sus propios hijos.

      Cuando Miguel volvió en sí, el pueblo había cambiado. Las mujeres caminaban angustiadas, llevando baldes con agua caliente y paños a la casa de la más anciana, donde acostumbraban a tratar a los enfermos.

      La madre de Miguel murió al cabo de unas horas, derrotada por una fiebre fulminante. El ataque había sobrevenido mientras su hijo confeccionaba coronas de flores para el altar. La muerte nunca había supuesto mayores complicaciones a las mujeres de Beratón, más allá de las relacionadas con el enterramiento: había que trasladar el cadáver en carretilla hasta el cementerio, separado un par de kilómetros del pueblo.

      Sin embargo, la muerte de la madre de Miguel implicaba la pérdida de otro de los habitantes del asentamiento. Pese a que había sido criado entre todas, ninguna de las mujeres era familiar del niño.

      Los servicios sociales tardaron escasos días en localizar al padre de Miguel, que ni siquiera sabía de su existencia. El hombre en cuestión regentaba un bar cerca de la Ciudad y acogería sin problemas al chaval, a quien estaba deseando «formar en el negocio y en el arte de la vida», según se encargó de aclarar a los asistentes sociales encargados del caso.

      Así es que Miguel dejó Beratón una mañana de invierno azotada por el cierzo, seis días después de la muerte de su madre. Las mujeres se despidieron de él entre sollozos. Sabían que su marcha no era temporal; no volverían a verlo y, si lo hacían, Miguel ya no sería el fruto del proyecto de persona que ahora abandonaba el pueblo. La Ciudad lo corrompería. Los hombres que la habitaban se encargarían de eso.

      xv

      Valeria y Miranda comenzaron a sufrir los síntomas del embarazo con una diferencia de solo tres días.

      Llevaban más de un año conviviendo en el sótano de la finca de sierra de Gredos que el Montañero había habilitado para ellas, y el recuerdo de su pasado en ­Beratón les resultaba cada vez más fragmentado y ajeno.

      Su nuevo hogar era relativamente luminoso, gracias al patio inglés que el Montañero había excavado y pavimentado frente a la pared norte del sótano, interrumpida por tres amplias cristaleras. Podían salir durante el día y rondar en bicicleta por el terreno de la finca, siempre que por la noche estuvieran de vuelta en el sótano, que inmediatamente se cerraba con un pestillo exterior.

      Nunca habían intentado forzar aquella puerta, exceptuando la ocasión en que un pequeño cervatillo cayó de madrugada al patio y se fracturó una de las patas traseras. El animal gimió durante horas antes de ser atendido por el Montañero, que le entablilló el miembro roto


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