La invención y el olvido. Uriel Quesada

La invención y el olvido - Uriel Quesada


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      Uriel Quesada

      La invención y el olvido

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      Colección Sulayom

       San José, Costa Rica.

      Primera edición: Uruk Editores, 2018.

       © Uruk Editores, S.A.

       © Uriel Quesada.

       ISBN: 978-9930-595-02-2

       San José, Costa Rica.

       Teléfono: (506) 2271-6321.

       Correo electrónico: [email protected]

       Internet: www.urukeditores.com

       Fotografía de portada: Antonio Marquet.

       Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.

       Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.

      Para Blanca Anderson, pana fuerte

      La vida es una invención,

       y la literatura, memoria perfeccionada

       Francisco Ayala

      El olvido bien puede ser una forma

       profunda de la memoria

       Jorge Luis Borges, prólogo a

       El espejo que huye, de Giovanni Papini

      Dios ha sido generoso con nosotros

      May the road rise up to meet you.

       May the wind always be at your back.

       May the sun shine warm upon your face,

       and rains fall soft upon your fields.

       And until we meet again,

       May God hold you in the palm of His hand.

       Irish Blessing

      Nadie se había fijado ni en la mochila ni en los muchos estuches que cargabas, o si acaso alguien te vio con tanto equipaje no fue capaz de entender tus propósitos. La gente te miró como otro extraño más, con cansancio, sin asomo de sospecha porque a esos pueblos perdidos en la montaña nadie iba a hacer el mal. A vos mismo te ofendió no sentirte bienvenido, habías fabulado este momento por días y días, y estar allí como si no hubieras llegado no dejaba de ser humillante. Seguramente tendrías que presentarte de nuevo, recordarles tu nombre, disculparlos porque después de tanto tiempo se les había olvidado tu rostro, y vos llegabas, otra vez, al principio, a dar un nuevo primer paso. Aquí daban con sus huesos quienes huían, quienes andaban en busca de alguna respuesta, y casi tres décadas atrás llegaste vos porque te habían dicho que ningún cantante de bluegrass que tomara su arte en serio podía evitar ese viaje hasta los pueblos de West Virginia donde a los mineros se le pudrían los pulmones en esas minas inagotables y a la vez insaciables de sangre y carne humanas. Era, bien lo entendías, una de esas rutas míticas, como la cincuenta y cinco a Louisiana para los músicos de blues o la treinta y uno a Nashville para los de country.

      Ni siquiera la policía te prestó atención, aunque pensaste como buen citadino que era su obligación hacerte algunas preguntas: ¿Qué hace usted aquí? ¿Qué trae en esos estuches? ¿Y eso es un equipo portátil de grabación? ¿Busca a un músico pero ni siquiera sabe si está vivo? ¿No puede darme las señas de esa persona y sin embargo sí sabe orientarse y llegar a su casa? No, nadie te hizo pregunta alguna excepto cuando te acercaste a la barrera que había levantado la policía alrededor de un viejo tráiler escondido entre arbustos. Una viejecilla con las manos escondidas bajo un suéter raído estaba mirando el alboroto de oficiales y paramédicos. “Antes no era así”, dijo sin mirarte, “uno se moría y el muerto era asunto de la familia. Lo enterraban donde se pudiera, a veces hasta en el patio de las casas. Con mi marido no tenía ni para el ataúd, entonces los vecinos me ayudaron a envolverlo en unas sábanas y lo dejamos descansando donde estaba la hortaliza. Desde entonces nada ha prosperado en ese terreno…” La viejecilla giró un poco la cabeza para escupir el recuerdo del marido muerto o la pérdida de la hortaliza. Luego señaló el tráiler con el dedo: “Pero vea ahora. Se llevan el cadáver en uno de esos camiones, y si no bajan los dolientes a reclamarlo termina en la fosa común…” Escupió de nuevo, aunque no parecía estar mascando tabaco ni nada parecido. “La mujer que se mató ahí adentro lo hizo muy mal, parece que todas las paredes y hasta los muebles quedaron manchados de sangre. Es una desconsideración. Dígame usted: ¿quién va a querer vivir en una casa donde hubo un suicidio? ¿Y menos aún uno así de sucio?” “No faltará alguien”, respondiste inseguro, “siempre hay alguien necesitado”. “Además”, siguió quejándose la vieja sin escuchar más que su propia voz, “¿quién va a limpiar tanta sangre? ¡Hasta empezó a chorrear por las escalerillas del tráiler! Así nos dimos cuenta de que algo malo pasaba. No fueron los tiros sino la sangre. Aquí se oye mucho disparo, la gente se desespera y sale a tirarle a cualquier cosa, desde la luna hasta los gatos sin dueño. Pero un hilo rojo por debajo de una puerta es otra cosa, mala suerte, desgracia, además atrae a los perros, los hace aullar… Dicen que la mujer se abrió la cabeza con la primera bala y seguramente al caer volvió a apretar el gatillo y esta vez se le reventó una arteria… El tráiler echado a perder…”

      Finalmente te miró de arriba a abajo. “Otro músico”, pareció lamentar la anciana, “siempre vienen músicos con grandes proyectos. Aprenden nuestras canciones, luego se van y todo aquí sigue igual: la misma mina, la misma miseria. ¿A quién busca?”

      Un poquito mosqueado le respondiste que a Justino Vaca, el del banyo.

      Entonces la mujer sacó un cigarrillo del suéter, escupió y se puso a fumar mirando otra vez la puerta del tráiler. “Echado a perder… nadie se atreverá a vivir ahí dentro…”

      Hallaste fácilmente el camino hasta el hogar de los Vaca, más por intuición que por otra cosa, pues estos pueblos aparentemente inmóviles van cambiando a su modo, guardando su propia historia en recovecos arrebatados al olvido. Te sorprendió encontrar la puerta principal abierta y a Jacinto Vaca dormitando en la sala, con las piernas cubiertas con un chal. Notaste muy pronto que había mucha gente en la casa, pero se había reunido en la cocina a hablar de algo que no podías entender. Pusiste tus cosas en el suelo y acercaste una silla a la mecedora de Jacinto Vaca. El viejo también parecía el mismo, tal vez con los rasgos un poco endurecidos por el tiempo. Abrió los ojos y se te quedó mirando sin sorpresa. Vos le dijiste tu nombre, pero Jacinto parecía más interesado en tus bultos. “¿Una guitarra?”, preguntó señalando el estuche con el dedo. Vos corriste a sacar el instrumento y se lo pusiste en el regazo. Te dijo “es la misma de siempre, golpeada nada más. Tantos caminos, ¿no? Una guitarra tan leal quién sabe cuánto mundo ha visto…” Tú no te atreviste a aclararle la verdad. Si algún día Jacinto saliera del pueblo, tomara el Greyhound hasta tu bungaló cerca de la costa de Delaware y entrara a tu estudio, se daría cuenta de los muchos instrumentos colgados de las paredes: guitarras, por supuesto, pero también banyos, violines, un tres, varios laúdes y hasta un cuatro. Pero Jacinto Vaca jamás saldría de ahí, y para él esa guitarra llena de raspones y golpes era la imagen de algún tiempo mejor. Se aferró a esa ilusión y pronunció despacio tu nombre. “Sí se acuerda”, pensaste maravillado. El viejo no mencionó nada más de tu pasado, ni siquiera la escena de cuando estuviste por última vez en esa sala veinte y pico años antes. Te pidió que le alcanzaras su banyo, “Lo vas a encontrar en aquel rincón junto a la ventana”, y empezó a tocar. Lo escuchaste, lo hiciste con tanta atención que no te diste cuenta que las conversaciones cesaron en el fondo. Algunas personas se acercaron pero no tanto como para violentar ese vínculo que vos creías estar recuperando con Justino Vaca. Moviéndote lentamente buscaste tu guitarra, y vos y Justino se dedicaron a repasar la vida sin mencionarla, cantando canción tras


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