La invención y el olvido. Uriel Quesada
“¿Dolores?”, le preguntaste, pero ella se fue sin mirarte y Jacinto te tomó del brazo como si vos necesitaras consuelo. “Es que Dios ha sido muy generoso con nosotros, muchacho”, dijo, “tan bueno…”
No había trazo alguno de ironía ni de resentimiento. Vos asentiste en silencio mientras el Jack Daniel’s ardía inmisericorde en tu estómago. No te gustaba ese licor, te habías prometido nunca más tomarlo, pero ahora frente a Justino Vaca te mojabas los labios, mezclabas pequeños sorbos del bourbon con mucha saliva, pero igual descendía quemándote la garganta y el esófago hasta dar en tu sufrido estómago. Sin embargo, no ibas a ofender a Justino Vaca, eso no.
El viejo se recostó en su mecedora. Vos le serviste varios tragos más, y él con gran delicadeza puso el banyo en el piso antes de dejarse ir en una especie de adormecimiento. “¿Dónde vas a dormir esta noche?” A pesar de tener los ojos cerrados Jacinto Vaca parecía alerta. “Donde Dolores”, le respondiste para hacerlo sonreír, de todas formas había sido él quien te había presentado a Dolores, su sobrina, la hija de su hermano el dinamitero. Sin embargo el rostro de Jacinto se contrajo, se fue llenado de arrugas hasta transformarse en otra cosa, algo mineral pero vivo a la vez, un depósito de angustia que acabó de golpe con el ardor del Jack Daniel’s. Tal vez Dolores se había convertido en una innombrable y vos te estabas metiendo en terrenos peligrosos. En casi treinta años la vida de las personas se puede desarreglar hasta extremos inimaginables. “A esta hora no hay autobús que me saque de aquí”, dijiste en tono de disculpa, “pero si me apuro la policía me puede llevar al pueblo al pie de la montaña. Ahí hay por lo menos un par de hoteles”.
No le dijiste que habías pensado quedarte con él. Dabas por sentado que tu regreso iba a alegrar a la familia Vaca. Eras el hijo perdido, el blanquito que se había mezclado con la chusma minera de las montañas de West Virginia, el que había encontrado su voz y su ruta en la vida entre esa gente siempre olvidada. Nunca te enamoraste realmente de Dolores Vaca, pero le seguiste el juego a Jacinto, a su hermano el dinamitero, a todos los del pueblo (ellos, de paso, los habían dejado solos de nuevo en la sala, pero ahora no se escuchaban conversaciones en la cocina, todo era silencio). Casi treinta años atrás te fue difícil marcharte, ¿te acordás? Quienes te queríamos de vuelta en la ciudad insistimos, tuvimos que amenazarte. Yo, por ejemplo, te dije por teléfono que iba a tomar un avión y alquilar un auto para ir a traerte. Eras demasiado importante para mí como para dejarte perdido en un pueblo de mierda solamente por la música, porque te sentías identificado con las historias de pobreza y explotación de los pobladores y por una muchacha a la que vos no querías, ni yo tampoco.
“Allá abajo no hay dónde quedarse”, dijo Jacinto. “Solo un viejo motel, La luna, donde se alquilan las habitaciones por hora. ¿Nunca fuiste?” No, le respondiste. Jamás hubieras podido ir porque los del pueblo se hubieran enterado de todo, aunque se supone que los moteles son templos de secretos. Y esa falta, tu falta y la mía, no la hubieran perdonado, porque hay cosas que ni las gentes más jodidas toleran. Eso lo hemos visto tantas veces en nuestros recorridos por el país. Nos preguntamos por qué las personas aceptan tanta desigualdad y a la vez se aferran a la tradición y al pensamiento que los oprime. ¿Desde cuándo lo que el corazón siente es más inmoral que la miseria? Para Jacinto, para el dinamitero, eras un muchacho tímido, más religioso de lo que querías admitir, pero no curtido en cosas de la vida, porque a tu edad ellos ya se habían casado y trabajaban de sol a sol. Dolores, sin embargo, lo entendió muy rápidamente. Las mujeres han sido siempre más perspicaces que nosotros los hombres, más listas. Leen mejor lo que los hombres en vano intentamos ocultar, por eso es más fácil volverse sus amigos y que ellas se conviertan en nuestras confidentes. Fue Dolores Vaca quien finalmente te hizo comprender que la vida en lo alto de la montaña no era para vos. “¿Nos estás usando como fuente de inspiración?”, te dijo, y vos que no, que estabas aprendiendo de ellos, en ninguna otra parte ibas a estar tan cerca del espíritu humano como con los pobres de las montañas, los mineros, sus historias y sobre todo su manera de hacer música. Y ella: “No, hay cosas que solamente se entienden desde dentro, desde vivir la vida misma. Tú estás afuera, desde ahí nos ves y por tus propias razones te has inventado como parte de nosotros. Pero no lo eres, nunca lo serás…”
Me llamaste de madrugada, desconsolado. ¿Te acordás? Por horas habías estado escribiendo sin lograr darle forma a tus pensamientos ni a tu angustia. Querías saber si yo pensaba lo mismo, si te veía como un observador apostado tras la barrera de tu cultura, tu raza, tu clase social. Vos, que estabas dispuesto a arrancarte la piel blanca y ponerte una color pardo. “Yo he renunciado a todo por ustedes”, me dijiste con la voz contenida, evitando que el llanto te traicionara, “me he unido a sus luchas, he cuestionado a mi sociedad, a mi país, hasta mis raíces y viene Dolores a señalar un límite, a negarme la posibilidad de ir más lejos”. Velozmente se me fueron acumulando razones, pero de la misma manera recordé mi propia vida, el sinnúmero de contradicciones que usualmente me hacían perder horas de sueño y el placer de vivir lo inmediato. “Esa montaña no es para vos”, me atreví finalmente a replicar. “Volvé aquí conmigo, a nuestra vida y a nuestras batallas”. Luego de un largo silencio empezaste a maldecirnos a todos los raros. Así nos llamaste, ¿no? A los inmigrantes recién llegados, a gente como los Vaca que no fueron extranjeros hasta que los despojaron de sus tierras, a quienes discriminábamos a la gran mayoría blanca y a la minoría progresista. “¿Cómo es posible que un aliado no sea parte en sí del grupo por el que se combate? ¿Qué hace al aliado diferente? ¡Dímelo!” Pero yo no podía explicártelo, no me atrevía ni siquiera a intentarlo a las cuatro de la mañana, con ese frío altanero que intentaba colarse por las ventanas. “Me hacés falta, ¿sabés? Aunque no me gusta el bluegrass porque no lo entiendo, ni creo que sea posible redimirse en las montañas de West Virginia. Te quiero a pesar de que el sol no te broncea sino que te pone rojo, y te perdono que no entendás los chistes verdes en español porque vos igualmente me perdonás que yo no los entienda en inglés. ¿No es suficiente para vos?”
Me contestaste al cabo de otro silencio que te ibas a llevar a Dolores Vaca contigo. No merecía ella perder la vida en un pueblo miserable cuidando a su padre, el dinamitero, y al tío Jacinto, dos tontos que no supieron nunca sacar sus vidas del hueco en el que nacieron. No, no lo ibas a permitir. Colgaste después de despedirte rápidamente. No dijiste nada de mí, ni de lo que te ofrecía. “Llegará su momento”, pensé para consolar esa resequedad que me había quedado en el pecho. Sin embargo no pude dormirme hasta casi la hora de levantarse.
“Dios ha sido tan grande con nosotros”, repitió Jacinto Vaca con los ojos cerrados, la respiración apacible, las manos puestas sobre el pecho como si necesitara aprisionar el corazón en su sitio, “tan generoso…”
Vos te levantaste a buscar unas mantas. Aunque esa casa la conocías a la perfección decidiste ir a la cocina primero y pedirle ayuda a quien estuviera ahí. Treinta años, incluso menos tiempo, traen consigo la pérdida de casi todos los privilegios. Uno de ellos, no lo dudabas, era el de deambular por los espacios privados de la gente que te quiso. Antes a vos te pertenecían esos espacios, ahora no. Aunque no te sintieras un extraño debías negociar de nuevo los límites. Encontraste la cocina súbitamente vacía. Aquellas personas que habías escuchado hablar, las que luego hicieron un pequeño corro cuando vos y Jacinto tocaron su música, esa gente había desaparecido igual que fantasmas y solamente quedaba una viejecilla hecha un ovillo en un rincón. La alumbraba una luz muy débil proveniente de un radio de mesa, desde donde salía la arenga de un pastor evangélico demandando arrepentimiento. Le preguntaste al minúsculo espectro –sus pies no tocaban el suelo– por los demás. Ella, sin embargo, se limitó a sonreír y te dijo que la música le había traído muchos recuerdos. “¿La conozco a usted? ¿Se acuerda de mí? Estuve viviendo hace años aquí con Jacinto y también donde el dinamitero”. Ella insistió en lo lindo de la música y luego te preguntó si ibas a hacerte cargo de Jacinto, al menos esa noche. “Yo me puedo quedar aquí, de todas maneras duermo muy poco”, dijo la viejecilla, “pero me gustaría irme un rato a mi casa. Nadie me espera, pero sería bonito. Cosas de una”. Y sin saber exactamente la razón le pediste permiso para subir a buscar las mantas. “Me da vergüenza, no quiero ser irrespetuoso”. La anciana se te quedó mirando, luego apagó la radio y mientras saltaba de la silla dijo que de todas maneras ya nada importaba.