La invención y el olvido. Uriel Quesada
Jueves 20 de julio de 1994, 9:08 a.m.
Q me miraba con resentimiento cuando le pedí entrar a mi consultorio. “Usted me ha estado espiando”, me enfrentó. “Sabe muy bien de mi pesadilla: la ha vivido”. Le pregunté cómo lo sabía. “Lo leí en su cara cuando desperté de hipnosis”. ¿Y por qué no me dijo nada? “No entendí lo que estaba pasando hasta más tarde. Por eso lo llamé para pedirle volver”. ¿No fue por los sueños? “Los sueños también, pero en realidad estaba molesto”. Luego agregó que no lo estaba tanto, pues quería creer que yo no le iba a hacer daño. “Usted va a ser la víctima de algo terrible, doctor, y yo no voy a poder evitarlo”. No se preocupe, le dije, siempre he sabido defenderme. Además, otros pacientes me han visto en sus regresiones. ¿Le ha pasado lo mismo? “Ya se lo dije, yo creo haber visto a alguien muy parecido a usted”. Tratemos de remover esa tela que le cubre el rostro en sus sueños, le propuse. Me respondió que sí, que para eso estaba en mi consultorio. Entonces cerró los ojos, su respiración se volvió más profunda y acompasada, su cuerpo parecía flotar. Le ordené buscar recuerdos más allá de su niñez. Un par de minutos después lo vi respirar con mayor dificultad. Dijo algo entrecortadamente. ¿Dónde está usted?, le dije suavemente. Me dijo que no lo sabía, pues algo le estaba cubriendo la cara. ¿Una tela? Trate de levantarla. No podía, sus brazos estaban inmovilizados y las muñecas le dolían. ¿Lo han golpeado? “Sí”. ¿Está atado? Trate de sentir las superficies, le ordené. Podría ser una pared de piedra, muy fría y húmeda. Había algo así como una luz mortecina que lograba traspasar la tela. Me aventuré a preguntarle si estaba en una mazmorra. “Sí, en Aragón. Es un castillo excavado en la entraña de una piedra”. Le pedí que buscara en su recuerdo el momento en que hubo más luz. ¿Antorchas? “Sí, muchas”. Vamos, busque la luz de esos muchos fuegos, y pida que levanten la tela de su cara. “Ellos tienen formas de obligarme a hacer lo que me pidan. Saber siempre ha sido mi desgracia. Yo nunca he querido saber, pero no lo he podido evitar. Yo soy un monstruo, pero no porque sea deforme por fuera. Lo soy por dentro. Lo soy no porque sepa el futuro, sino porque sé lo que los rostros ocultan… Oigo ruidos. Una puertecilla cruje y se abre, y entran varios hombres arrastrando un peso. Aunque todavía no puedo mirar, sé que han traído a un prisionero. Él se queja muy quedamente, sin fuerza. Huele a excremento y barro. No es necesario verlo a los ojos para saber que va a morir. No lo han traído ante mí para que les diga eso. Me quitan la capucha. Quienes han traído al hombre llevan máscaras de hierro. Su prisionero es apenas una masa de carne y piel. ¿Nos ha mentido?, me pregunta uno de los enmascarados señalando al condenado. Yo tardo en responder. Otro enmascarado se pone a mis espaldas, saca un cuchillo y me lo pone en el cuello. Siento el ardor de un corte en la piel y la tibieza de un hilo de sangre que baja. Ahora, a la suma de olores desagradables me llega con fuerza el de mi propia sangre. Es dulzón, y por eso, y porque tengo sed, paso mi lengua por mis labios y mi barba crecida. El segundo enmascarado me tira del pelo y aprieta el cuchillo contra mi garganta. Por un segundo logro ver sus ojos y sé que tiene miedo. Veo además que va a morir muy pronto, y me da lástima. ¿Nos ha dicho la verdad o no? Necesita oír una única respuesta. Vuelvo entonces mi atención al prisionero. Ya no hay nada que hacer. Su rostro me cuenta de luchas que no entiendo, de privaciones, escondrijos y de una fe que ronda la locura. Debería decirle a sus captores: A él nada le importa porque se sabe muerto. A mí tampoco, pero ustedes, tras las máscaras, dependen de nosotros porque van a pagar con su vida si ese hombre les ha mentido a pesar de las torturas. La crueldad de ustedes es la medida de su propio horror. No los hago esperar, les respondo: Todo es verdad. No más escucharme, los enmascarados se llenan de fuerza. Uno de ellos rodea el cuello del prisionero con un brazo y se lo tuerce. Yo logro escuchar el crujido de los huesos y los músculos al romperse, aunque casi de inmediato el que está detrás de mí empieza a cortar mi cuello con el cuchillo. Mi último pensamiento no es sobre el dolor sino sobre la tibieza de mi propia sangre, la que ahora está por todos lados y me cubre como si fuera un manto”.
Viernes 21 de julio de 1994, 1:18 a.m.
No se lo dije a Q porque la verdad personal es lo que cada uno de nosotros cuenta, pero la muerte que él ha visto en su regresión no era posible en aquellas épocas de ejecuciones públicas y ejemplares. Aun así le creo su historia.
Domingo 23 de julio de 1994, 3:04 a.m.
Insomnio. Horrible insomnio. Pero también algo de excitación por la imposibilidad de dormir. He reflexionado mucho mis próximos movimientos porque estoy rompiendo mi código ético. Sin embargo, hay ocasiones en que deben tomarse riesgos aunque uno empiece a caminar sobre vidrios rotos. Sí, voy a violentar el principio fundamental de mi profesión, pero estoy seguro que Q lo sabe… incluso siento que él me ha buscado precisamente para que lo haga… El jueves le consulté a T si debíamos convocar una reunión del grupo. Ella siempre es la primera a quien llamo cuando hay indicios de que un nuevo iniciado ha venido a verme. T vive en Nicaragua, adonde se fue para poner distancia del provincianismo de nuestras ciudades, así que necesita más tiempo que los otros para llegar. Además, es la persona en la que más confío. Los otros miembros del grupo pueden ser muy coherentes o muy locos. Todo depende de cómo les haya ido el día, de las fases de la luna, o de quienes se encuentren a su alrededor. Así como los excéntricos atraen a un público que les celebra sus poses, los que saben tenemos cierto magnetismo para los falsos iluminados. Por eso nos ha tocado escuchar todo tipo de historias, y separar el grano de la paja nunca ha sido fácil. Cuando vino a verme por primera vez, T había estado viendo espacios luminosos. Ella, vestida de blanco, aparecía frente a una mesa de un material casi transparente, excepto porque bajo la superficie se desplazaban manchas de colores como peces en un estanque. Al tiempo comprendió que los colores eran rostros desdibujados. “Como cuando la gente grita asustada”, me dijo. Me rogó ayuda para hacer no una regresión sino una progresión y observar esa posible vida futura. Hasta ese momento todas las progresiones que yo había dirigido habían sido un fracaso; para mí no habían sido más que fantasías para darse un poco de fe frente a las desgracias del presente. A T, por el contrario, esos espacios le causaban angustia, pues sabía que estaban relacionados con una responsabilidad y un peligro. En estado de hipnosis, T usaba la mesa para traer personas desde el pasado. “Es lo que usted hace, pero sin hipnosis”. Usaba su mente, era cierto, pero también la superficie donde, quizás, era posible almacenar datos. “Creo que es una máquina de la memoria, pero no funciona por sí sola. Se alimenta de la energía de esa mujer de blanco que atrae a quienes buscan saber el futuro. Esa mujer soy yo”.
Luego de tratar a T por primera vez, busqué mis apuntes sobre otras personas que llegaron a verme por situaciones similares. Tras días leyendo expedientes seleccioné dos: N y W. En sus progresiones (¿los estaría induciendo yo, como decían los críticos de la hipnosis?) ellos estaban entre los llamados. Ambos pacientes, sin conocerse, habían podido identificar el cuarto luminoso y desnudo, y la mujer que los invocaba desde una superficie de un material parecido al cristal. Algo trataban de decirle a la mujer, pero ella no les entendía. De lo que carecían era de un medio efectivo de comunicación, les faltaba un mediador entre el mundo de afuera y la superficie que he decidido llamar la máquina de la memoria.
Lunes 24 de julio de 1994, 11:43 p.m.
T vino a hospedarse en casa. Hablamos sobre sus experiencias recientes (básicamente una repetición de lo ya sabido), especulamos otra vez sobre lo que ese mundo de las progresiones, luminoso y en apariencia aséptico, significaba: si un culto religioso, o la forma que en el futuro tomaría la adivinación, esa que necesitaban las personas comunes y corrientes tanto como los muy poderosos, aunque estos últimos quisieran usar la adivinación para validarse, para oír de labios de quien sabía que sus acciones y su destino privilegiado ya estaban escritos en piedra incluso desde antes de nacer. Cuando volvimos al tema de Q no perdimos mucho tiempo. El primer paso sería una progresión colectiva, algo que me había preocupado siempre hacer, pues no me gustaba explorar esos rincones poco claros de la mente y el espíritu humanos sin tener pleno control. Además, inevitablemente me hacía volver a mis dudas sobre los límites entre fantasía y realidad, entre locura y deseo.
Cuando N y W llegaron a mi casa despedí a la señora que me cuidaba. Ella llevaba muchos años al servicio de la familia, y luego de la muerte de mi esposa había asumido el papel de mujer de la casa.