Plan Patagonia. Daniel Sorín

Plan Patagonia - Daniel Sorín


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pretenden? ¿Un gobernador militar?

      —Señor...

      —Se les pasó por alto. Eso me dijo el inútil de Barrios. ¡Que se le había pasado por alto! ¡Un descerebrado!

      Cansado de ser interrumpido el licenciado esperó que el gobernador terminase de descargar su furia, después, con el tono más filoso que pudo tiró la bomba:

      —Doctor Castillo, nosotros se lo advertimos en tiempo y forma.

      Subrayó “en tiempo y forma”, quería que esta vez el gobernador prestase atención a sus palabras.

      —¿Cómo que me lo advirtieron?

      —Hace más de un mes, doctor.

      —¿De qué me habla?

      —Le mandamos tres informes. Uno sobre la Coordinadora de Gremios Combativos, otro sobre el Frente Piquetero y un tercero sobre la organización Mapu.

      —No es posible.

      —Tengo firmados los remitos.

      —No, quiero decir...

      El gobernador estaba confuso.

      —... a mí no me llegó nada.

      Fue después de que el gobernador saliera de su despacho con un humor de todos los perros (y profiriese aquellos gritos destemplados y mandara a todos al lugar de sus madres de donde habían salido) que la joven recepcionista sospechó su error. Con el alma en la boca giró la vista hacia la bandeja “A-C” y con horror descubrió las tres carpetas.

      Una semana antes, se había producido lo que esos informes trataron infructuosamente de advertir. Aquella mañana del 30 de abril había amanecido gris, con una llovizna persistente y nubes negras que presagiaban tormenta en cualquier momento. Desde temprano se produjeron cortes de ruta y los accesos a la ciudad de Neuquén estuvieron vedados. Ante la sorpresa general, en cada piquete intervinieron más de un millar de personas.

      Apenas pasado el mediodía, el jefe de la policía neuquina informó al gobernador que los movilizados debían llegar a las cuatro mil personas.

      —Y eso no es todo —terció el titular de Justicia, el doctor Nildo Aufrand— junto a los piqueteros hay estatales, petroleros y estudiantes.

      —Sí, doctor, pero en total son unos cuatro mil —creyó necesario aclarar el comisario Balvé.

      —Me refiero a que no son solo piqueteros.

      —Usted no me entiende, doctor; yo digo que en total son cuatro mil.

      —El que no entiende es usted, Balvé: si hay estatales, petroleros y estudiantes junto a los indios, quiere decir que hay organicidad. ¿Entiende lo que esto significa?

      —...

      —Que no es espontáneo, Balvé, no es espontáneo.

      Cuando el comisario se fue del despacho del gobernador, seguía repitiendo en voz baja que, con organicidad o sin organicidad, en total eran cuatro mil.

      —¿Qué te parece? —le preguntó minutos después el gobernador Castillo a su ministro.

      La respuesta de Aufrand determinaría los inmediatos pasos a seguir por el gobierno; pero ambos, ministro y gobernador, desconocían las raras consecuencias que estos tendrían.

      No llegaron en columnas. Como dijo con colorido lenguaje Tomás Sanmartino, el joven periodista de la Radio Nahuel Huapi, “brotaron de entre las piedras”. Y era cierto, de la nada habían aparecido cinco mil personas en la plaza de la Casa de Gobierno.

      A Sanmartino le avisaron que después de la entrada del otro móvil, que estaba con un tal Carlos, detenido hacía horas por un piquete, iba él.

      —Estoy hace tres horas parado sin poder ir ni para atrás ni para adelante —dijo Carlos—. Estoy de acuerdo con el reclamo de esta gente, pero creo que el derecho de uno termina donde comienza el de los demás.

      Cuando le dieron entrada, Sanmartino giró el micrófono hacia una joven de rasgos mapuches.

      —¿Cómo te llamás?

      —Elba.

      —Qué podés contestarle a Carlos, Elba —le preguntó Sanmartino.

      Elba se tardó unos segundos, después dijo:

      —Tiene razón el señor en eso de los derechos, solo que hasta hoy no sabían bien donde empezaban los nuestros. Y es lógico, porque no nos ven. Hace más de un mes dijimos que pasaríamos del inútil pedido a la lucha, que hoy cortaríamos rutas y que haríamos una concentración.

      —Elba...

      Pero Elba siguió:

      —Lo que pasa es que ustedes, los blancos, no nos ven ni escuchan; pero ahora no tienen otro remedio.

      Tomás Sanmartino era un hombre de suerte, sus yerros, en vez de provocarle disgustos, lo acercaron a la fama: pronto millones de personas escucharían su reportaje. De la multitud de almas que poblaban la plaza había elegido a la única que no debía. Elba, la joven de sangre araucana que entrevistó, era un caso excepcional, había estudiado con extraordinaria dedicación la ciencia de Hipócrates y se había recibido con las mejores notas de su promoción. Ahora mismo dividía su tiempo entre un esforzado trabajo que paliaba los males de su pueblo y la militancia política por la vindicación de su estirpe.

      La situación estuvo controlada hasta las diecisiete y treinta. Entonces, una columna de policías armados apoyados por carros antidisturbios, motocicletas y la Guardia de Caballería entró a la plaza por el lado norte. Doce minutos después, a las diecisiete cuarenta y dos, se escuchó la primera detonación; fue una granada de gas lacrimógeno seguida de una lluvia de otras detonaciones entre las que había proyectiles de goma y balas de plomo de nueve milímetros. Esas balas provocaron las primeras dos muertes.

      Los manifestantes se replegaron, formaron barricadas en por lo menos diez lugares diferentes de la ciudad, hicieron fogatas para contrarrestar los gases y taparon sus rostros con pañuelos mojados, remeras y pasamontañas.

      Esa noche ardió Neuquén.

      Los vidrios de una docena de bancos fueron rotos, innumerables tiendas saqueadas y cinco automóviles incendiados. Sorprendida por los acontecimientos, una parte de la población se indignó ante tamaña represión. Cansados de la crisis económica y decepcionados del gobierno, miles de neuquinos salieron de sus casas a protestar, y el número de enardecidos manifestantes se multiplicó.

      Al anochecer se supo que se había producido un atentado contra un tanque de almacenamiento de combustible de una compañía petrolera cerca de un pequeño poblado conocido como Tulumpa o Chozas Negras. Enterado de esto, el gobernador dio la orden de terminar de una buena vez con los disturbios y pidió al presidente la ayuda de la Gendarmería.

      Hacia las ocho de la noche, Juan Bautista Prieto conducía su auto en medio de un espectáculo dantesco de llamas y detonaciones. Juan Bautista se llamaba, en realidad, Maximiliano Eduardo Horacio de las Mercedes Prieto, pero cuando años antes decidió entrar a la Iglesia Neuquina para la Reconciliación con el Señor, había cambiado sus numerosos nombres por el de quien, con ejemplar abnegación, bautizara a media humanidad en las aguas sagradas del Jordán.

      Pastor dedicado y sincero, Prieto, se había ofrecido en cuerpo y alma a la reconciliación del ser humano con la divinidad y, como temeroso creyente, abominaba los pecados. Años de esfuerzos lo habían convertido en uno de los baluartes de la pequeña iglesia.

      Quisieron los designios divinos que fuese él quien, en medio de un desorden de todos los diablos y del humo negro de la combustión de neumáticos, atropellara sin ninguna intención a un niño que huía


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