Mujercitas. Knowledge house

Mujercitas - Knowledge house


Скачать книгу
qué? —siguió Laurie con curiosidad.

      —¿No lo imagina?

      —No tengo ni idea.

      —Bueno, tengo la mala costumbre de ponerme muy cerca de la chimenea, por lo que suelo acabar con la falda chamuscada, y este vestido no es una excepción. Aunque está bien remendado, se nota, y Meg me dijo que no me moviera para que nadie se diese cuenta. Puede reírse si quiere, sé que es gracioso.

      Sin embargo, Laurie no se rió; bajó la vista un minuto y después, con una expresión en el rostro que desconcertó a Jo, dijo con suma amabilidad:

      —No se preocupe, tengo una idea; ahí fuera hay un gran vestíbulo en el que podremos bailar de maravilla sin que nadie nos vea. Por favor, venga conmigo.

      Jo le dio las gracias y le siguió encantada pero, al apreciar la pulcritud de los guantes color perla de su acompañante, deseó que los que ella llevaba estuviesen a la altura. En el vestíbulo no había nadie y bailaron una magnífica polca, porque Laurie resultó ser un excelente bailarín, y le enseñó un paso alemán con el quejo disfrutó porque había que girar y saltar. Cuando la pieza terminó, se sentaron en la escalera para recuperar el aliento. Laurie estaba hablando de una fiesta de estudiantes en Heidelberg cuando Meg apareció en busca de su hermana. Le hizo una seña y Jo la siguió a regañadientes hasta una sala contigua. Meg se dejó caer en un sofá y se llevó la mano al pie, pálida.

      —Me he torcido el tobillo. El estúpido tacón se dobló y he notado un fuerte tirón. Me duele tanto que apenas puedo estar de pie. No sé cómo voy a regresar a casa —explicó la joven meciéndose de dolor.

      —Sabía que esos estúpidos zapatos te harían daño. Lo siento, pero no se me ocurre qué hacer, salvo pedir un carruaje o pasar aquí la noche —dijo Jo mientras le frotaba dulcemente el tobillo.

      —Un carruaje saldría demasiado caro, y mucho me temo que además sería imposible conseguir uno, ya que la mayoría de los asistentes han venido por sus propios medios; la caballeriza queda muy lejos y no tenemos a quién mandar a buscar un coche.

      —Iré yo.

      —Ni hablar; son más de las diez y está muy oscuro fuera. Tampoco me puedo quedar aquí porque no hay sitio; Sallie tiene invitadas. Descansaré hasta que Hannah venga a buscarnos y, entonces, haré un esfuerzo.

      —Le pediré a Laurie que vaya —propuso Jo, que sintió un alivio inmediato ante esa idea.

      —¡Por favor, no lo hagas! No pidas ayuda ni a él ni a nadie. Tráeme mis botas y guarda los zapatos con nuestras cosas. Ya no puedo seguir bailando. Ve a cenar y, cuando termines, espera a que llegue Hannah y ven a avisarme enseguida.

      —La cena va a empezar ahora. Prefiero quedarme aquí, contigo.

      —No, querida; ve y tráeme un café. Estoy tan cansada que no puedo ni moverme.

      Meg se recostó, cuidando de que las botas permaneciesen ocultas, y dando tumbos Jo se dirigió al comedor, al que llegó después de haberse metido, por error, en el cuarto donde guardaban la vajilla y haber abierto la puerta de la sala en la que el anciano señor Gardiner tomaba un refrigerio en privado. Una vez en el comedor se abalanzó sobre la mesa y se hizo con un café que, en cuestión de segundos, derramó sobre su vestido, con lo que el delantero de la falda quedó tan poco presentable como la parte de atrás.

      —¡Dios mío! ¡Qué desmañada soy! —exclamó Jo al tiempo que ensuciaba el guante de Meg, pues trataba de limpiar con él la mancha del vestido.

      —¿Necesita ayuda? —preguntó una voz amiga. Laurie se había acercado con una taza de café en una mano y un plato con helado en la otra.

      —Me disponía a llevarle algo a Meg, que está muy cansada, pero alguien me ha dado un empujón y ahora estoy hecha un desastre —dijo Jo, que miraba desesperada la mancha del vestido y el borrón de café del guante.

      —¡Qué mala suerte! Buscaba a alguien a quien ofrecer este café. ¿Le parece bien si se lo acerco a su hermana?

      —¡Oh, gracias! Le indicaré dónde se encuentra. No me ofrezco a llevarlo yo misma porque a buen seguro cometería otro estropicio.

      Jo le indicó el camino, y Laurie, dando muestras de saber cómo tratar a una dama, acercó una mesita, trajo una segunda taza de café y más helado para Jo y se mostró tan solícito que hasta la quisquillosa Meg hubo de reconocer que parecía un «buen muchacho». Lo pasaron de maravilla comiendo bombones y contando chistes, y estaban jugando tranquilamente a los disparates con dos o tres jóvenes que también se habían escabullido de la fiesta cuando Hannah llegó. Meg, que se había olvidado de su tobillo, se levantó de golpe y tuvo que apoyarse en Jo al tiempo que soltaba un grito de dolor.

      —No hables —rogó en un susurro y luego, en voz alta, añadió—: No es nada, una pequeña torcedura de tobillo. —Y subió la escalera cojeando para recoger sus cosas.

      Hannah la regañó, Meg se echó a llorar y Jo no sabía qué hacer, hasta que decidió buscar una solución por su cuenta. Corrió escalera abajo y pidió a un criado que le consiguiese un carruaje. Por desgracia, el criado había sido contratado solo para la fiesta y no conocía el barrio. Jo seguía buscando ayuda cuando Laurie, que había oído su petición, se acercó y puso a su disposición el carruaje de su abuelo, que, según explicó, acababa de ir a buscarle.

      —Es demasiado temprano, no puedo creer que se quiera ir ya… —repuso Jo, que se sentía aliviada pero no sabía si debía aceptar el ofrecimiento.

      —Yo siempre me retiro pronto. De veras. Por favor, permítame que las acompañe a su casa; como sabe, me pilla de camino y, además, creo que está lloviendo.

      Ese argumento terminó de convencer a la joven. Jo dijo que Meg no se encontraba bien, agradeció la ayuda y corrió a buscar a su hermana y a Hannah. Esta última detestaba la lluvia tanto como los gatos, de modo que no puso ninguna pega, y las tres abandonaron la fiesta en un lujoso carruaje, felices y sintiéndose importantes. Como Laurie se había instalado en el pescante, Meg puso el pie en alto y las jóvenes comentaron cómo les había ido en la fiesta con total libertad.

      —Yo lo he pasado de maravilla, ¿y tú? —preguntó Jo, mientras se deshacía el peinado y se ponía cómoda.

      —Yo también, hasta que me torcí el tobillo. Le he caído muy bien a Annie Moffat, la amiga de Sallie, y me ha pedido que vaya con Sallie a pasar una semana a su casa, en primavera, cuando empiece la temporada de ópera. Sería estupendo que mamá me dejase ir —contó Meg, entusiasmada ante la idea.

      —Te he visto bailar con el joven pelirrojo del que yo había huido, ¿es agradable?

      —¡Oh, mucho! Y tiene el cabello castaño cobrizo, no rojo; es un joven muy educado y he bailado una magnífica redowa con él.

      —Pues parecía un saltamontes histérico cuando daba esos pasos, Laurie y yo no parábamos de reír; ¿se nos oía?

      —No, pero me parece muy desconsiderado. Además, ¿qué hacíais tanto rato escondidos?

      Jo contó sus aventuras y, cuando acabó, ya habían llegado a casa. Se despidieron de Laurie tras darle varias veces las gracias y entraron sigilosas para no despertar a nadie; pero, en cuanto abrieron la puerta de su habitación, asomaron dos cabecillas con gorro de dormir y dos vocecillas, adormiladas pero impacientes, exclamaron:

      —¡Habladnos de la fiesta! ¡Queremos saberlo todo!

      Con lo que Meg había calificado de «una falta absoluta de modales», Jo había guardado unos bombones para sus hermanas pequeñas, que dieron cuenta de ellos mientras oían el relato de los acontecimientos más emocionantes de la velada.

      —Ahora sé lo que siente una joven de clase alta que vuelve a casa en carruaje y espera sentada en su tocador a que su criada la sirva —dijo Meg mientras


Скачать книгу