Mujercitas. Knowledge house
a apreciar lo rica que era en la clase de bendiciones que, en verdad, garantizan una vida feliz.
En cuanto a Jo, resultó ser la ayuda perfecta para la tía March, que estaba inválida y necesitaba a alguien que la cuidase. La anciana, que no tenía hijos, se ofreció a adoptar a una de las jóvenes cuando la familia perdió su fortuna y se sintió muy ofendida cuando los padres rehusaron su oferta. Los amigos advirtieron a los March que con aquella decisión habían perdido toda posibilidad de figurar en el testamento de la rica anciana, a lo que el matrimonio, nada materialista, contestaba; «Ni una fortuna doce veces mayor podría compensar el perder a una de nuestras hijas. Ricos o pobres, permaneceremos unidos y felices».
La anciana les retiró la palabra durante un tiempo, hasta que un día, en casa de una amiga, conoció a Jo, que la cautivó con sus dotes cómicas y su franqueza, hasta el punto de que le ofreció trabajo como dama de compañía. A Jo no le entusiasmó la propuesta pero, en vista de que no surgía nada mejor, aceptó el puesto y, para sorpresa de muchos, se ganó el favor de su irascible parienta. Tenían sus más y sus menos, y en una ocasión Jo se había marchado a casa espetando que no aguantaba ni un segundo más, pero la tía March, a quien enseguida se le pasaban los enfados, la reclamó con tal urgencia que la joven no tuvo corazón para negarse, y es que en el fondo había cogido cariño a aquella vieja cascarrabias.
Yo sospecho que lo que en verdad le gustaba de aquel trabajo era la enorme y bien surtida biblioteca, que era pasto del polvo y las arañas desde la muerte del tío March. Jo recordaba bien al anciano y amable señor que le prestaba sus grandes diccionarios para que construyese puentes y raíles de ferrocarril, le contaba historias sobre curiosas ilustraciones de libros escritos en latín y le compraba panecillos de jengibre cuando coincidía con ella en la calle. La estancia, oscura y llena de polvo, con bustos que miraban fijamente desde las altas estanterías, cómodas butacas, globos terráqueos y, lo mejor de todo, una selva de libros en que perderse a su gusto, resultaba para la joven un paraíso terrenal. En cuanto la tía March dormía la siesta o atendía una visita, Jo corría a aquel tranquilo refugio para, acurrucada en una butaca, devorar poesía, novelas de amor, de historia o de aventuras, o contemplar ilustraciones, como un auténtico ratón de biblioteca. Pero, como suele ocurrir, la felicidad no dura eternamente y, así, cuando estaba en lo mejor de una historia, en el verso más dulce de un poema o en el punto álgido de un relato de aventuras, una voz chillona la reclamaba, «Josephine, Josephine», y se veía forzada a abandonar su paraíso para devanar un ovillo de hilo, bañar al perro o leer en voz alta ensayos de Belsham durante horas.
Jo sentía que estaba llamada a realizar algo portentoso y, aunque no sabía en qué podía consistir, confiaba en que lo descubriría con el tiempo. Mientras tanto, su principal frustración era no poder leer, correr y montar a caballo tanto como quisiera. Su carácter fuerte, su lengua afilada y su espíritu incansable la llevaban a meterse en líos una y mil veces, con lo que su vida era una sucesión de altibajos que podían resultar tanto cómicos como patéticos. El aprendizaje que recibía en casa de la tía March era justo lo que necesitaba, y la idea de colaborar a su propio sustento la hacía feliz, a pesar del constante «Josephine».
Beth era demasiado tímida para ir a la escuela. Lo habían intentado, pero la pobre lo pasaba tan mal que habían optado por que estudiase en casa, con su padre. Cuando él marchó al frente y la madre se vio impelida a volcar su energía y su tiempo en tareas de ayuda a los soldados, Beth siguió estudiando por su cuenta y se esforzó al máximo. Como era una joven muy hogareña, disfrutaba ayudando a Hannah a mantener la casa limpia y a punto para cuando las demás volviesen del trabajo, y no anhelaba más reconocimiento que el amor de sus seres queridos. Aun en las jornadas más largas y tranquilas, nunca se sentía sola ni permanecía ociosa, puesto que su mundo interior estaba poblado de amigos imaginarios y era, por naturaleza, laboriosa como una abeja. Por las mañanas, se divertía jugando con seis muñecas a las que despertaba y vestía con amor, pues todavía era una niña. No había ni una sola que estuviese entera y ninguna era bonita; habían permanecido en un rincón hasta que ella las rescató del olvido. Cuando sus hermanas fueron demasiado mayores para jugar con ellas, Beth las tomó a su cargo, pues Amy no consentía tener nada viejo o feo. Precisamente por eso, Beth se había entregado a su tierno cuidado y hasta había puesto en pie un hospital para muñecas enfermas. Nunca clavaba alfileres en sus cuerpos de algodón, no les gritaba ni las golpeaba, y no desatendía a ninguna por repulsiva que fuera. Las alimentaba, vestía, cuidaba y acariciaba a todas con idéntico afecto y devoción. Incluso había rescatado a una muñeca desmembrada que había pertenecido a Jo y que, tras una vida tempestuosa, había ido a pasar al saco de los trapos. Como tenía la cabeza descosida, le puso un bonito gorro, y para disimular la falta de brazos y piernas, la envolvió en una manta y le consagró la mejor cama de su hospital, como enferma crónica que era. No creo que nadie, viendo el amor que Beth prodigaba a aquella muñeca, pudiese dejar de emocionarse, por mucho que tal entrega le provocase risa. Le llevaba flores, le leía cuentos, la sacaba a que le diese el aire, oculta en su abrigo, le cantaba nanas y no se acostaba sin besar su sucia carita y susurrarle con dulzura: «Que pases una buena noche, querida».
Como el resto, Beth también tenía sus penas y, puesto que no era un ángel sino una niña muy humana, también ella «dejaba escapar unas lagrimitas», decía Jo, por no poder tomar lecciones de música y no contar con un buen piano. Amaba tanto la música, se esforzaba tanto por aprender y practicaba tan pacientemente en el viejo y desafinado instrumento de la familia, que parecía obligado que alguien (por no decir la tía March) acudiese en su ayuda. Nadie lo hizo, sin embargo, y nadie la vio nunca secar las lágrimas que caían sobre las teclas amarillentas y desafinadas cuando ensayaba sola. Mientras trabajaba cantaba como una pequeña alondra, nunca estaba cansada si se trataba de tocar para Marmee y sus hermanas. Todos los días se decía esperanzada: «Algún día, si soy buena, conseguiré tocar mi música».
El mundo está lleno de mujeres como Beth, tímidas y tranquilas, que aguardan sentadas en un rincón hasta que alguien las necesita, que se entregan a los demás con tanta alegría que nadie ve su sacrificio hasta que el pequeño grillo del hogar cesa de chirriar y la dulce y soleada presencia desaparece para dejar tras de sí silencio y oscuridad.
Si alguien hubiese preguntado a Amy cuál era su principal quebradero de cabeza, ella hubiese contestado sin dudar: «Mi nariz». Cuando era pequeña, Jo la había dejado caer accidentalmente en un capacho de carbón y Amy sostenía que eso había afeado su nariz sin remedio. No era grande ni estaba siempre roja como la de la pobre Pétrea; era más bien chata y, por mucho que la levantase, nunca le daría el aire aristocrático que anhelaba. A nadie le preocupaba el asunto salvo a ella y, de hecho, su nariz seguía creciendo, pero Amy deseaba tanto un perfil griego que, para consolarse, llenaba hojas enteras con dibujos de narices perfectas.
«El pequeño Rafael», como la llamaban sus hermanas, poseía un notable talento para el dibujo y era sumamente feliz copiando flores, pintando hadas o ilustrando cuentos con curiosas muestras de arte. Sus profesores se quejaban de que, en lugar de hacer las sumas, llenaba su pizarra de dibujos de animales; aprovechaba las páginas en blanco del atlas para copiar mapas y sus libros estaban llenos de caricaturas cómicas que aparecían en los momentos más inoportunos. Se aplicaba al estudio lo mejor que podía y su comportamiento modélico la había salvado de más de una reprimenda. Era muy querida entre sus compañeras por su buen carácter y poseía el don de granjearse el cariño de todos sin esfuerzo. Su afectación y sus modales exquisitos despertaban admiración, al igual que sus numerosas aptitudes, y es que, además de dibujar, era capaz de tocar doce melodías, hacer ganchillo y leer en francés sin pronunciar mal más de dos tercios de las palabras. El tono quejumbroso, con el que acostumbraba a explicar: «Cuando papá era rico, hacíamos tal o cual cosa», resultaba conmovedor y su tendencia a usar palabras complicadas era considerada «muy elegante» por las demás.
Amy iba camino de convertirse en una niña malcriada. Todo el mundo la consentía y su vanidad y su egoísmo iban en aumento. Sin embargo, había algo que mantenía a raya su vanidad; verse obligada a usar los vestidos de su prima. La madre de Florence no destacaba, precisamente, por su buen gusto y, para Amy, llevar un sombrero rojo en lugar de uno azul, vestidos poco favorecedores