Mujercitas. Knowledge house
—Claro, Cuando me llegaba el turno de sentarme en la butaca, con la corona puesta, y os veía entrar en fila para darme los regalos y un beso, estaba asustada. Me encantaba la parte de los regalos y los besos, pero no soportaba veros ahí sentadas mirándome mientras abría los paquetes —comentó Beth, que estaba tostando pan para la cena y, de paso, se tostaba también el rostro.
—Dejaremos que Marmee piense que vamos a comprarnos algo para nosotras y así le daremos una buena sorpresa. Tendremos que hacer las compras mañana por la tarde, Meg; todavía hay mucho que preparar para la representación de Nochebuena —dijo Jo mientras caminaba de un extremo a otro de la sala con las manos en la espalda, mirando hacia el techo.
—Este será el último año que actúe con vosotras, ya soy demasiado mayor para estas cosas —observó Meg, que seguía tan entusiasmada como siempre ante la idea de disfrazarse.
—Mientras puedas lucir un traje largo blanco, llevar la melena suelta y joyas de papel dorado, no lo dejarás. Te conozco. Eres la mejor actriz que tenemos, y si te retiras de los escenarios será el fin de todo esto —concluyó Jo—. Esta noche tenemos que ensayar. Amy, acércate. Repasemos la escena del desmayo porque no la haces con naturalidad, estás más rígida que un palo.
—No lo puedo evitar; nunca he visto a nadie desmayarse de verdad. No quiero tirarme de golpe al suelo como haces tú y acabar llena de moretones. Si puedo caer con suavidad, lo haré; si no, me desplomaré elegantemente sobre una silla, por mucho que Hugo me esté apuntando con una pistola —explicó Amy, a la que no habían elegido por sus dotes de actriz, sino porque era lo bastante menuda para que el villano de la obra la pudiese llevar en brazos.
—Mira, hazlo así. Junta las manos y corre por la habitación gritando frenéticamente: «¡Rodrigo, sálvame, sálvame!» —dijo Jo, quien, acto seguido, representó la escena y lanzó un grito auténticamente estremecedor.
Amy trató de seguir sus indicaciones, pero agitó las manos ante sí con un movimiento rígido y empezó a andar a trompicones, como si la accionara una máquina. En cuanto al grito, más que el de una persona presa del pánico y la angustia, parecía el de alguien que se acaba de pinchar con una aguja. Jo gruñó con desesperación, Meg rió sin disimulo y a Beth se le quemó el pan porque se entretuvo mirando la cómica escena.
—¡Es inútil! Cuando llegue el momento, hazlo lo mejor que puedas, pero si el público te abuchea no me eches a mí la culpa. Ven acá, Meg.
A partir de ese momento, el ensayo fue sobre ruedas. Don Pedro desafió al mundo en un monólogo de dos páginas sin una sola interrupción, la bruja Hagar pronunció un terrible conjuro, encorvada sobre un caldero en el que hervían sapos, en una escena sobrecogedora, Rodrigo se liberó de las cadenas con brío viril y Hugo murió envenenado con arsénico y atormentado por los remordimientos lanzando un salvaje «Ah, ah».
—Ésta es la vez que nos ha quedado mejor —dijo Meg en cuanto el villano muerto se incorporó y se frotó los codos.
—No entiendo cómo puedes escribir y actuar tan bien, Jo. ¡Estás hecha un Shakespeare! —exclamó Beth, que consideraba que sus hermanas tenían un don especial para todo.
—No llego a tanto —repuso Jo con modestia—. La maldición de la bruja, una tragedia operística está bien, pero preferiría representar Macbeth; el problema es que no tenemos trampilla para Banquo. Siempre he querido hacer la escena del asesinato. «Eso que veo ante mí, ¿es acaso una daga?» —masculló Jo poniendo los ojos en blanco y asiendo el aire como había visto hacer a un famoso actor de teatro.
—No, es la horquilla de tostar el pan con las zapatillas de mamá colgadas de ella. ¡Una aportación de Beth a la escena! —apuntó Meg. Todas rieron y dieron por terminado el ensayo.
—Me alegro de veros tan contentas, hijas mías —dijo una voz risueña desde la puerta, y actrices y público corrieron a recibir a una señora robusta y maternal; todo en ella parecía decir: «¿Puedo ayudarle en algo?», lo que le daba un aspecto encantador. No era especialmente bella, pero los hijos siempre consideran agraciadas a sus madres y, para aquellas jóvenes, la mujer con el gorro pasado de moda y el abrigo gris era la más espléndida del mundo—. Queridas, contadme qué tal os ha ido el día. No pude venir a comer con vosotras porque tenía que dejar listas las cajas para mañana, entre otras muchas cosas. ¿Ha venido alguien, Beth? ¿Qué tal el constipado, Meg? Jo, pareces muerta de cansancio. Ven a darme un beso, querida.
Mientras formulaba aquellas preguntas maternales, la señora March se quitó las prendas mojadas, se puso las zapatillas calientes, se acomodó en la butaca, con Amy sentada en sus rodillas, y se dispuso a disfrutar del mejor momento de su ajetreado día. Las jóvenes, por su parte, se afanaron para que su madre pudiese descansar un rato. Meg puso la mesa para la cena; Jo trajo leña y colocó las sillas en su sitio, sin dejar de tirar y volcar primero todo lo que pasaba por sus manos; Beth iba y venía de la cocina a la sala, muy seria y hacendosa, y Amy daba instrucciones a todas, sentada y cruzada de brazos.
Una vez reunidas en torno a la mesa, la señora March anunció con particular alegría:
—Tengo una sorpresa para vosotras, después de la cena.
Una sonrisa iluminó el rostro de las jóvenes como un repentino rayo de sol. Beth aplaudió sin recordar que tenía una galleta caliente en la mano y Jo agitó en el aire la servilleta al tiempo que exclamaba: «¡Carta! ¡Carta! ¡Tres hurras por papá!».
—Sí, una carta muy larga. Está bien y confía en pasar el invierno mejor de lo que temíamos. Nos envía toda clase de parabienes para la Navidad y un mensaje especial para vosotras, chicas —añadió la señora March dando unos golpecitos a su bolsillo como si guardase un gran tesoro en él.
—Pues démonos prisa, acabemos de cenar. Amy, haz el favor de no perder tiempo levantando el meñique para sostener con más elegancia la taza —espetó Jo, que casi se atraganta con el té y, en su prisa por terminar, dejó caer un trozo de pan con mantequilla sobre la alfombra.
Beth ya no comió más y se fue a sentar en su rincón para pensar en la alegría que vendría a continuación mientras aguardaba a que las demás estuviesen listas.
—Me parece extraordinario que papá decidiera ir a la guerra como capellán cuando era demasiado mayor para alistarse y no demasiado fuerte para ser soldado —comentó emocionada Meg.
—¡Cómo me hubiera gustado ir como tamborilero, vivan… ¿cómo se dice?, o como enfermera! Así, hubiese podido estar cerca de él y ayudarle —exclamó Jo.
—Debe de ser muy desagradable dormir en una tienda, comer cosas repugnantes y beber agua en un cazo de hojalata —dijo Amy con un suspiro.
—Mamá, ¿cuándo va a volver a casa? —preguntó Beth con un leve temblor en la voz.
—Si no enferma, pasará aún varios meses fuera, querida. Se quedará y cumplirá lealmente con su deber, y no le pediremos que vuelva ni un minuto antes. Venid, escuchad lo que dice la carta.
Se reunieron en torno a la chimenea. La madre se sentó en la butaca, Beth se colocó a sus pies, Meg y Amy, a los lados, y Jo, detrás, para que nadie pudiese ver la emoción en su rostro si la carta le conmovía. Y en una época tan dura como aquélla, rara era la carta que no emocionaba, sobre todo cuando la enviaba un padre a los suyos. La misiva apenas hablaba de las penalidades, los peligros afrontados o la añoranza que había que vencer. Era una carta alegre, llena de esperanza, con unas descripciones de la vida en el campamento, las marchas y las noticias militares, y solo al final el corazón de su autor se henchía de amor paterno y del deseo de volver a estar con sus hijas en el hogar.
«Dales muchos besos y diles que las quiero. Pienso en ellas todo el día, rezo por ellas por la noche y encuentro el mayor consuelo en su cariño en todo momento. Un año parece